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I
En los últimos tiempos, a raíz de una polémica decisión del Tribunal Constitucional, se ha puesto en difusión y discusión las características y alcances de lo que la doctrina del Derecho Procesal Constitucional denomina “control difuso” o “Judicial Review” o Sistema Americano o Revisión Judicial de la Constitucionalidad de las leyes, así como de lo que se ha venido en denominar el “Sistema Concentrado“ o “Sistema Europeo” de justicia constitucional.
Ambos sistemas se crean en momentos diferentes, y por razones diferentes. Luego responden a criterios diferentes y a diferentes concepciones, por lo que no parece adecuado hacer respecto de los mismos un trasiego conceptual que termine desvirtuando su esencia. Ello no le resta mérito, ni valor, ni contenido moral a la Sentencia del Tribunal Constitucional que, ante una acción de inconstitucionalidad de la Ley llamada de “interpretación auténtica” del Art. 112 de la Constitución, termina resolviendo la causa con arreglo a la inaplicación de tal ley antes que por sobre su derogación directa y erga omnes, que era lo procedente por mandato de la Constitución y de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC).
Para este efecto, vamos a tratar de desarrollar los principales aspectos conceptuales de ambos sistemas, aparentemente incompatibles entre sí, a fin de perfilar sus contornos que nos puedan ayudar en comprender mejor el conjunto del sistema mismo en el Perú y la situación planteada.
II
El Tribunal Constitucional se encuentra definido en el texto de la Constitución como el “Organo de Control de la Constitución”. Esto significa que la Constitución Peruana de 1993, al consagrar su existencia dentro del Título V “De las Garantías Constitucionales” ha optado de manera clara y meridiana por el denominado control ad-hoc de la constitucionalidad, también conocido como el “Modelo Europeo” o de “Justicia Constitucional Concentrada”( ), con todo lo que ello implica en su génesis, historia, desarrollo, evolución y alcances.
Siendo el Tribunal Constitucional el órgano de control de la Constitución, le corresponden dos facultades esenciales que son implícitas al poder del control: i) la interpretación de los postulados constitucionales bajo cuyo marco habrá de hacer la labor de control constitucional, como referente obligado y obligante a sí mismo y hacia todos los poderes del Estado y todos los ciudadanos; y, ii) dentro de la tarea interpretativa de la Constitución, y como consecuencia de la misma, le corresponde la facultad de diseñar y definir los alcances de los demás Organos del Estado, sean constitucionales, sean de orden legal, de modo tal que se logre una sistematicidad y unidad constitucional que determine el sólido cimiento de la institucionalidad constitucional de la Nación, teniendo en cuenta que, como ya lo ha sostenido la antigua doctrina del Derecho Constitucional, lo fundamentalmente nuevo del Estado constitucional frente a todo el mundo del autoritarismo, es la “fuerza vinculante bilateral de la norma constitucional”; esto es, la vinculación o sujeción a la Constitución de todas las autoridades (absolutamente todas) y al mismo tiempo de todos los ciudadanos, en contraposición al Estado de viejo cuño pre-moderno; donde en el Estado moderno de Derecho, la Constitución jurídica transforma el poder desnudo en legítimo poder jurídico, puesto que el gran lema de lucha del Estado constitucional -que hoy está más vigente que nunca- ha sido el cambio cualitativo logrado en el antiguo y arbitrario “Government by men” por el actual, democrático y jurídico “Goverment by laws”( ). Entonces, la Constitución no es sólo una norma política con expresión y manifestación de norma jurídica, sino que es precisamente la primera de las normas del ordenamiento entero, la norma fundamental, la Lex Superior o la Higher Law.
Si lo anterior es así, resulta evidente que la primera de las tareas del Tribunal Constitucional es definir y delimitar sus propias facultades y alcances, de modo tal que para sí mismo tenga claro el largo del alcance de su poder de control, y frente a los poderes del Estado y la Nación entera tenga definido el límite de sus poderes de control. Esto es, corresponde al Tribunal Constitucional, dentro de esta misma premisa de ser el intérprete constitucional para el ejercicio del control constitucional erga omnes, interpretar adecuadamente el alcance de sus propias facultades y atribuciones, a fin de que con ello pueda determinar el alcance de las trascendentes facultades que por la Constitución del Perú le han sido conferidas.
Así, aparece que el Tribunal Constitucional se halla definido, como ya ha quedado dicho, en el Art. 201 de la Constitución, y que en su primera parte puede ser escindido en tres supuestos diferentes:
a. Ser el órgano del control constitucional;
b. Ser autónomo e independiente; y,
c. Estar compuesto por siete miembros, denominados Magistrados del Tribunal Constitucional, con un mandato de cinco años.
En su segunda parte, la norma constitucional establece taxativamente que las calidades del Magistrado del Tribunal Constitucional son equivalentes a las calidades del Magistrado de la Corte Suprema de Justicia de la República.
En su tercera parte la Constitución se ha preocupado de establecer que los Magistrados del Tribunal Constitucional gozan de inmunidad personal y de las mismas prerrogativas para el ejercicio de su función que aquellas que la Carta Política ha reconocido a los Congresistas de la República. Asimismo, señala que les alcanza las mismas incompatibilidades, y que el mandato de Magistrado no es susceptible de reelección para un periodo igual e inmediato.
En su última parte, la norma constitucional precisa que los integrantes del Tribunal Constitucional tienen una legitimidad popular derivada, al ser electos por el Congreso de la República (que, como es obvio, tiene una legitimidad directa) con el voto favorable de dos tercios del número legal de sus miembros, en mayoría sobrecalificada, donde la mayoría absoluta es considerada también como mayoría calificada, Finalmente, en su parte in-fine, la norma prescribe que los Fiscales del Ministerio Público y Magistrados del Poder Judicial en actividad y que cumplan con el requisito ya indicado, deberán dejar el cargo que tuvieran cuando menos un año calendario antes a su postulación al Tribunal Constitucional.
La función de control que la Constitución ha asignado al Tribunal Constitucional, se halla definida en tres facultades o potestades específicas, a saber:
a. La determinación en instancia única de que una Ley, o norma con rango de tal, o normas regionales de alcance general u ordenanzas municipales, debe ser derogada erga omnes por contravenir la Constitución en la forma o en el fondo (esto es, por ser incompatible con el alcance de la interpretación que el Tribunal Constitucional haya hecho de un principio o postulado de la Constitución (Art. 200, Inc. 4, Art. 202, inc. 1 y Art. 204 de la Constitución);
b. La resolución en última y definitiva instancia de las resoluciones provenientes del Poder Judicial en las acciones de garantía constitucional de Hábeas Corpus, Amparo, Hábeas Data y Acción de Cumplimiento, siempre que su sentido haya sido desestimatorio al demandante en sede judicial; también llamada jurisdicción de la Libertad; y
c. La dirimencia de los conflictos de competencia o de atribuciones de los Organos Constitucionales según la interpretación del alcance de las mismas en la Constitución, con arreglo a su Ley Orgánica.
