Estado: urgente cambio de chip, por Gianfranco Castagnola
“La administración pública está asfixiando a los ciudadanos y los funcionarios están atados de manos por sobrerregulaciones”.
Viene siendo frecuente escuchar anécdotas acerca de la irracionalidad a la que está llegando el formalismo y la sobrerregulación en el Estado Peruano. Un amigo nacido en el extranjero, que decidió nacionalizarse luego de su matrimonio, ha encontrado dificultades –irresueltas hasta ahora– por culpa de una tilde. Su expediente ha sido observado porque mientras su pasaporte consigna como su segundo nombre “Jesús”, en mayúsculas y sin tilde, su partida de matrimonio emitida en el Perú lo hace en minúsculas, con tilde.
Una ex funcionaria, que ha sido contratada para una consultoría corta por una importante entidad estatal, presentó su CV documentado, como es la norma hoy, pero el Ministerio de Economía y Finanzas lo observó: en el formulario, ella había consignado como profesión “abogada”, en femenino; pero, la copia de su título universitario decía “abogado” en masculino. El funcionario solicitó que se acercara nuevamente a llenar el formulario para que “todo coincida”. Como en el caso anterior, la consecuencia del formalismo es más tiempo y más gestiones.
Hay historias más dramáticas, como la del empresario que fue descalificado de un concurso público debido a que la renovación de su inscripción en el Registro Nacional de Proveedores había sido observada por una minucia. La consecuencia para él fue una injusta sanción de inhabilitación, y para el Estado, la pérdida de un honrado y eficiente proveedor (y de muchos más, que terminan espantados de la contratación pública).
Estas anécdotas reflejan la administración pública que ha encontrado el nuevo gobierno: un aparato estatal mucho más grande –no en vano entre el 2004 y el 2014 los ingresos fiscales se triplicaron y entre el 2011 y el 2016 la planilla aumentó en 74%–, pero mucho más ineficiente. La administración pública está asfixiando a los ciudadanos y empresas, y los mismos funcionarios están atados de manos y limitados en su accionar por miles de formalismos y sobrerregulaciones inútiles.
Es razonable y deseable regular temas relacionados al ambiente, la sanidad de los alimentos, la seguridad de las edificaciones, el mantenimiento del patrimonio nacional, entre muchos otros. Para eso está el Estado: para imponer normas que aseguren la convivencia segura y sostenible de las personas. Y también es razonable y deseable que el Estado se regule por normas que imposibiliten la corrupción. El problema es que los instrumentos escogidos para hacerlo son muy malos. La gran mayoría de normas emitidas para esos fines implica la entrega de muchísima documentación –en físico, por cierto, y de forma presencial–; la tramitación de más permisos y autorizaciones; y la realización de inspecciones y fiscalizaciones que pueden terminar en la imposición de sanciones desproporcionadas por el incumplimiento de exigencias meramente formales. Todo ello resulta muy oneroso y no asegura el logro de los objetivos de la regulación.
El nuevo reglamento de licencias de conducir constituye un buen ejemplo. Todos queremos que quienes manejan vehículos cumplan las reglas de tránsito y conduzcan de manera prudente. ¿Pero alguien cree, en su sano juicio, que vamos a lograrlo obligando a todos –los nuevos y los que deben renovar su licencia– a seguir un curso de 20 horas de mecánica y primeros auxilios? Lo que es descorazonador es que nadie, salvo una columnista, ha comentado este despropósito. Hemos perdido nuestra capacidad de rebelarnos ante los dislates de nuestros gobernantes.
El tinglado de mala regulación genera sobrecostos a la actividad productiva y eleva aun más la valla de ingreso a la formalidad. Asimismo, crea amplios espacios para la arbitrariedad y corrupción y promueve la aparición de negocios parasitarios, esto es, aquellos de proveedores y consultores (muchos de los cuales participaron previamente en la gestación de la norma) cuya existencia se debe exclusivamente a estas sobrerregulaciones, pues solo son capaces de vender sus servicios porque la ley les crea este mercado cautivo.
El gobierno tiene pocas balas para reactivar la economía. En el actual contexto mundial, la única receta disponible es el combo “destrabe-simplificación-desregulación-confianza”. Es decir, una mejor gestión del Estado y un mejor entorno de negocios que pasa por poner en marcha proyectos de infraestructura que han estado trabados por la indolencia de las autoridades del gobierno anterior, y apostar fuertemente por promover la competitividad y aumentar nuestra productividad, en un marco donde las encuestas empresariales y de opinión pública reflejan un renovado optimismo sobre nuestro futuro.
Las facultades legislativas que el Congreso otorgó ayer al Poder Ejecutivo dan el espacio para avanzar en esta dirección. Hay que examinar las regulaciones que están sofocando y paralizando a ciudadanos, empresas y funcionarios. Hay mucho por derogar y sustituir por normas más sensatas, construidas en función de objetivos realistas y pensadas no para los corruptos, sino para ciudadanos y funcionarios honestos. Pero este problema no se soluciona solo con normas. Se necesita un cambio de chip en nuestro Estado y este debe venir del más alto nivel político de nuestras instituciones. Sin su liderazgo, estaremos viendo más de lo mismo en los próximos años: un Estado de espaldas a sus ciudadanos.
En: elcomercio