El camino y vocación de un sacerdote homosexual

5:00 p.m. | 26 jun 20 (CW/RD).- Un conocido medio católico le pidió al teólogo y sacerdote James Alison, reconocido por su trabajo pastoral con comunidades cristianas gay, un testimonio sobre el difícil camino que ha tenido que recorrer desde niño y luego parte de la Iglesia, como una persona homosexual. Muchos años atrás, la Congregación para el Clero le prohibió enseñar, predicar o presidir, sin embargo, en el 2017 una llamada del mismo papa Francisco le dio el aval y el impulso para continuar su labor de acompañamiento a una comunidad que sufre. Además de su testimonio, recogemos otras entrevistas que cuentan el diálogo con Francisco, su trabajo y su opinión sobre el trato de la Iglesia hacia personas homosexuales.

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Testimonio de James Alison (publicado en la revista Commonweal)

Me han pedido que reflexione sobre lo que significa ser un sacerdote abiertamente gay. Es difícil para mí contarlo, pero daría falso testimonio si no dijera que el trasfondo de toda mi vida en este aspecto ha sido de mentiras, y el camino de mi adultez una búsqueda más o menos desesperada de sacar la verdad entre las mentiras. De niño, mis padres me enseñaron la absoluta importancia de Jesús y del amor; sin embargo, en el mundo políticamente conservador, evangélico protestante, en el que me crié, mi “homosexualidad” era diametralmente opuesta a eso.

Cuando en 1969, a la edad de nueve años, aprendí lo que era un “queer” y supe que yo lo era, me emocionó de que hubiera una palabra para gente como yo, aunque al mismo tiempo me sintiera perdido y abandonado en un mundo en el que nunca sería aceptado. No podía imaginar un escenario de acompañamiento y compasión entre los adultos de mi vida, sólo su rigidez y probable rechazo.

En los años sesenta, mis hermanos y yo nos alistamos en la campaña de mis padres contra la peligrosa agenda anticristiana de la década y que, sin saberlo, yo era el enemigo interno. Desde ese momento supe que tenía que ocultar esta realidad sobre mí mismo para no dañar a otros con la maldad de mis deseos. También descubrí que lo mejor que podía hacer, sabiendo que me privaría para siempre de la aprobación, era ser tan bueno, de todas las maneras posibles, como la persona que nunca podría ser. Al mismo tiempo reconocí que tendría que convertirme en esta persona como de la nada, sin apoyo ni compañía.

En resumen: que debía ser en todo aspecto tan buen seguidor de Jesús como fuera posible, a pesar de que Jesús no me quisiera. Y en eso me convertí, en los siguientes diez años: ¡el perfecto fariseo! Con una velocidad asombrosa aprendí a imitar las respuestas “normales” de aquellos que tenían sentimientos y vidas “reales”, mientras que también era consciente de que no tenía derecho a nada, y que no podía aferrarme a nada como propio, ya que no existía un verdadero “yo”. Así, aunque sabía que mi forma de ser era una farsa -una construcción artificial-, al menos había limitado el daño que los sentimientos de una persona tan malvada (yo) podría causar a los que lo rodean.

También sentí, ya a esa edad, que nunca lograría mantener un trabajo estable, la indignidad y la inestabilidad se alimentan mutuamente para producir esa falta radical de confianza en uno mismo, que se esconde -no pocas veces- detrás de la máscara de un chico de internado. Eso ha marcado indudablemente mi sacerdocio.

En la universidad, diez años más tarde, padecí (sin ningún tipo de acompañamiento, médico o de otro tipo) lo que ahora se llamaría un brote psicótico. Y así comenzó a desmoronarse toda la estructura de vida que me había formado hasta entonces: universidad, contemporáneos, familia y país. Fue lo más cercano que estuve del suicidio. Mientras sentía que mi “yo” se disolvía y se hundía en un remolino interminable de disociación, la idea a la que me aferraba era “Serviré”. La idea realmente no sé de donde vino.

Mientras tanto, y sin que yo lo entendiera, la misericordia estaba llegando a mí lentamente. Porque, cuando era un niño, me había enamorado de un contemporáneo de nueve años en la escuela, sin tener, por supuesto, ninguna de las palabras para describir algo tan maravilloso o tan aterrador, sabía que el amor era algo diferente a las banalidades de mi educación religiosa.