Para el cabal cumplimiento de todas y cada una de estas atribuciones taxativamente dispuestas por la Carta Constitucional, el Tribunal Constitucional debe definir, de modo previo y claro, el alcance de sus facultades y poderes, explícitos e implícitos, dentro del enunciado o marco general de ser el “órgano de control de la Constitución”.
La facultad del control concentrado de la constitucionalidad de las leyes, bajo el modelo “europeo” o kelseniano, nacido bajo la inspiración de Hans Kelsen a partir de 1920 con la Constitución de Austria y perfeccionado con la Constitución de 1929( ), implica que el control se habrá de dirigir básicamente hacia el Parlamento. En efecto, si la tarea primera del Tribunal Constitucional es la de ser el intérprete de la constitución, intérprete vinculante u obligatorio en virtud de la concordancia Art. 204 ab-initio de la Constitución y Art. 35 de la LOTC ( ), esta tarea debe estar dirigida a interpretar en primer lugar, los alcances, la recreación y la determinación de los verdaderos límites constitucionales de sus propias facultades, para luego poder determinar los alcances de las potestades de los demás órganos del Estado, o del parlamento en particular cuando del control de la constitucionalidad de las leyes se trate.
En efecto, como aparece obvio, la sola creación y presencia en una Constitución escrita de un Tribunal Constitucional supone, per se, la creación y el designio por el constituyente de un modelo específico de control al Congreso, pues si la tarea primordial del Tribunal Constitucional es la determinación excepcional de que una ley debe ser derogada del sistema jurídico por vicio de inconstitucionalidad, y si la ley es fundamentalmente la obra esencial del Congreso, la conclusión aparece obvia: la creación y presencia de un Tribunal Constitucional implica la opción del constituyente por generar un sistema idóneo, y a la vez eficaz, de control de los actos parlamentarios traducidos en leyes de la República, pues de otro modo no hallaría explicación ni sentido su presencia. En efecto, Manuel GARCIA PELAYO( ) sostiene al efecto que:
“Una primera característica de los órganos constitucionales consiste en que son establecidos y configurados directamente por la Constitución, con lo que quiere decirse que ésta no se limita a su simple mención, ni a su mera enunciación de sus funciones o de alguna competencia aislada, como puede ser el caso de los órganos o institucionales “constitucionalmente relevantes”, sino que determina su composición, órganos y métodos de designación de sus miembros, su status institucional y su sistema de competencias, o, lo que es lo mismo, reciben ipso jure de la Constitución todos los atributos fundamentales de su condición y posición de los órganos. Esta configuración directa por las normas constitucionales es una consecuencia lógico-institucional de la importancia decisiva que la Constitución concede a ciertos órganos, de un lado, porque en ellos se condensan los poderes últimos de decisión del Estado siendo, así, el vértice dell´organizzazione statale( ), y, de otro, porque son la expresión orgánica no sólo de la división de las tareas en distintas unidades del sistema estatal, sino también y ante todo de la idea del Estado proyectada por la Constitución”.
En efecto, el sistema jurídico debe ser ordenado conforme a la Constitución. Ya Kelsen, a quien la doctrina unánimemente atribuye la paternidad del “Sistema Concentrado”, había sostenido desde principios de este Siglo que:
“el orden jurídico, especialmente aquel cuya personificación constituye el Estado, no es un sistema de normas coordinadas entre sí, que se hallasen, por así decirlo, una al lado de la otra, en un mismo nivel, sino que se trata de una verdadera jerarquía de diferentes niveles de normas. La unidad de estas hállase constituida por el hecho de que la creación de una norma -la de grado más bajo- se encuentra determinada por otra de grado superior, cuya creación es determinada, a su vez, por otra todavía más alta. Lo que constituye la unidad del sistema es precisamente la circunstancia de que tal regressus termina en la norma de grado más alto o norma básica, que representa la suprema razón de validez de todo el orden jurídico. Sobre la base de las precedentes consideraciones (…) la aplicación de las reglas constitucionales relativas a la legislación, tan sólo puede hallarse efectivamente garantizada si un órgano distinto del legislativo tiene a su cargo la tarea de comprobar si una ley es constitucional, y de anularla cuando -de acuerdo con la opinión de ese órgano- sea ´inconstitucional´. Puede existir (…) un órgano especial establecido para este fin; por ejemplo, un tribunal especial, el llamado Tribunal Constitucional; o bien el control de la constitucionalidad de las leyes, la llamada ´revisión judicial´, puede encomendarse a los Tribunales Ordinarios y, especialmente, al Tribunal Supremo (de Justicia Ordinaria)( ).”
La interpretación constitucional, que es tarea esencial del Tribunal Constitucional, también debe hacerse conforme a la Constitución. En efecto, es del caso mencionar que la interpretación constitucional supone un ejercicio intelectual harto diferente de la interpretación jurídica ordinaria (hermeneútica), debido fundamentalmente a la diferente naturaleza normativa de las normas constitucionales de las normas jurídicas ordinarias. Mientras que las primeras son esencialmente políticas (ya sean “autoaplicables”, ya sean “programáticas”, ya sean “estructurales”), las segundas son de básico contenido subjetivo, de modo tal que siendo diferentes, no se les puede aplicar válidamente un mismo método de interpretación pues el resultado resultaría erróneo. De dicho modo, la hermeneútica tradicional resultará insuficiente al intérprete constitucional, que para el efecto deberá de recurrir a los propios métodos de interpretación (p.e. el contrapeso de los valores, el principio de la unidad de la Constitución y la interpretación con arreglo o conforme a la Constitución), ya que las normas constitucionales, al ser esencialmente normas políticas, distributivas del ejercicio legítimo y legitimado del poder constituido, son continente de valores, principios y postulados fundamentales para la organización política, social y económica de una Nación, los mismos que tienen una dimensión históricamente dinámica( ). Ya en 1862 el jurista alemán Ferdinand Lassalle, en su célebre conferencia berlinesa titulada “Sobre la esencia de la Constitución”( ) había sostenido que la idea de la Constitución escrita no pasa de ser una “mera hoja de papel ”si quiere uno conocer la realidad de las cosas hay que atender al sustrato efectivo de poder que está por debajo de las declaraciones formales de la Constitución”( ), de donde se concluye que la Constitución moldea los pilares básicos del país, y la realidad de éste a su vez condiciona la vigencia constitucional en una interacción constante que es menester descubrir y manejar con acierto de modo permanente, sobre todo por parte del intérprete constitucional( ).
