DESIGUALES Y SEPARADOS

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Aníbal Quiroga León ([1])

La absurda e injusta muerte de George Floyd bajo -literalmente- el yugo de la policía de Minneapolis no es, lamentablemente, un hecho aislado, ni un dato histórico en la sociedad norteamericana; es, más bien, un hecho recurrente que, de tiempo en tiempo, cobra penosa actualidad ya que el tema racial dista mucho de haberse solucionado en su seno.

El choque cultural que produjo la colonización de Norteamérica por el hombre y la mujer fundamentalmente de raza blanca, y su interacción con el uso de los hombres y mujeres de raza negra en las faenas principalmente agrícolas por medio de la esclavitud, sobre todo en los estados del sur, abrió heridas profundas que aún supuran y que distan mucho de cerrarse con salud.

Por más que la Guerra Civil abolió la esclavitud, el rezago de la segregación racial estuvo muy presente hasta finales del siglo XIX en que una sentencia de la Suprema Corte Federal de los EEUU viniese a consagrar, con el caso Plessy vs. Ferguson (1896), a nivel jurídico la oficial y legal separación de los negros y los blancos a través de la eufemística doctrina “Iguales pero Separados”. Dijo, en sustancia, aquella sesuda sentencia, que si bien conforme al Art. 1° la Constitución de los EEUU se estatuye que todos los hombres (y mujeres) nacen libres e iguales ante la ley, no dice la Constitución que esa igualdad exija que deban andar juntos, afirmó sin rubor dicho fallo. Lo que es injusto es que los hombres y mujeres de color no tengan las mismas oportunidades y servicios que los hombres y mujeres blancas; pero, no hace a esa igualdad -ni la requiere, he ahí el detalle- que deban andar juntitos, mezclados. Así que mientras tengan acceso a los mismos bienes y servicios, y al mismo costo, aún separaditos, la cláusula constitucional habrá cumplido su cometido, sentenció con gran formalidad y sin que se les arrugue la toga, la Suprema Corte.

La evidente segregación racial dispuesta eufemísticamente en este fallo fue la base jurídica de todo lo que vivió los EEUU en los primeros 50 años del Siglo XX, y cuyos coletazos llegan hasta nuestros días, a pesar de haber tenido a un gran presidente de color en la Casa Blanca, a quien lamentablemente ha sucedido un partidario de la supremacía blanca. Fue recién en 1954, en el caso Brown vs. Board of Education of Topeka en que la Suprema Corte quebró el precedente “iguales pero separados”,  mediante un overruling,  señalando que dicho precedente era profundamente inconstitucional, que no se derivaba de una adecuada interpretación del Art. 1° de su Constitución y que con tal doctrina “las instalaciones educativas separadas son inherentemente desiguales”, principio que se aplicó a todo tipo de actividades: cine, teatro, baños, transporte, eventos deportivos, etc., empezando recién por desmontarse el andamiaje segregacionista, proceso que no ha culminado. No del todo y no mentalmente, lamentablemente.

Por eso es que resulta cotidiano que cuatro policías blancos apunten y reduzcan a un hombre negro desarmado, desoigan sus súplicas de claustrofobia y de no poder respirar cuando un fornido y bien papeado Derek Chauvin posa su humanidad a través de la rodilla en el cuello de un ya reducido y esposado Floyd por 8’46’’ -lo que debió parecerle una eternidad- hasta que la vida se le escapó por la comisura de los labios. Un homicidio preterintencional ocasionado por un agente de la ley. Nada más contradictorio al lema “servir y proteger”.

¿Somos racistas nosotros?  La respuesta es afirmativa, solo que más solapas. Nuestro proceso de mestizaje fue más profundo puesto que conquistadores españoles rápidamente se amancebaron con las nativas incas, dando lugar a un criollaje que sirvió de punto medio entre los nativos propiamente dichos y los blancos europeos. Por eso nuestra discriminación es más soterrada, y de ello da cuenta Ricardo Palma cuando expresa que, en el Perú, el que no tiene de Inga, tiene de Mandinga.

Hoy nuestra discriminación es básicamente educativa, de apellidos (si son compuestos o extranjeros, mejor) y económica. Eso va marcando las clases sociales que a nivel horizontal van juntas y se sienten iguales, siempre con ganas de ascender, de trepar al nivel de la gentita, de los chic, de los GCU. Y separa y segrega a los “de abajo” con los “de arriba”, a los “igualados”, a los “nadies”, a los “cónyugues”, a los “haigas”, a los “endenantes” y, si me apuran, hasta los “aperturar” y “articular”.

La unificación educativa, pública y privada, de nuestra realidad social y cultural y el podernos reconocer en una identidad nacional -más allá del fútbol- es nuestra tarea pendiente como Nación y lo que marcará la diferencia de nuestro futuro como sociedad ciertamente igualitaria y, por ende, verdaderamente democrática.

([1]) Jurista. Profesor Principal PUCP

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