Debido a que esto sucedió mucho antes de la pubertad, siempre estuve protegido de aquellos que más tarde intentaron hablar de la homosexualidad como algo relacionado principalmente con actos sexuales, en lugar de con el amor. Sabía que se trataba de amor mucho antes de saber que existían los actos sexuales. Esa misma misericordia, burbujeando silenciosamente a través de otra amistad, fue invisible hasta los dieciocho años, cuando se manifestó como una necesidad urgente de ser recibido en la Iglesia católica. Y ha estado conmigo a lo largo de los cuarenta años que han transcurrido, tratando de persuadir a que ese “yo” oculto, pueda existir, manifestarse..

Sin embargo, en la década de 1960, la palabra que había absorbido del mundo tal como era entonces, en relación con tan enorme y profundo amor, y el sueño de compartirlo con otro chico para siempre, era: “imposible”. Y es el tratar con esta terrible doble atadura -el amor y su imposibilidad, con esa imposibilidad aparentemente sancionada por Dios- lo que ha formado mucho de lo que me he encontrado intentando hacer y enseñar, como hombre y como sacerdote, desde entonces. He llegado a comprender que cuando Jesús dijo “nada es imposible para Dios” no estaba señalando que Dios puede hacer cosas superlativamente difíciles (como si “difícil” fuera un término útil en relación con Dios), sino que para Dios, nuestras dobles ataduras, imposibilidades en el deseo, no son nada. Que el reverso mismo de la imposibilidad es un aspecto definitorio de quién es Dios.

¿Por qué compartir como testimonio estos fragmentos de años pasados? Primero, porque no creo que sean únicos. En segundo lugar, porque tampoco creo que avanzaremos mucho en el imaginario enraizado de las familias -y sus diferentes paradigmas a futuro- sin trabajar a través de la experiencia vivida de los creyentes discriminados.

Esta experiencia ha significado hasta hace poco en el mundo occidental -y lo sigue siendo en muchas otras partes del mundo- la de sabernos enemigos involuntarios de todo lo que nos enseñaron que era bueno y verdadero para nuestros padres, los maestros, la iglesia y la sociedad en general. Nos han mentido aquellos que para nosotros representan a Dios. Nos han mentido sobre nosotros mismos y sobre Dios. Y nosotros mismos nos hemos convertido en esos mentirosos. Tanto es así que no ha habido forma de reconciliar el amor con el Evangelio excepto a través de la muy delicada tarea de aprender a diferenciar cuando nos engañamos -como todos los humanos-; cuando nos mienten; y cuando Dios está intentando infundirnos verdad y vida.

Además, el lenguaje, los sentimientos y las experiencias asociadas con la vivencia de esta realidad han sido, y siguen siendo para muchas personas, de una violencia bastante notable. Terror, pánico, infierno, demonización, abominación, perdición, incapacidad de confiar en los sentimientos, incapacidad de decir la verdad o de contarla a otros adultos. Una asombrosa gama de sensaciones -a partir de esas palabras- se ha vivido, a menudo sin ayuda, en el momento en que un joven apenas llega a la edad de votar. Y las consecuencias de haber sobrevivido ese doloroso camino acompañan a esa persona, incluso después de que haya aceptado la verdad de que su orientación sexual es una variante minoritaria no patológica de la condición humana, y que todo lo que ha vivido fue el remanente aterrador de una idea arcaica, discriminadora, de lo sagrado que no es de Dios.

Mentiras y violencia en el corazón de la vida familiar y eclesiástica. Ahí es donde comienza mi testimonio. Por designios de Dios, he recibido el encargo formal de vivir esta realidad como sacerdote. Esto ha significado permitir que esa terrorífica fachada de una persona que estaba construyendo, sea desmantelada por el amor y la misericordia, ya que estos han llegado a mi vida, casi invariablemente a través de medios aparentemente inapropiados. Y de esta manera vivo interiormente la redención de ese mundo de mentiras, de violencia y deseo para convertirse de alguna manera en un signo de que el apostolado de Jesús está todavía muy vivo y saludable.