Como quiera que la Constitución otorga de modo exclusivo y excluyente al Tribunal Constitucional la potestad del control directo de la constitucionalidad, es necesario definir los alcances y límites del mismo. Este control aparece evidente en el denominado “Control Concentrado” o “Control Ad-Hoc”, esto es, de índole abstracto -y por tanto incompatible en ese punto con el “Control Difuso” o “Judicial Review”- en donde corresponde al Tribunal Constitucional el examen abstracto (esto es, sin referencia a un caso concreto alguno en donde esté en disputa derecho subjetivo ninguno) de la ley dubitada y en donde el referente constitucional, previamente definido por la vía de la autorizada interpretación constitucional, va a ser el imperativo categórico que determinará, en análisis de subsunción, si la norma legal dubitada es o no incompatible con la Constitución. Si la primera premisa es la cierta, la demanda debe ser rechazada y la norma dubitada regresa al sistema jurídico tal como ingresó, en plena vigencia y constitucionalizada. En cambio si la segunda premisa es la cierta, la norma es derogada de modo directo por el poder constituido en el Tribunal Constitucional como -al decir de Kelsen( ) Legislador Negativo, esto es, con poder derogatorio directo (Art. 204 ab-initio de la Constitución) creándose en cada caso de inconstitucionalidad así determinada una “norma sub-constitucional”( ), de la que es titular el Tribunal Constitucional como “constituyente delegado”. Por ello, y por expreso principio consagrado en la Constitución, el principio jurídico que toda ley se deroga sólo por otra ley y que expresa, p.e., el Art. I del Título Preliminar del Código Civil, se halla necesariamente ampliado por el siguiente enunciado: toda ley se deroga sólo por otra ley o por una sentencia estimatoria del Tribunal Constitucional. Desde ese punto de vista, la demanda de inconstitucionalidad de una norma legal dubitada no es propiamente una demanda en los términos que formula la Teoría General del Proceso como pretensión de un derecho público-subjetivo, sino propiamente una ”iniciativa legislativa negativa” que la Constitución reconoce a los legitimados taxativamente para ello en el Art. 203 de su texto normativo.
Siendo lo anterior así, debe determinarse si una ley dubitada, puesta en el debate constitucional por los legitimados para solicitar su derogación por la vía del control directo que ejerce el Tribunal Constitucional, no ingresa limitada, ni condicionada a lo que diga el Tribunal Constitucional: la ley ingresa plenamente vigente y con presunción Iuris Tantum de constitucionalidad que el Tribunal Constitucional, y todos los agentes del Estado y la ciudadanía deben respetar y obedecer por mandato de la propia Constitución (Art. 204 de la Constitución, en especial in-fine), de modo tal que si el Tribunal Constitucional estima que no hay inconstitucionalidad o no logra la legitimidad especial para lograr la voluntad jurídica y constitucional suficiente para oponer su fuerza a la ley dubitada, deberá necesariamente dejarla ir en las mismas condiciones en las que ingresara a su examen de subsunción, esto es, en vigencia jurídica y con la presunción de constitucionalidad también vigente por no habérsela enervado conforme a la propia Constitución. Al efecto, cabe precisar que antes de que el juez constitucional deba realizar tal tarea de subsunción entre la norma constitucional y la norma legal dubitada, tiene el deber principal de salvar la constitucionalidad de la ley, de buscar en primer lugar una vía interpretativa que concuerde positivamente la ley dubitada con la Constitución. La derogación de la ley por el Tribunal Constitucional, si bien jurídicamente equivalente al acto derogatorio que puede disponer el Congreso, es un suceso bastante más grave, que extirpa por vía “quirúrgica” del Sistema Jurídico (al decir de Héctor FIX-ZAMUDIO) la ley dubitada, de innegables y previsibles consecuencias políticas que no deben arredrar, pero si hacer meditar con conciencia objetiva y prudente discernimiento, una tarea “quirúrgica” que tiende a corregir los excesos patológicos que se pudieran haber desarrollado en los diversos órganos del Estado en contra de la Constitución, y que habrá de crear necesariamente un vacío constitucional que generará inevitable inseguridad jurídica, ya que el legislador no tiene la agilidad suficiente para cubrir de inmediato el “hueco” que deja la norma derogada y que puede dar lugar a no pocas confusiones en la ciudadanía y en los poderes públicos. Como toda derogación, no implicará jamás el restablecimiento de la norma que hubiere sido derogada, ni tendrá carácter o efecto retroactivo, y la laguna que se crea puede producir, como lo ha señalado alguna vez el Tribunal Constitucional italiano, constituye en puridad una “situación de mayor inconstitucionalidad” en la solución práctica de los problemas que la ley derogada regulaba. Es este “horror vacui” el que determina el principio formulado así por el Tribunal Constitucional Federal alemán: “es válido el principio de que la Ley no debe ser declarada nula (inconstitucional) cuando puede ser interpretada en consonancia o conforme con la Constitución”( ). El mismo Tribunal Constitucional Federal Alemán, así también como el Supremo Tribunal norteamericano, no han dudado en conectar este principio con la “presunción de constitucionalidad de las leyes”, no como una simple afirmación formal de que toda ley se tendrá por válida hasta que no se logre declarar válidamente su inconstitucionalidad, sino que implica materialmente; i) la confianza que se otorga al legislativo en la observancia y en la interpretación adecuada de los principios y postulados constitucionales; ii) una ley no será declarada inconstitucional a menos que no exista en el Juez Constitucional ninguna “duda razonable” sobre su absoluta y flagrante contradicción con la Constitución; y, iii) cuando una ley esté redactada en términos tan amplios que permita una interpretación inconstitucional se habrá de presumir, siempre que sea “razonablemente posible”, que el legislador ha sobreentendido que la interpretación con la que habrá de aplicarse dicha norma legal es precisamente aquella que le permita mantenerse dentro de los límites constitucionales( ).
