Elecciones en Kenia: vuelve el miedo a la violencia masiva
Sobre los comicios de hoy planea la sombra de 2007-2008, cuando 1.300 personas fueron masacradas. Está en juego la estabilidad no solo del país, sino de toda la región y parte del continente
La cuestión no es si habrá violencia o no, sino cuánta”. El analista político y experto anticorrupción John Githongo es poco optimista sobre el mantenimiento de la paz durante el proceso electoral que arranca este martes en Kenia. Razones no le faltan para pensar así: hubo violencia durante las nominaciones de candidatos de cada partido, la residencia del vicepresidente fue asaltada (sin consecuencias reseñables) hace diez días y el lunes de la semana pasada apareció en una morgue de Nairobi el cuerpo mutilado de Chris Msando, jefe de servicios informáticos de la Comisión Electoral keniana. Si esto fuera el prólogo de un libro, la novela tendría muchas papeletas para ser de terror.
Ante tal panorama, se ha aligerado algo el discurso tribalista y divisivo de los dos principales candidatos a la Presidencia, el actual mandatario, Uhuru Kenyatta (de la mayoritaria tribu kikuyu), y el eterno líder opositor, Raila Odinga (de una de las tribus más grandes, la lúo), quienes vuelven a enfrentarse por el cargo, como en 2013, unos comicios en los que prevaleció la calma pese a miedos como los que ahora inundan Kenia: largas filas en los supermercados para aprovisionarse de productos básicos, calles vacías, tiendas cerradas, gente yéndose de la capital y tráfico fluido (esto último, quizá lo más inédito de todo).
Porque en el recuerdo permanece la traumática oleada de violencia postelectoral de 2007-2008, cuando más de 1.300 personas perdieron la vida y unas 600.000 personas resultaron desplazadas de sus hogares huyendo de violaciones, asesinatos, robos, el incendio de sus casas y hasta circuncisiones forzosas. El entonces presidente, Mwai Kibaki (kikuyu como Kenyatta y que contaba con el apoyo de este) se medía en las urnas con Odinga por la jefatura del Estado. Odinga era favorito en las encuestas, Odinga lideraba el recuento y Odinga terminó por perder esas elecciones. La misión de observación electoral de la Unión Europea maquilló verbalmente que las votaciones habían sido un atraco: “La falta de transparencia y el número de irregularidades verificadas hacen dudar de la exactitud del resultado anunciado”. Solo en una circunscripción, las inconsistencias entre el recuento in situ y los datos llegados a Nairobi sumaban 25.000 votos más a favor de Kibaki, que fue declarado vencedor por la Comisión Electoral y juró el cargo en un acto medio a escondidas, a última hora de la tarde y sin dignatarios invitados ni gaitas.
Odinga levantó el banderín de fuera de juego, alegó tongo, se autoproclamó ganador de los comicios y animó a la gente a protestar. Miembros de la numerosas tribu kalenjin, entonces aliados de Odinga, se cebaron con los kikuyu en el Valle del Rift y éstos contraatacaron. Las chabolas de Nairobi, hogar de inmigrantes de las 42 tribus del país, ardieron. Más de mil muertos y nueve años después, nadie ha sido condenado por aquello. Y el hecho de que las causas del Tribunal Penal Internacional contra el actual presidente, Uhuru Kenyatta, su vicepresidente, William Ruto, y otros cuatro supuestos artífices de la violencia no llegaran a ninguna parte (de repente, hubo testigos que cambiaron de opinión; otros directamente desaparecieron sin dejar rastro), demostró una vez más que la impunidad es la norma en Kenia. Además, ahora, a diferencia de 2013, hay un presidente que opta a la reelección, en un país en el que las transiciones se tienden a atragantar. Las fuerzas de seguridad, los servicios de emergencia y la Cruz Roja se han preparado para cualquier escenario y las embajadas no han escatimado en mensajes de alerta a sus compatriotas.
Temor a los cambios que promete Odinga
De ganar Kenyatta, quincuagenario, el hombre más rico del país y eximputado por La Haya por crímenes de lesa humanidad, seguirá haciendo negocio con Occidente y China y desarrollando sus políticas liberales con su escaso talante y sin más ideología que la del billete. Odinga, de 72 años, es un antiguo filocomunista (llamó Fidel a uno de sus hijos en honor a Castro) vendido al liberalismo cuyas propuestas (por lo general, igual de vacías e irreales que las de su rival) tienen algunos puntos que merece la pena destacar.
Odinga se ha empeñado en sacar de Somalia las tropas kenianas a las que él mismo mandó como primer ministro de un gobierno de coalición nacional, con lo que los fundamentalistas islámicos de Al Shabab contarían con mayor margen de crecimiento de no rellenarse el hueco dejado por el Ejército keniano; en una ocasión dijo que reconocería Somalilandia –de facto independiente del resto de Somalia desde 1991, pero sin reconocimiento internacional alguno–, lo cual le costaría un buen enganchón en la Unión Africana; y sus mejores relaciones con el actual presidente tanzano, John Magufuli, servirían para revitalizar una maltrecha Comunidad de África Oriental y avanzar en los esfuerzos por estabilizar la región.
Quizá ahora puedas dejar de preguntarte por qué deberían importarte las elecciones en ese país de África oriental, muy similar a España en extensión y población, de los pocos más o menos estables en la zona, como hemos visto aliado en la lucha contra el terrorismo, zona de paso para petróleo y ayuda humanitaria, precario hogar de casi medio millón de refugiados de los países vecinos y casilla en el tablero de la expansión china por el mundo. O mucho más a ras de suelo: te deberían interesar estos comicios porque tal vez las rosas que le regalaste a tu madre provengan de allí, o igual el café o el té del bar de la oficina crecieran en suelo keniano o la luna de miel de tu prima vaya a tener como escenario la sabana del Maasai Mara.
Pero lejos de aquel paraíso de ñúes y leopardos, en Kibera, el barrio chabolista más grande de la capital, la sensación de victoria de Odinga está generalizada, lo cual tiene un lado peligroso en una de las zonas más calientes de la violencia de hace nueve años: el candidato opositor ha estado lanzando mensajes de desconfianza en la Comisión Electoral y en otras instituciones, lo cual podría llegar a usarse como justificación para la protesta de no estar conforme el votante de turno con el resultado. Por eso la radio y la televisión emiten casi en bucle canciones por la paz, la amistad y la fraternidad entre los kenianos, como ‘Daima’, una suerte de himno nacional no oficial en el que Eric Wainaina pide a los oyentes que se olviden de tribalismos. Porque, al fin y al cabo, la tribu es –en la mayoría de los casos– lo único que los votantes tienen en común con sus políticos.
En: elconfidencial