JEFE DE ESTADO-JEFE DE GOBIERNO

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AQL-JEFE DE ESTADO - JEFE DE GOBIERNOLa Constitución de 1993 en vigencia, repitiendo y mejorando el modelo de su antecesora de 1979(D), recoge un modelo presidencialista atenuado donde el Presidente de la República es, al mismo tiempo, jefe del Poder Ejecutivo, jefe de Estado, representa y personifica a la Nación. Pero, al mismo tiempo, reconoce la figura del presidente del Consejo de Ministros (premier) quien, como jefe del gabinete ministerial, es designado libérrimamente por el Presidente de la República y propone a éste el nombramiento de los demás ministros. Por lo menos, es lo que en papel dice…

El premier debe pedir el voto de investidura al Parlamento dentro de los 30 días siguientes a su nombramiento a fin de exponer y debatir la política general que el Ejecutivo habrá de desarrollar describiendo las principales medidas que adoptará su gestión, haciendo de ello “una cuestión de confianza”. Alcanzada esta, proseguirá su camino hasta que sea renunciado o censurado.  De no lograrlo se produce una “crisis total del gabinete” debiendo renunciar de inmediato, dando paso a que el Presidente nombre a un nuevo Premier y, con éste, a un nuevo gabinete en el que algunos ministros pueden repetir el plato, no así el Premier ya que en él recae la negación de confianza.

Esto tampoco nos hace un régimen parlamentario pero nos acerca a los controles inter-órganos (al decir de Loewenstein) activados por la Constitución entre el Ejecutivo y el Legislativo.

Esto pone nuevamente sobre el tapete la necesidad de contar con un “Jefe de Gobierno” diferente del Jefe de Estado. Es decir, la necesidad de tener a un Premier empoderado con más control y protagonismo en el manejo del Ejecutivo, dejando en una línea posterior, para las grandes decisiones, al Presidente, preservando y protegiendo su figura y evitándole un innecesario desgaste ya que no debe estar en la inauguración de un caño de agua, ni en la primera piedra de una escuela rural, tampoco en la remodelación del Estadio Nacional, ni para la bendición de un nuevo avión de una línea aérea, ni –menos aún- en la apurada y falseta inauguración de un hospital inconcluso.

En la historia del Perú no ha sido fácil que nuestro presidencialismo aliente la figura del “Jefe de Gobierno” que proteja y sirva de eficaz pararrayos político de la labor presidencial. Desde los celos de Belaunde por la eficiente labor proactiva de Ulloa en su segundo mandato, hasta los diferentes primeros ministros anodinos, sin brillo ni lustre, escogidos (desde Fujimori en adelante) precisamente para no hacerle “sombra” al presidente, para no “opacar” su figura ni gestión, evitando crear un potencial competidor político y futuro candidato presidencial.

Ahora que es seguro que PPK será presidente tan solo un quinquenio, sin posibilidad legal ni real de continuación, en lo que será su último acto en la política activa (only one shoot), y habiendo madurado en algo nuestra clase política, es la oportunidad de replantearnos la necesaria y perentoria presencia de dos personajes: (i) Un “Jefe de Gobierno” que efectivamente sea tal, preservando y protegiendo al Presidente, siendo su principal ejecutor político, dejando la figura presidencial para los grandes tópicos del Estado evitando así su prematuro desgaste; y, (ii) Un “vocero presidencial” que evite que todos los días el presidente se vea asaltado por micrófonos, prensa e imberbes preguntones(as) que, siendo necesaria la labor de la prensa y la comunicación con el Presidente, ordene este trabajo, de parte y parte, precisamente para preservar la dignidad presidencial no solo de aquellas posiciones intransigentes y faltosas, sino también de exabruptos, molestias y naturales fastidios que luego le obliguen, de tanto en tanto, a pedir disculpas y a recular, o a alejarle, lo que también horada la prestancia del despacho presidencial. Como ocurre en lares democrática y políticamente más desarrollados.

Esto está perfectamente permitido y definido por nuestra Constitución, ¿Por qué no se ha hecho? Básicamente por el gran egocentrismo  narcisista que rodea el cargo presidencial y por los terrenales celos que hacen que el líder siempre esté rodeado, como Gulliver en Liliput,  de enanos que no le hagan sombra ni le opaquen, cuando precisamente el arte de gobernar es saber explotar del mejor modo, eficiente e inteligentemente, las potencialidades de los principales colaboradores haciendo resaltar las propias dotes de un verdadero líder. De eso se trata.

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