III
A este efecto, parece conveniente recordar que aún en un sistema tan disímil como el americano del “Control Difuso” o de la “judicial review” en la Corte Suprema Federal de los Estados Unidos se ha acuñado desde antiguo el principio esencial de que “La validez constitucional es la última cuestión que la Corte habrá de considerar con respecto a una Ley”, lo que constituye un lema esencial para la Corte Suprema estadounidense, una pauta sumamente básica, de que jamás tocará la cuestión de constitucionalidad de una ley a menos que razonablemente no le quede otra cuestión a la cual recurrir. Es decir, el Tribunal Supremo se dirigirá al examen de la cuestión de constitucionalidad de la ley del Congreso sólo después de haber agotado todo otro aspecto razonable que pudiera haber servido como una base jurídica en la solución del caso sub-júdice. La Corte Suprema Federal estadounidense nunca buscará un cotejo frontal entre la Constitución y la Ley. La evitará hasta que no haya otra salida razonable, y entonces por fin la llevará, pero siempre cautamente y con reluctancia. La Corte Suprema Federal norteamericana expresó en una de sus sentencias que:
“si hubiera una doctrina que ha echado raíces más profundas que cualquier otra en el proceso de adjudicación constitucional, es la doctrina que no debemos tocar cuestiones de constitucionalidad … hasta que sea inevitable”( ).
Lo que determina por fin la cuestión es la pregunta ¿Pudiera otro Poder del Estado -el Congreso- haber promulgado esta ley creyendo razonablemente en su validez constitucional?, o dicho de otro modo, la cuestión no es ¿Cuál será el verdadero sentido de la Constitución según el criterio de los jueces constitucionales, sino si la legislación será sostenible como ejercicio razonable del Poder Legislativo?( ). Quizás para ilustrar aún más claramente el punto, cabe citar la anécdota que se cuenta en la historiografía constitucional norteamericana: el jurista Cooley, notó de acuerdo con la limitación bajo comento, que un miembro del Congreso puede luchar contra un proyecto de ley y por fin votar en contra a su promulgación si considera que el mismo entra en conflicto con la Constitución. Como legislador, su mera opinión le basta para determinar su voto. Nombrado subsecuentemente como Magistrado de la Suprema Corte Federal, si la misma ley se presentara para una determinación de constitucionalidad, el ex-legislador podría encontrar su deber judicial el sostener la validez de la ley, aunque no haya cambiado de ninguna manera su opinión personal sobre el asunto. Es que, como Juez de la Corte Suprema, tiene el deber de preguntarse objetivamente ¿Puede haber tenido alguna razón para creer en su constitucionalidad la mayoría legislativa que votó en favor de la ley? si la respuesta es positiva, como Juez tiene el deber de fallar en favor de la validez de la ley.( )
Dentro de este rubro de ideas, conviene en este punto determinar si el Tribunal Constitucional posee, en la acción de control directo de la constitucionalidad de las leyes, la facultad del “control difuso” o de “Judicial Review” de que trata la segunda parte del Art. 138 de la Carta Constitucional.
El “control difuso de la constitucionalidad de las leyes” nace, como lo reconoce de modo unánime la pacífica doctrina, en la Corte Suprema Federal de los Estados Unidos, en 1803, con la célebre sentencia expedida en el caso Marbury vs. Madison, en una acción de Writ of Mandemus, bajo la presidencia del Chief Justice John C. Marshall, en la cual se sentó el precedente vinculante (stare decisis) de que una ley contraria a la Constitución debía ser considerada proveniente de “legislatura repugnante” y, por lo tanto, como teoría fundamental, nula e ineficaz ya que esto se deduce de la naturaleza de la Constitución escrita y, que por ello mismo, la Suprema Corte Federal la habrá de considerar como uno de los principios de la sociedad democrática de derecho( ).
El llamado “Sistema Difuso” o de “Judicial Review” de la constitucionalidad de las leyes basa su esencia y cualidad en dos aspectos fundamentales que le dan la denominación y principales características, una funcional y otra espacial; a saber: la primera, que se halla sistemáticamente ubicado como atributo constitucional “innominado” de toda Constitución escrita( ). Hoy en día, en los países en que se la ha incorporado, ello aparece expresamente y siempre dentro del Capítulo del Poder Judicial (por eso la denominación de “sistema difuso”, esto es, atributo “distribuido” o “difundido” entre todos los órganos del Poder Judicial, entre todos los agentes del Poder Judicial en cuanto funcionen u operen como tales. Se dice “difuso” por que no hay ni un órgano específico ni un procedimiento directo para tal, pues se halla difuminado, difundido entre todos los Jueces del Poder Judicial), como un atributo de este y no susceptible de “transvase” por la vía interpretativa o analógica a otros órganos del Estado. En segundo lugar, es absolutamente unánime que en su modelo de origen, el sistema sólo opera en el escenario de un proceso judicial concreto y real. Esto es, la facultad judicial de oponer su interpretación de un principio o postulado constitucional a su interpretación de una ley del congreso, dando por resultado la descalificación de la segunda, siempre para el caso concreto y sólo con efectos inter-partes y mediante declaración judicial de “inaplicación”, sólo será constitucionalmente válida y jurídicamente posible, en los márgenes de un caso concreto donde la ley sea dubitada por ser precisamente aquella con la que el juzgador ordinario debe de decidir ineluctablemente la controversia judicial. Esto es, el único escenario válido en el que el juzgador ordinario abre su facultad constitucional de juzgar la inconstitucionalidad de una ley será su confrontación, en un caso concreto, con los bienes jurídicos tutelados materia de una real controversia judicial, sólo en tanto y en cuanto esa ley entre necesariamente al examen en su aplicación concreta, real y tangible( ). Así aparece de modo uniforme entre nosotros en los Arts. 8 de la LOPJ(D) de 1963, 236 de la Constitución de 1979(D), 138, 2da. parte, de la Constitución de 1993 en vigencia, y 14 del vigente TUO de la LOPJ.
Esto quiere decir que la justicia constitucional determinada bajo el esquema o modelo anglosajón de la “judicial review” es, en realidad, una justicia constitucional subsidiaria, residual y fundamentalmente subjetiva. Subsidiaria porque sucede necesariamente a la tarea judicial ordinaria de los Tribunales de Justicia y donde esta facultad es discrecional del juez ordinario de poder hacer, además, de juez constitucional. Residual, porque la actividad de control constitucional que hace el juez ordinario está “añadida” a su tarea principal, donde el control constitucional indirecto y limitado al “caso concreto”, “interpartes”, nunca le puede relevar de su función de hacer “reparto” o “distribución de los bienes jurídicos tutelados” -cualquiera sea la naturaleza, dimensión o denominación de éstos- materia de la controversia judicial. Y subjetiva, porque la determinación de la constitucionalidad o no de una norma legal, que el juez ordinario puede hacer recreando su función judicial con la de “contralor concreto de la Constitución” sólo parte -como fuente- de la controversia de derechos subjetivos, de partes subjetivas, de sujetos del proceso judicial ordinario. Esto define a la justicia constitucional americana como una “justicia subjetiva” porque es el derecho de los sujetos, su derecho subjetivo concreto, determinado y determinable -y su actuación en una realidad determinable-, el que servirá de base y sustento del examen de constitucionalidad.