También he aprendido que el fracaso es una de las obras preferidas de la gracia. Cuando leo las palabras de Jesús sobre el Buen Pastor, sé que en la misión que se me ha encargado, el lobo del que estoy más tentado a huir es la violencia y el odio mortal de los “vehementemente justos” de cualquier cultura, una violencia que se desata cada vez que hay una sugerencia de que tal vez después de todo las personas LGBT somos amadas tal como somos, y que nuestro crecimiento toma el camino de aprender a humanizar el amor empezando desde donde estamos. Por supuesto, uno de los lugares en la tierra donde este odio y violencia tienen una embajada favorita es el armario clerical católico.

Así que, para mí, aprender a “alimentar a mis ovejas” implica no huir del lobo. Correr el riesgo de ser asesinado por él, perder la legitimidad, la buena reputación, la posibilidad de servir; pero también esquivar sus ataques demasiado obvios, y no caer en su juego sucio. Más bien, enfrentarlo gradualmente para que pierda trascendencia, entender mejor sus artimañas y engaños, y de esa manera, encontrarme a mí mismo revivido como un genuino pastor, un hijo de Dios.

Espero que de esa manera aprenda lo suficiente para poder compartir con mis hermanos y hermanas el inconmensurable privilegio de todos mis años de servicio. Crear lo que Armistead Maupin llama nuestras familias lógicas, más que biológicas. A veces hay una superposición entre las dos, y a veces no. Pero ahora, a medida que el mundo de la “imposibilidad” se desvanece, incluso nosotros tenemos el poder de reconocer a alguien como nosotros y llamar “¡aquí por fin es carne de mi carne y hueso de mi hueso!”. Es mejor estar muerto que pretender lo contrario. La naturaleza cruzada del camino ha hecho posible que sepamos que es el Espíritu de la verdad el que nos impulsa cuando alzamos así la voz, que el amor resiliente ha sido puesto a prueba, y que las familias improbables ya están dando gloria a Dios, para quien crear es atreverse a ser verdadero.

Francisco, a James Alison: “Quiero que camines con plena libertad interior” (Alison en Religión Digital)

Ya entrado el actual pontificado, un cardenal en Brasil, incómodo por mi apostolado, invocó un cambio reciente en el derecho canónico e inició un proceso de laicización forzosa. Según parece, este cambio fue diseñado para permitir a los obispos limpiar de sus listas a los sacerdotes que se hubieran marchado para casarse, sin arreglar papeles, y que no contestaban a las cartas que se les dirigiera al respecto. No fue mi caso.

Poco más de un año después, recibo una carta en latín, de la Congregación para el Clero, informándome que me habían laicizado forzosamente y que me estaba prohibido enseñar, predicar o presidir. Y que la sentencia era inapelable. Bueno, hasta para alguien como yo, predispuesto a atribuir un cierto aire kafkiano a los procedimientos vaticanos, fue chocante encontrarme tangencial a un proceso en el cual no era necesario informar al procesado de los cargos contra él.

Tampoco se contempla que haya intervención de un abogado para el procesado, y hasta la sentencia final no necesita que la firme el sentenciado. Algo de preparación tenía para enfrentarme a las veleidades legales, y sabía, por lo menos a nivel de cabeza, que no debía permitir que tamaña violencia me afectara. Sin embargo, el mensaje de la Congregación fue aplastante: “tu ministerio sacerdotal no vale nada”, y esto me llevó a una profunda depresión.

Algunos meses después, algo mareado aún, tuve la oportunidad de compartir el asunto con mi maestro de novicios, ahora un obispo. Y su reacción fue inmediata: “Es absurdo, eres el tipo de gente que más necesita la Iglesia en estos tiempos. No le escribas al Papa, pues nunca le llegará, por los filtros. Voy a solicitar una audiencia privada, y yo mismo le pido que lo resuelva”.

Año y medio más tarde, y el obispo fue recibido en audiencia privada. Llevaba consigo una carta mía apelando aquello que la Congregación había tildado de inapelable. La carta señaló que todo el proceso olía a aquel “curialismo autorreferencial” tantas veces criticado por Francisco. Y que yo había hecho exactamente aquello a lo que nos instaba: evangelizar en una periferia existencial y “¡hagan lío!”. En la carta le expuse mi conciencia: que no podía reconciliar aquello que él mismo decía en público con lo escrito en el documento en latín que me fue enviado en su nombre. Y me proponía tratar este último como nulo, y seguir adelante como hasta ahora.

