A un año del golpe militar en Myanmar: una crisis sin fin

10:00 p.m. | 17 feb 22 (VTN/ECC).- En febrero de 2021, los militares derrocaron al gobierno civil de transición en Myanmar (o Birmania) y tomaron el poder. Desde entonces, más de 1500 personas han muerto en las protestas, 12000 han sido detenidas y 400000 han sido desplazadas. Hoy en día, se siguen formulando acusaciones contra la líder detenida, Aung Sang Suu Kyi. A un año del golpe militar en Myanmar, el cardenal Charles Bo, presidente del episcopado, expresó los sentimientos del pueblo y de la Iglesia, al tiempo que hace un llamado a la junta militar y a la comunidad internacional. Myanmar es “zona de guerra”, se necesita ayuda humanitaria: “necesitamos que no nos olviden”.

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El 1 de febrero, se cumplió un año del golpe de Estado en Myanmar. Un año de represión y de guerra entre la indiferencia y el olvido generalizados de la comunidad internacional. Según datos de la ONU, desde aquel fatídico día los militares han matado al menos a 1500 disidentes, y detenido arbitrariamente a otros 11787. De ellos, casi 9000 siguen en prisión a día de hoy. Y no menos de 290 opositores han muerto bajo custodia, seguramente a causa de las torturas infligidas. El golpe encabezado por el general Aung Hlaing puso ese día punto y final a una década de sueño democrático en la antigua Birmania. El país, de unos 55 millones de habitantes y más de 135 etnias, llevaba siendo gobernado ininterrumpidamente por el ejército (“Tatmadaw”) desde 1962. Las ansias de libertad de su población y la presión de la comunidad internacional se tradujeron en 2008 en una nueva Constitución y en la elaboración de una hoja de ruta que debía culminar con la celebración de elecciones libres.

Cuando estas finalmente tuvieron lugar en 2015, ni siquiera el control de los medios del Estado por parte del régimen pudo impedir la victoria de la Liga Nacional para la Democracia (NLD) de Aung San Suu Kyi, “la Mandela birmana”. La premio Nobel de la Paz 1991, la mujer que pasó 19 años en prisión por su compromiso con la democracia y los derechos humanos, compartió desde ese año tareas de gobierno con la junta militar, que se había asegurado por ley el control de los ministerios clave (los de la seguridad) y la cuarta parte de los escaños del Parlamento. Y ello le pasó factura, hasta el punto de que su imagen quedó tremendamente dañada en el exterior a raíz de la persecución de la comunidad rohingya (birmanos de religión musulmana) en el Estado de Rakhine, calificada por Amnistía Internacional como por la ONU como una “limpieza étnica” de manual.

La NLD volvió a ganar las elecciones en 2020 y debía haber asumido las riendas del país, pero los generales tenían otros planes y la transición se fue al traste. Hoy tanto Aung San Suu Kyi como el expresidente Win Myint, de su mismo partido, están en prisión. Aung, de 76 años, fue condenada el pasado 6 de diciembre a cuatro años de cárcel por un tribunal de Naypyidaw, la capital: dos por el cargo de sedición y dos por violar las restricciones del coronavirus durante la campaña electoral. La líder se afrenta aún a otros diez cargos, entre ellos los de corrupción y violación de secretos de Estado, que podrían acarrearle una condena de hasta cien años.


Represión y resistencia

Con una ley de ciberseguridad ya en marcha, que en las próximas semanas pretende controlar todas las formas de comunicación electrónica, el acceso a los datos y el bloqueo de los servicios de VPN que permiten superar los bloqueos ya establecidos, la vigilancia digital es sólo la última de las medidas represivas del ejército contra la población desde el 1 de febrero pasado. Además, dos periodistas murieron, otros fueron torturados en la cárcel, en una de las situaciones más difíciles del mundo en materia de libertad de información.

Mientras tanto, miles de personas han tomado las armas y se han unido a las Fuerzas de Defensa del Pueblo, el brazo armado del “Gobierno de Unidad Nacional”, formado por miembros de la Liga Nacional para la Democracia y las milicias étnicas que durante décadas lucharon contra los militares antes del periodo de transición, que terminó con el golpe de Estado de febrero. Una administración paralela que el pasado mes de septiembre declaró una “guerra defensiva” contra el ejército, en una tensión constante en la que a menudo los civiles pagan el precio, como en el caso de la masacre de las pasadas Navidades, cuando 38 personas, entre ellas mujeres, niños y dos trabajadores de Save The Children, murieron quemados en tres vehículos incendiados por los soldados.