Como se puede apreciar, la justicia constitucional concentrada, o ad-hoc, bajo el modelo kelseniano, y que corresponde al Tribunal Constitucional es un ejercicio constitucional, mental y metodológico absolutamente opuesto al anterior. Son entonces conceptos antitéticos, hasta opuestos. Y ello surge así desde la no receptividad del sistema americano en la Europa de finales del Siglo pasado e inicios de la presente Centuria (la doctrina francesa la llegó a denominar la “dictadura de los jueces” aludiendo a su no legitimación directa), y que se hacen sobre la base de metodologías opuestas. No cabe hacer un juicio valorativo, axiológico, de cualidad de la una sobre la otra, ni viceversa; simplemente cabe enunciar sus diferencias objetivas. Mientras aquélla es subjetiva, esta es abstracta puesto que no requiere de contención subjetiva ninguna, ni se hace en sede judicial. Mientras aquélla es para el caso concreto, esta es erga omnes. Mientras aquélla está difuminada entre todo el sistema judicial, con todas sus variantes, ésta se halla concentrada en un sólo órgano expresa y específicamente diseñado en la Constitución. Mientras aquélla surge del valor que determina el derecho en conflicto con la realidad, la realidad que enmarca su proceso judicial, ésta proviene de un examen objetivo de subsunción dentro de la simple confrontación de las interpretaciones del referente constitucional y de la interpretación de la norma dubitada. Tal diferenciación y antagonismo ya había sido puesto de relieve por Mauro Cappelletti y John Clarke Adams( ), cuando afirmaron que:
“Esta coexistencia, cuando no incluso conjunción, de modelos dispares, nos enfrenta a la necesidad de abordar una cuestión nada pacífica entre la doctrina: la compatibilidad o incompatibilidad del sistema difuso de control de la constitucionalidad con todos los sistemas jurídicos, esto es, con los sistemas anglosajones o de common law y con los de tradición romano-canonista o civil. (…) existe una incompatibilidad fundamental entre el control difuso de la constitucionalidad de las normas y los sistemas de tradición romanista. (…) la experiencia italiana y alemana anterior a la constitucionalización de sus respectivos Tribunales Constitucionales revela la desadaptación del modelo difuso respecto de los países con sistemas jurídicos de derecho civil. Entre los varios argumentos esgrimidos en defensa de (esta) posición (…) (se) advierten (los riesgos) que el método difuso pueda conducir a una grave incertidumbre y confusión cuando un Tribunal decide aplicar una ley y otro la considera inconstitucional. Esta inseguridad es salvada en los sistemas jurídicos del common law mediante el recurso a la doctrina del stare decisis (…). Cuando el principio del stare decisis es extraño a los jueces en los sistemas jurídicos romanistas o de derecho civil, (…) un método de control de la constitucionalidad que permita a cada juez decidir sobre la constitucionalidad de las leyes, puede conducir a que una (misma) ley pueda ser inaplicada por algunos jueces por inconstitucional y ser considerada aplicable por otros jueces en sus decisiones.”
Si lo anterior es así, cabe concluir que el Tribunal Constitucional no puede, ni debe, ejercer la judicial review cuando conoce de una acción de inconstitucionalidad de las leyes, por ser esta abstracta, por áquella pertenecer (la judicial review) a la competencia exclusiva y excluyente del Poder Judicial conforme a la segunda parte del Art. 138 de la Carta Constitucional, inequívoca y sistemáticamente situado dentro del Poder Judicial (lo que la Constitución reserva expresamente para un órgano, veda implícitamente para otro). Por otro lado, las competencias constitucionales no se pueden analogizar, ni extender, pues deben ser taxativas y son excepcionales -ver el principio general del derecho contenido en el Art. IV del Tit. Prel. del Código Civil-. De lo contrario, si se asumiera que al Tribunal Constitucional le corresponde algo que está reservado expresamente para el Poder Judicial ¿No se consagraría peligrosamente con ello el precedente que la sagrada y exclusiva facultad del Tribunal Constitucional de deponer de modo directo las leyes contrarias a la Constitución puede también ser extendida a cualesquiera otro órgano del Estado aunque no esté designado por la Constitución para ello? Finalmente en cuanto a este punto, es deber racional reconocer que la doctrina del Tribunal Constitucional en la Justicia Constitucional Ad-Hoc o Concentrada es mucho más poderosa, excelsa y directa en la defensa de la Constitución, en tanto que el control constitucional del Poder Judicial es derivado subsidiario y mediatizado al caso concreto. Por eso mayoritariamente la tendencia moderna opta sin ambages por el sistema del Tribunal Constitucional en el modelo de justicia constitucional concentrado o Ad-Hoc antes que por repetir la fórmula jurisprudencial de la “Judicial Review” basada en el Poder Judicial, no siempre dispuesto o en aptitud de repetir el modelo norteamericano, con sus alcances y limitaciones, y no siempre dotados de la ventaja comparativa que el sistema del “Stare Decisis” , o de precedente vinculante como fuente principal de derecho, confiere a la sentencia judicial en el “Common Law”( ).
Sin embargo, lo anterior no opera igual en la competencia del Tribunal Constitucional para conocer de la Jurisdicción Negativa de la Libertad (Art. 202, Inc. 2 de la Constitución), dado que en dicha facultad, expresa, pero excepcional por cierto, implica el necesario control de parte de la tarea judicial en el funcionamiento de las acciones de garantía constitucional siempre que hayan sido denegadas al pretensor por el Poder Judicial y siempre que al mismo tiempo medie Recurso Extraordinario de Revisión (Art. 41 de la LOTC). Esto significa que en la facultad excepcional de la jurisdicción negativa de la libertad el Tribunal Constitucional realiza una tarea judicial antes que una función de controlador de la actividad judicial, la de control directo de la constitucionalidad de las leyes. En el primer tal caso, sí hay un caso concreto, sí hay partes adversarias y sí hay derechos subjetivos en controversia (no se debe olvidar que las acciones de garantía sólo son procedentes frente a la violación de derechos constitucionales de orden subjetivo, y con legitimación activa real, vigente y existente). Por ello, como aparece obvio, en la jurisdicción negativa de la libertad el Tribunal Constitucional sí tiene, bajo las características ya señaladas, la facultad de la judicial review como derivación judicial (reconducción del Poder Judicial) de la facultad de control sobre las acciones judiciales de garantía, lo que no se debe confundir en ningún momento, ni por cierto ignorar( ), con las verdaderas competencias del Tribunal Constitucional, dentro de una actitud de autocontrol de sus poderes o self restraint que ha caracterizado siempre la actividad y funcionamiento del Tribunal Constitucional en el ejercicio de sus poderes explícitos e implícitos.