Le pedí, si fuera posible, regularizar mi situación, no como favor personal para mi, sino como parte de abrir en la Iglesia las posibilidades para que los ministros LGBT podamos hablar, predicar, y evangelizar en primera persona. Ya no atado por el “ellos” engañoso de la mendacidad clerical. De modo que, en mayo del 2017 la carta llegó a sus manos. El obispo, mi amigo, me contó más tarde que la reunión había sido cálida, el Santo Padre comprensivo con mis circunstancias, y que él había salido con la confianza de que algo se haría al respecto.

Para mi, pues, sería difícil imaginar algo más impresionante: lo inapelable se había apelado a la corte más alta que existe. Aun en el caso de que nada aconteciera después, mi caso quedaría perpetuamente sub iudice. Imaginaba que tal vez, de aquí a unos años, recibiría de un edecán una notificación para decirme que el asunto habría recibido su debida atención. Y comencé a respirar. Imagine: Años después de nuestra convivencia, mi maestro de novicios consideró que valía la pena atravesar un océano y arriesgar su credibilidad ante el Santo Padre por mi caso. ¡Qué regalo más extraordinario!

Durante el mismo período, había explicado la laicización forzada a un par de amigos que me habían invitado a dar charlas y a presidir en diferentes países. Les ofrecí abstenerme de presidir para que no tuvieran problemas por mi culpa. Inmediatamente y sin preguntas, los dos insistieron en que presidiera. Uno me dijo que, de tomar yo en serio la laicización forzada y el proceso antecedente -por no decir dejar que el asunto se hiciera público- el escándalo dado por el comportamiento curialista sería mucho mayor que cualquier escándalo que yo mismo pudiera provocar.

Y luego la llamada. Domingo 2 de julio de 2017, alrededor de las 3 de la tarde en Roma y Madrid. “Soy el papa Francisco”, “¿en serio?”, respondí, “no, en broma, hijo”. Pero era él mismo. El acento argentino, por supuesto. Pero sobre todo porque conociera el contenido de mi carta, a la cual se refería mientras me hablaba, me convenció de que no se trataba de una broma pesada.

Y luego esto: “Quiero que camines con plena libertad interior, siguiendo en el espíritu de Jesús. Y te doy el poder de las llaves, ¿me entiendes? Te doy el poder de las llaves.” Dije que sí, aunque pensándolo bien, ¿cómo cielos iba a entender el increíble don que me estaba dando? Siguió la conversación, con humor, y hasta con cierta picardía al hablar de amigos y conocidos en común. Después de que me instara a la discreción y a no causar problemas para los obispos buenos, terminó diciendo: “Rece por mí. Buscaré su dossier y me pondré nuevamente en contacto con usted”.

¿Cuál sería el significado de esta gracia extraordinaria? ¿Para mi, y para otros? Por lo menos, significa que la fuente del orden canónico no se encontró atada por la sentencia de su propia Congregación, pues me trató como sacerdote, dándome jurisdicción universal para escuchar confesiones (algo que hizo también, creo, para los misioneros enviados durante el Jubileo de la Misericordia). Es más, se estaba confiando en mí para actuar con libertad para hacerme, de manera responsable, el cura que ha estado en desarrollo durante todos estos años. Que, por primera vez en mi vida en la Iglesia, un adulto me había tratado como adulto, y ¡Santo Dios! ¡Tenía que ser el propio Papa quien actuara así!

Más recientemente, tuve el privilegio de consultar a un muy distinguido canonista sobre el significado de esto: el acto inmediato del Ordinario Universal al enviarme como un tipo de sacerdote clandestino de la misericordia. Se carcajeó de la risa y me dijo “canónicamente no tiene sentido alguno, pero… él sí hace estas cosas”. Me dio de veras un gran gusto ver que, a este canonista de muy alto vuelo, más que preocuparle, le deleitaba la libertad del Santo Padre.

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Fuentes:

Commonweal / Religión Digital / Foto: Revista Mensaje

 

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