Las mañanas iluminadas de fuerte luz vespertina son muy comunes en el Norte. El sol se levanta justo debajo de tus pies y te despierta como si te encendieran una potente linterna en los ojos. Una vez espabilado y bien desgañitado, bostezas cual hipopótamo sabanero para luego a estirar tus extremidades como gato de faraón.
Esa iluminación, tan fuerte y calurosa, al rato me causaba un ligero dolor de cabeza desde mis ojos hacia la nuca y de paso me hacía sudar. Se suponía que el sol curaba todo y a lo mejor me estaba curando en aquél momento de agonía. Esperaba temblar y levitar, pero no. No importaba. El mejor remedio para ello era salir a comprar el pan para el desayuno en la famosa “casa del gato”. Una caminata mañanera caería muy bien y de paso vería al pequeño minino.
Abro la puerta mosquitera, coloco un pie fuera, entre la puerta y el marco, para aguantarla (es que la puerta tenía algo que la jalaba hacia el marco) y mientras calculaba los céntimos para comprar una buena cantidad de panes-cápsula y cachangas, escucho un sonido poco usual a unas cuadras de mi casa. Saco la cabeza y veo, nada más y nada menos a una vaca que, con torpes trancos respiraba con mucha fuerza con la lengua afuera, estaba huyendo de algo a sólo unos próximos 4 metros de la puerta de mi casa y de mi.
Inmnediatamente después de ver al mamífero desbocado le grité a mi madre que aún no iba a poder comprar el pan para el desayuno porque había “una vaca suelta corriendo frente a la casa” y que, por esa razón, podría ser peligroso salir. Ella no me creyó y me dijo que dejara de hablar huevadas tan temprano; de pronto apareció galopando un vaquero quien portaba una cuerda gruesa que colgaba de su brazo, mientras que con la otra extremidad se sostenía firme de las riendas. Seguramente iba camino a enlazar a la vaca loca. “Tocotoc, tocotoc, tocotoc” concertaban las sonoras pezuñas del brioso equino. Alucinante! nunca había visto una escena así tan de cerca, simplemente quedé sorprendido de ver algo así.
Cuando noté que los inusuales visitantes se habían alejado lo suficiente decidí salir a comprar el pan para el desayuno.
En sandalias caminé por la lustrosa vereda de cemento, doblé la esquina, pero luego, amables lectores, me podían ver regresando en presuroso correr hacia mi casa con una expresión en el rostro de “Puta madre, corre que no la cuentas!”:
Un toro gigantesco corría frenéticamente, como loco, respirando muy fuerte y con los cuernos en posición de ataque, bramaba y exhalaba tanto que su respiración se sentía a muchos metros, a eso añádanle un semblante enojado. Al parecer estaba persiguiendo a la vaca que yo había visto hace rato y escapando de los otros dos arrieros que lo perseguían gritando “Jo!, Jo!, Jei!” y golpeando las costillas de unas “brillantes mascotas de Héctor”. Ellos iban en posición inclinada y muy enojados, veloces: ¿20 km/h aproximadamente?.
Años después me toparía con una imagen similar en New York
Me fijé un poco y la mirada de los caballos le daban un aire sereno y solemne al momento. Pude ver los grandes y profundos ojos negros de esa bestia y su enormidad me hizo recordar a los demás toros sobre los que había escuchado: los de miura o los de creta junto con las espectaculares acrobacias que sus bípedos oponentes realizaban en sus lomos en vez de clavarles vistosas banderillas con agudas puntas ganchudas que hoy traspasan su carne.
Asimismo recordé la festividad de San Fermín en España donde no sólo habia que tener valentía sino unos enormes mangos piuranos en vez de bolas entre las piernas: Porque correr delante de un toro loco que te puede asesinar de un solo golpecito, podría ser algo posible sólo si estuviera desahuciado. Su altura y su fortaleza me hicieron ver que el ser humano no era nada y sin embargo, gracias a su inteligencia, tiene un privilegiado poder sobre los demás seres vivos (hacer viviendas con caca de burro por ejemplo).
Velocidad, fuerza, corpulencia y gran altura no eran nada si no fuera por la exclusiva organización del pensamiento. Entendí que la inteligencia objetiva era la clave en nosotros. Con este episodio (y no con Kant O Hegel), y en ese mismo momento, comprendí la importancia de la relación entre la razón y la frágil condición humana.