IV
Entonces, no hay actividades constitucionales más opuestas que la judicial review y el control concentrado de la constitucionalidad de las leyes, por lo que es necesario determinar siempre con claridad y acierto sus fronteras. Pero al mismo tiempo, hay que establecer bien sus canales de contacto, sobre todo en un sistema como el peruano en donde confluyen ambos al mismo tiempo y en el mismo espacio constitucional (Arts. 138, 2da. parte, y 201 de la Constitución) en lo que la doctrina constitucional peruana ha venido en denominar “sistema dual” o “sistema mixto”( ). Diríamos, junto con GARCIA BELAUNDE( ) que estos canales de contacto son, pues, básicamente dos: i) El control del Tribunal Constitucional sobre la labor del Poder Judicial en la denominada “Jurisdicción Negativa de la Libertad” de la que ya hemos tratado; y, ii) En la vinculación constitucional que se estatuye por mandato del Art. 39 de la LOTC respecto del Juez del Poder Judicial frente a un fallo del Tribunal Constitucional, en el que la facultad de la “Judicial Review” cede paso por coherencia necesaria y razonable frente a la cualidad mayor y efecto mandatorio en cuanto a la interpretación constitucional de una decisión del Tribunal Constitucional y por mandato propio de la Constitución Política del Estado( ).
Bajo los parámetros antes expresados, ¿Cabe admitir la posibilidad de que el Tribunal Constitucional pueda hacer un juzgamiento de constitucionalidad en la segunda parte del Art. 4 de la LOTC, tal como en su momento se le demandó, no sin acusar una débil perspectiva constitucional y política. La respuesta es rotundamente afirmativa, pues nada hay en la Constitución que impida al Tribunal Constitucional juzgar la ley del Congreso que le organiza y desarrolla a la luz de la Constitución, desde el punto de vista del Congreso claro está, si es que eso le es demandado conforme al procedimiento pre-establecido, como es precisamente lo que se hizo en el caso de la Acción de Inconstitucionalidad contra el número de votos necesarios para lograr la sentencia estimatoria de inconstitucionalidad de las leyes.
¿Puede el Tribunal Constitucional ingresar al análisis valorativo de los intereses -contrapeso de valores- y condicionamientos que el Congreso ha tenido en cuenta para legislar en su Ley Orgánica un sistema de votación como el que se halla vigente? La respuesta también es indudablemente afirmativa, pues no hay duda que el Tribunal Constitucional, al hacer interpretación constitucional autorizada o “auténtica” (en tanto vinculante y obligatoria erga omnes), hace al mismo tiempo, sin duda alguna, un “control político” de los actos normativos con rango de ley del Congreso( ). Si lo anterior es así, cabe entonces que el Tribunal Constitucional ingrese al análisis de razonabilidad del legislador -cuyos actos está llamado a controlar- en el establecimiento del sistema de quórum y votación sobrecalificada que ha señalado para formar la legitimidad en la decisión de sacrificar una ley, disponiendo su directa derogación, por vicio de inconstitucionalidad.
¿Cabe entonces razonar si esa exigencia ha sido puesta -o impuesta- por el legislador para lograr realmente una legitimidad calificada y necesaria en la decisión del Tribunal Constitucional y en la trascendencia de su consecuencia, o si aparece en el texto de la ley con el objeto y la intencionalidad evidente de impedir de modo real el funcionamiento del Tribunal Constitucional, abrogando e impidiendo por esa vía indirecta el ejercicio de la función de control que la Constitución impone y exige, esto es, abrogando indirectamente el postulado constitucional que determina la existencia (y, por ende, el funcionamiento “eficiente”) del Tribunal Constitucional?.
Como ya se ha señalado, en el Proyecto de la LOTC( ) -Proyectos de Ley Nos. 1419/94 y 1421/94- se establecía para el Art. 4, en la parte pertinente al número de votos conformes necesarios para lograr la voluntad legítima del Tribunal Constitucional para poder deponer una Ley del Congreso (o para inadmitir una demanda de inconstitucionalidad), esto es, para hacer eficaz la labor de “control” de la Constitución, sea derogando de modo directo y con efecto erga omnes una Ley de la República, sea negando el acceso al Tribunal Constitucional a los taxativamente legitimados para ello, un total de cinco sobre siete votos, que es el número tasado de Magistrados existentes y válidamente posibles en el Tribunal Constitucional. Una mayoría de cinco sobre siete es conocida o denominada “Mayoría Calificada” puesto que es más alta que la conocida como “Mayoría Absoluta” (la mitad más uno, o más de la mitad; p.e. cuatro sobre tres como la que se exige en la actuación del Tribunal Constitucional en la “Jurisdicción Negativa de la Libertad” (Art. 202, Inc. 2do. de la Constitución). El esquema de cinco sobre dos es, en un total de siete, aritméticamente superior en poco a la exigencia de dos tercios. Con ello, el legislador del Proyecto de LOTC repetía, en gran parte, el esquema que la Ley 23385 (LOTGC) había planteado, en consonancia con el mandato de la Constitución de 1979(D) (Art. 303), para formar la legitimidad necesaria de dos tercios como mínimo para lograr la convicción jurídico-constitucional vinculante del entonces Tribunal de Garantías Constitucionales.
En este punto, cabe entonces preguntarse válidamente ¿Qué razón constitucional podría haber tenido el Congreso para elevar el presupuesto del Art. 4to. del Proyecto de LOTC para hacer la voluntad legítima derogatoria por parte del Tribunal Constitucional frente a una Ley dubitada que se considere inconstitucional?. Dicho de otro modo, si bien la determinación legislativa es libre para desarrollar la Constitución, bajo sus parámetros, y sujetar a los demás órganos constitucionales a la Constitución reinterpretada por la Ley del Congreso, ¿El carácter de arbitrio discrecional del legislador puede ser objeto del control con que el constituyente ha dotado en poder al Tribunal Constitucional?; o, por el contrario, ¿El control de la Constitución de que trata el Art. 201 de la Carta Política sólo puede ser efectuado a-posteriori y no en el íter-legislativo, esto es, no en el proceso formativo de la voluntad del legislador, la que se halla fuera del control constitucional por parte del Tribunal Constitucional?.
Para absolver estas interrogantes, débese considerar que en materia de interpretación constitucional, dentro de un proceso de inconstitucionalidad de la ley, el Tribunal Constitucional -como ya se ha dicho- es el supremo intérprete de la Constitución en la medida de que: i) no hay órgano del Estado que le pueda anteponer otra interpretación a la culminación del proceso constitucional (Arts. 35, 36, 37, 39 y Primera Disposición General de la LOTC); y, ii) No hay órgano del Estado que pueda deponer una interpretación constitucional del Tribunal Constitucional en una acción de inconstitucionalidad de las leyes, lo que sólo queda reservado exclusiva y excluyentemente al propio Tribunal Constitucional (Art. 55 de la LOTC).