Los llamamientos a la creación de corredores humanitarios que permita socorrer a la población civil han caído hasta ahora en el vacío. Según las últimas estimaciones de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA), se cree que los disturbios de Myanmar han sumido en la pobreza a casi la mitad de los 54 millones de habitantes del país, echando por tierra los notables avances conseguidos desde 2005. Se calcula que 14 de los 15 estados y regiones han superado ya el umbral crítico de la malnutrición aguda. La OCHA calcula que de los 54 millones de ciudadanos del país, 25 viven en la pobreza y 14,4 millones de personas necesitan ayuda humanitaria de un modo u otro: 6,9 millones de hombres, 7,5 millones de mujeres y 5 millones de niños.

 

Cardenal Bo insta a cristianos a ser “sanadores heridos”

Los obispos católicos del país insistieron en su cercanía al pueblo que sufre, instando a la Iglesia y a los cristianos a ser “el sanador herido” y un instrumento de paz. “Sentimos su dolor, su sufrimiento, su hambre; entendemos su decepción; entendemos su resistencia”, dijo el arzobispo de Yangon en Myanmar, el cardenal Charles Bo. “A los que sólo creen en la resistencia violenta les decimos que hay otros medios”, afirmó el cardenal, que también es presidente de la Conferencia Episcopal del país (CBCM). La gente vive en una atmósfera de miedo, ansiedad y hambre: “todo Myanmar es una zona de guerra”, precisó.

La ofensiva militar contra los manifestantes ha reavivado viejos conflictos entre los grupos rebeldes armados del país, especialmente en las regiones predominantemente cristianas habitadas por las etnias Kachim, Chi, Karen y Kayah. También han surgido varios grupos independientes de resistencia civil en defensa propia contra las atrocidades de la junta militar. Las iglesias que han ofrecido refugio a los refugiados que huyen de los enfrentamientos entre el ejército y los grupos armados están siendo objeto de ataques y bombardeos por parte de los militares. Se detuvo a sacerdotes y pastores, y se mató a muchos civiles desarmados, entre ellos cristianos.

Dirigiéndose a los líderes militares, el presidente de los obispos de Myanmar les aseguró que la Iglesia está comprometida con el bien del pueblo y la resolución pacífica de todos los problemas. El arzobispo de Yangon además lamentó que, tras “un periodo inicial de interés, Myanmar parece haber desaparecido del radar mundial”. Instó a la comunidad internacional a recordar a Myanmar y a ayudar al país en su lucha por la paz. Esto puede hacerse, explicó, poniendo fin al suministro de armas y garantizando un mayor acceso humanitario a los necesitados.

 

El papa Francisco y Myanmar

Francisco, que visitó Myanmar en noviembre de 2017, ha sumado muchas veces su voz al coro de llamamientos de todo el mundo para una resolución pacífica de la crisis en Myanmar. Su primer llamamiento fue el domingo 7 de febrero de 2021 cuando, tras el rezo del Ángelus, recordó con cariño su visita de 2017, asegurando a la gente su cercanía espiritual, su oración y su solidaridad. En su mensaje de Navidad Urbi et Orbi, el Papa rezó por Myanmar, donde “la intolerancia y la violencia golpean con frecuencia incluso a la comunidad cristiana y a los lugares de culto, y oscurecen el rostro pacífico de la población”.

Más recientemente, el 10 de enero, dirigiéndose al cuerpo diplomático recibido en audiencia en el Vaticano, el Pontífice dijo: “El diálogo y la fraternidad son más urgentes que nunca para afrontar con sabiduría y eficacia la crisis que afecta a Myanmar desde hace casi un año”, y en los primeros días de febrero, pidió por “la martirizada Myanmar” y aseguró que “no podemos mirar para otro lado” ante el “dolor por la violencia que está desangrando Myanmar. Me uno al llamamiento de los obispos birmanos, para que la comunidad internacional se involucre en la reconciliación entre las partes implicada”.

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