Si lo anterior es así, no cabe excluir al proceso formativo de la ley -íter legislativo- de la labor y tarea de control del Tribunal Constitucional, máxime si como en la presente causa lo que se ha solicitado es la derogación de la segunda parte del Art. 4to. de la LOTC en cuanto el Congreso Nacional exige, por medio de la ley, que la voluntad legítima del Tribunal Constitucional se forme con la suma conforme de, cuando menos, seis de los siete votos posibles ante el Tribunal Constitucional. Y no es del caso referirse ahora a si el Tribunal Constitucional puede o no revisar su propia ley de desarrollo, pues ya se ha visto que ello sí es posible( ), tanto como lo es que ingrese al proceso formativo de la ley bajo control para, a sus vez, establecer el control de este proceso formativo y determinar a partir de allí la existencia o no de causal de inconstitucionalidad que permita válida y legítimamente amparar o desestimar la demanda de inconstitucionalidad, sin perder de perspectiva que el propio atributo constitucional con que está inmensamente dotado el Tribunal Constitucional en un Estado de Derecho le impone el deber y la obligación de partir de la presunción de constitucionalidad y legitimidad de la norma dubitada, por el principio de la Lealtad a la Constitución que el Tribunal debe guardar escrupulosamente, y que debe procurar lograr la interpretación de la ley dubitada a la luz de la Constitución, procurando una interpretación armónica que le permita su supervivencia adecuada en el sistema jurídico.
Aparece evidente que el legislador no ha optado, en la elevación del número legal de votos conformes y legítimos para la declaración de inconstitucionalidad de la ley, y posterior derogación, por la búsqueda de un mayor consenso, y de una mejor legitimidad, ni tan siquiera por el telos de que el acto de inconstitucionalidad producto de la labor de control de mayor profundidad; aparece evidente que esta obligación, gravamen constitucional en el mejor sentido jurídico de la expresión, ha sido procurar evitar que la labor de control de haga eficaz, pueda llevarse a cabo, dada la conformación política del Tribunal Constitucional en su origen (Art. 201 in-fine de la Constitución Política del Estado), la obligación al consenso necesario en el Partido de la Mayoría que no reúne, per se, 80 de los 120 votos disponibles en el Congreso Nacional, las evidentes dificultades para lograr ello( ) que motivaron, inclusive, la dejación del sistema electoral inicialmente planteado y la promulgación de una ley específica para solucionar esta temática. Al revisarse, estudiarse y meditarse sobre ello, y revisar las intervenciones de los Señores Congresistas, aparece con evidencia que la limitación que se impuso en el Art. 4to., segunda parte, de la LOTC (como en su momento la supresión a la mención “Supremo intérprete de la Constitución” del Art. 1 del proyecto de la LOTC en pleno debate parlamentario, provenientes ambas de la misma mano, no tuvo otro objeto que impedir el adecuado funcionamiento del Tribunal Constitucional. Planteado de otro modo, el Congreso de la República, en su mayoría política, no elevó el número legítimo de votos conformes para lograrse válidamente la determinación de la inconstitucionalidad de una ley con el propósito de proteger la legitimidad de la ley, o de reforzar la labor de control del Tribunal Constitucional a fin de que sus pronunciamientos límites en caso de inconstitucionalidad sean suficientemente legítimos, sino que evidentemente tuvo la intencionalidad de paralizar y esterilizar esta labor de control que es imperativo de la Constitución. En consecuencia, en este punto, cabe hacer la siguiente reflexión:
“resulta siendo lo mismo que -pese al postulado constitucional en contrario- nunca se forme el Tribunal Constitucional en el Perú, en claro incumplimiento de un postulado expreso que ordena a todos hacer efectivo dicho imperativo; que existiendo éste la ley le impida irrazonablemente su adecuado funcionamiento bajo el argumento legalista del número irrazonable de votos exigidos para la legitimidad de su decisión, dado que esa irrazonabilidad se sustenta en la razón de que, precisamente, nunca llegue a funcionar de modo adecuado”.( )
Dicho esto en otras palabras, resulta tan inconstitucional la premisa en la cual nunca se estatuya el Tribunal Constitucional incumpliéndose un mandato directo en ese sentido, o que estatuido éste incumpla flagrantemente con sus expresos deberes renunciado de modo bochornoso a sus fueros constitucionales, que existiendo la Institución, la desorbitada exigencia de la ley sin razón admisible estatuya un número inalcanzable de votos que frustre su labor de control debido -precisamente- a su sistema político de elección y al dominio absoluto que por sobre ello la Mayoría del Congreso ejerce de modo evidente, Mayoría que será la destinataria natural de la labor de control del Tribunal Constitucional en la revisión de sus leyes aprobadas y vigentes. En ello no hay duda, y el Tribunal Constitucional se halla en la facultad de realizar tal inferencia y determinar esta conclusión como válida en el presente caso.
Como Tribunal Constitucional está obligado al cumplimiento del Debido Proceso Legal como garantía del buen razonamiento, o del juicio de razonabilidad, bajos las premisas consagradas en el inc. 3ero. del Art. 139 de la Constitución Política del Estado que escapa, como lo tiene determinada la doctrina sobre la materia desde hace tiempo, a los límites judiciales, jurisdiccionales o meramente procesales. El Due Process of Law surge como una institución anglosajona (consagrado en las Enmiendas V y XIV de la Constitución de los EEUU) que trata de los principios y derechos del órgano tutelador a fin de que su decisión sea legítima y aceptada por la razón y el derecho( ). Pero al lado de este concepto, íntimamente ligado con el buen razonar de un Pater Familias, ha surgido el concepto del Sustantive Due Process en la Suprema Corte Federal de los Estados Unidos, donde el razonamiento judicial echa mano a la razón, o principio de razonabilidad, a fin de determinar la existencia de una inconstitucionalidad o no, usando como criterio, por ejemplo, el Contrapeso de los Valores (Value-Oriented School of Jurisprudence), el Balance de los Intereses (Balancing of interest), los Derechos Fundamentales de Preferencia (Preferred Freedoms). Es menester entender como el concepto del Debido Proceso Legal (Due Process Of Law) ha sido desarrollado en un sentido sustantivo, más cerca de la razonabilidad, el consenso, la tradición (historia), las necesidades del mercado actual, etc.; de manera tal que la legislación bajo revisión afecte de manera significativa a los derechos constitucionales en discusión, que estarán determinados por el método interpretativo a ser utilizado por ésta en su examen de aquella legislación sub-júdice y sometida al test de constitucionalidad( ), llegando por ello a la determinación de que compete al Tribunal Constitucional el otorgar o no una adecuada Tutela Constitucional Razonable.
En este punto, poco importa lo que sobre el sistema de votación nos habrá de decir el sistema comparado. Siendo el número de votos para lograr la legitimidad de la declaración del Tribunal Constitucional un arbitrio del legislador, este arbitrio puede ir desde la unanimidad hasta la mayoría simple, y ello en abstracto no es ni bueno ni malo, ni óptimo/deseable ni conveniente/deseable. Lo que conviene determinar es si cualquiera de estos, conectado con el sistema de elección de los Magistrados hacen del resultado uno que sea acorde con la misión de control que la Constitución exige de la tarea del Tribunal Constitucional. Expresado esto en otro sentido: si el Tribunal Constitucional sirve para el control de la constitucionalidad de las leyes, y si las leyes del Congreso de la República las controla el Tribunal Constitucional, si es el propio Congreso de la República el que perfila y define los componentes subjetivos del Tribunal Constitucional y sus procedimientos objetivos, aparece evidente que difícilmente el Congreso habrá de facilitar el cumplimiento del control en su real dimensión jurídica y constitucional, pues es viejo el aforismo de la ciencia política, que en su momento Montesquieu acuñara en sentido inverso en su célebre “L´esprit des Lois”, que el “poder nunca se controla a sí mismo”.
Resultaría pues incompatible con el enunciado constitucional contenido en el Art. 201 de la Carta Constitucional, que define al Tribunal Constitucional como el “Organo de Control de la Constitución” -con todo lo que ello significa- la exigencia irrazonable contenida en la segunda parte del Art. 4to. de la LOTC, máxime si con ello esta labor de control no se podrá ejercer adecuadamente, como ya se ha visto en la Sentencia No. 001-96-I/TC y se dejó constancia de ello; ya que el ejemplo de la determinación de las inconstitucionalidad allí declaradas por unanimidad fueron la excepción -y así deben de leerse sanamente- y el género fue la imposibilidad de la determinación de la inconstitucionalidad por ausencia de los votos legítimos requeridos.
No es del caso discutir bizantinamente sobre la imposición de la minoría sobre la mayoría, ya que la ley dubitada no ingresa neutra al proceso de inconstitucionalidad y donde ésta tenga que probar su constitucionalidad. Sucede al revés: la ley ingresa constitucional y con presunción Iuris Tantum de validez y legitimidad, y estas presunciones jurídico-constitucionales deben ser destruidas en el proceso de inconstitucionalidad, a petición de parte o ex-officio por el Tribunal Constitucional, para ser condenada a la extinción por derogación directa conforme la facultad de que está investido (Art. 204 de la Constitución).
Por lo tanto, resulta ocioso ingresar al innecesario análisis de qué es mayoría y qué minoría; bástenos para el efecto determinar que si, conforme a ley, no se logra la mayoría legítima para formar la voluntad del Tribunal Constitucional en el acto derogatorio de una ley, pues tal voluntad es inexistente y la ley se irá del Tribunal como ingresó, con presunción de constitucionalidad y de validez, sólo que esta vez esta presunción será Iuris et de Iure por los efectos de la cosa juzgada y la limitación objetiva a los jueces del Poder Judicial, en el supuesto de que la misma ley tenga efectos subjetivos que deban ingresar a la evaluación judicial de la judicial review, facultad que en este caso cede paso, por la mínima coherencia que exige el sistema de justicia constitucional en el Perú, a la cosa juzgada de que trata el resultado objetivo del Tribunal Constitucional. Pero ello no debe ser atribuido a la minoría relativa del Tribunal Constitucional, sino a la realidad del sistema de justicia constitucional y a los efectos naturales de la coexistencia de dos modelos o sistema incompatibles en la teoría pero realidad palpable en nuestro Ordenamiento Jurídico.
La exigencia de una mayoría calificada en un órgano colegiado implica la exigencia de la ley de una legitimidad en la decisión y en las consecuencias del colegiado. Así funciona en el Poder Judicial, en la Corte Suprema concretamente, en las sociedades privadas para determinados actos (los aumentos de capital o las fusiones, p.e.), en las decisiones del Congreso de la República para determinados actos (leyes orgánicas, nombramientos con legitimidad popular derivada, p.e., Defensor del Pueblo, Magistrados del Tribunal Constitucional, levantamiento del veto presidencial parcial sobre las leyes, etc.), y así sucesivamente. no es ese el caso. En el presente caso, tomado en su particular contexto, aparece evidente que esa exigencia transpone los límites de la necesaria y privilegiada legitimidad o razonabilidad, para ingresar frontalmente a los límites de la arbitrariedad y la irrazonabilidad cuya finalidad (telos) no es otra cosa que impedir legalmente la adecuada función de control de este Tribunal Constitucional, en el hoy y en el ahora, en las actuales circunstancias de la sociedad peruana y de nuestro desarrollo democrático de derecho, punto que es menester tomar en cuenta en nuestra interpretación constitucional( ). Dicho de otro modo: no interesa realmente en el “test de razonabilidad” que debe hacer el Tribunal Constitucional si hay exigencia legal “sobrecalificada” o aún “unanimidad” si tal fuera el caso, ni tan siquiera si la ley se limita a exigir “mayoría simple”, ya que si la mayoría calificada o la unanimidad no fueran óbice a la tarea de control, entonces no habría inconstitucionalidad alguna; y si por el contrario la mayoría simple tampoco permitiese adecuadamente la tarea de control de la Constitución que se impone al Tribunal Constitucional, también sería inconstitucional, pues no es el método lo que importa (ni es lo que debe pasar el test de razonabilidad) ni lo que debe de juzgarse constitucionalmente, sino es el resultado y su finalidad es lo que importa en un juzgamiento constitucional. Tampoco importa a este juzgamiento las consecuencias del vacío legal que por cargo de esta decisión se generará, ya que ello será materia de su solución en su momento determinado y este no es lugar pertinente para ello, siendo que las consecuencias jurídicas o políticas de una decisión así debe augurar los mejores parabienes en aras de contribuir a la consolidación institucional del país y al afianzamiento del Estado de derecho y reforzamiento de sus instituciones, el acatamiento y materialización de los principios autoaplicativos e informadores de la Constitución Política del Estado. La conciencia debe quedar tranquila y el espíritu calmo en la convicción de que con una decisión así, se está cumpliendo con un mandato constitucional, y en consonancia con la conciencia y espíritu de hombres y mujeres de derecho que no puede ser cohonestado por los temores de las consecuencias del acatamiento irrestricto a la Constitución.
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