Pandemia, Estado e Iglesia: pautas del Concilio Vaticano II

7:00 p.m. | 5 jun 20 (AM).- La crisis a todo nivel causada por la pandemia ha puesto luces sobre los vínculos entre Estado e Iglesia. En el Perú, desde el arzobispado, el llamado a los fieles es de respetar las normas del Gobierno (prohibición de celebraciones) para minimizar el contagio, aunque no faltan espacios eclesiales donde se busca desacreditar esas medidas, bajo la excusa de una incoherente libertad religiosa (contra el bien común).

Para inspirar una convivencia responsable se puede recurrir a la visión del Concilio Vaticano II sobre la religión, el Estado y el orden político. El Vaticano II puede guiar por un camino de compromiso público, formación de conciencia y testimonio auténtico del Evangelio de Jesucristo. Así lo plantea una reflexión del cardenal norteamericano Blase Cupich, cuyo país suma un estallido social a los estragos de la pandemia.

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Nuestra nación y nuestra iglesia se encuentran en un momento decisivo mientras reflexionamos sobre la cuestión crucial de cómo las comunidades religiosas pueden contribuir al bien común en una época de pandemia y de amarga división política partidista. Para la comunidad católica, la penetrante visión del Concilio Vaticano II sobre la religión, el estado y el orden político proporciona una orientación sin igual.

Una nueva visión de las relaciones Iglesia-Estado

Desde el principio, “Gaudium et Spes” (“La Constitución Pastoral de la Iglesia en el Mundo Moderno”) ofrece un nuevo enfoque de la actividad de la Iglesia en la esfera pública. Refiriéndose a la “Iglesia en el mundo moderno” en lugar de “y el mundo moderno”, el título del documento señala que la Iglesia existe en sus propios términos, no porque necesite el permiso de algún organismo o se le conceda un derecho. Como dice el decreto del Vaticano II sobre la actividad misionera de la Iglesia, “La Iglesia peregrina es por su propia naturaleza misionera” (“Ad Gentes”, No. 2). En otras palabras, su autonomía y libertad se derivan del hecho de que ha sido enviada, de que su propia naturaleza es misionera.

Además, si bien la Iglesia disfruta de su autonomía para actuar en el mundo, no compite con él. Estar en el mundo significa que la Iglesia viaja en solidaridad con toda la humanidad. Para que la Iglesia conserve su identidad como “signo sacramental e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (“GS”, Nº 42), debe haber un equilibrio adecuado entre su autonomía y su solidaridad con la humanidad.

Mantener ese equilibrio significa que, aunque la Iglesia no actúa como agente directo en el ámbito político, económico y social -no de la misma manera, digamos, que lo hacen los funcionarios electos-, su misión es iluminar estas dimensiones de la vida humana para “establecer y consolidar la comunidad humana según la ley de Dios” (No. 42). Como tal, cuando la Iglesia se compromete con el Estado, no debe limitarse a cuestiones explícitamente “religiosas”. Tampoco debe comprometer al Estado exclusivamente en cuestiones de interés propio, por ejemplo, la protección de las instituciones religiosas.

Más bien, debe involucrarse en todo lo que pertenece al bien común, lo que “incluiría la promoción y defensa de bienes como el orden público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y del medio ambiente, la justicia y la solidaridad” (De la nota doctrinal publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 21 de noviembre de 2002, “La participación de los católicos en la vida política”).

Y la proclamación de esos valores por parte de la Iglesia no es meramente institucional, sino que se manifiesta principalmente a través de las conciencias informadas de los ciudadanos católicos, que infunden los valores del Evangelio en la vida de la sociedad y del Estado.

La misión religiosa de la Iglesia se entiende mejor como una de servicio. La Iglesia ofrece sus enseñanzas sin pretender tener todas las respuestas, reconoce que cometerá errores y “sólo alcanzará su plena perfección en la gloria del cielo” (“Lumen Gentium”, nº 48). De hecho, la Iglesia respeta el conocimiento humano y “desea añadir la luz de la verdad revelada al acervo de la experiencia de la humanidad” (“GS”, Nº 33, y “Evangelii Gaudium”, Nº 241). Esta enseñanza conciliar corrige una actitud errónea hacia el mundo que se encuentra en alguna sociedad pre-conciliar, que veía a la Iglesia como apartada del resto de la humanidad y por encima de ella.

En virtud de la universalidad de la misión de la Iglesia, no está ligada a ninguna forma particular de cultura humana, ni a ningún sistema político, económico o social. Por el contrario, la “universalidad de la Iglesia puede ser un vínculo muy estrecho entre diversas naciones y comunidades humanas, siempre que éstas confíen en ella y reconozcan verdaderamente su derecho a la verdadera libertad en el cumplimiento de su misión” (“GS”, Nº 42).

En este espíritu, la Iglesia “advierte a sus hijos, y también a todos los hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios superen todas las desavenencias entre naciones y razas y den firmeza interna a las justas asociaciones humanas” (No. 42). Construyendo relaciones de confianza en la sociedad, la Iglesia no solo promueve la causa de la libertad religiosa sino que permanece fiel a la realización de su misión universal.

Como la Iglesia insiste en que su derecho al libre ejercicio “debe ser reconocido en el orden jurídico y sancionado como un derecho civil”, también reconoce que la libertad religiosa “no es de por sí un derecho ilimitado”.

Los límites justos del ejercicio de la libertad religiosa deben determinarse en cada situación social con prudencia política, según las exigencias del bien común, y ser ratificados por la autoridad civil mediante normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo” (“Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”, Nº 422; véase también “Dignitatis Humanae”, Nº 2). Una vez más, tenemos un ejemplo de cómo se logra un equilibrio adecuado entre la autonomía legítima de la Iglesia y su compromiso de trabajar en solidaridad con otros, incluidos los funcionarios civiles, en beneficio de la comunidad humana.

Consecuencias prácticas

La visión del Vaticano II sobre la Iglesia, el Estado y la política proporciona un camino seguro mientras enfrentamos los problemas de la pandemia y el partidismo que se están volviendo destructivos para nuestra unidad nacional. Los intensos debates recientes sobre la libertad religiosa versus el derecho del Estado a proteger la salud pública son un ejemplo clave.

Para la Iglesia, el derecho al culto público está en el núcleo de su misión e identidad. Del mismo modo, para el Estado, la protección de sus ciudadanos está en el corazón de su razón de ser. Con demasiada frecuencia, el debate público se ha centrado en estos conjuntos de derechos como si fueran absolutos.

Una forma de romper este aparente punto muerto puede encontrarse en el enfoque de “Gaudium et Spes” sobre el bien común, que reconoce el objetivo trascendente de cada una de estas reivindicaciones: el culto público y la defensa de la vida humana. Pero coloca esas afirmaciones dentro del contexto más amplio de todo la prosperidad humana.

No se puede ignorar ni la salud pública ni la defensa de la vida humana ni el derecho al culto público. Todo eso debe integrarse en el panorama más amplio de cuestiones que rodean nuestra respuesta a la pandemia, junto con el debilitamiento económico que el país está soportando, la vulnerabilidad de las personas mayores y las formas en que las personas de color están sufriendo desproporcionadamente durante esta crisis.

Las enseñanzas conciliares apuntan a la realidad de que la libertad religiosa a veces puede ser limitada por el Estado de acuerdo con las leyes que promueven el bien común, pero que tales limitaciones deben ser cuidadosamente circunscritas y vigiladas. El Vaticano II nos invita a una perspectiva amplia e integradora, en lugar de la que surge de interpretaciones absolutistas de dimensiones parciales del bien común. Y el Concilio nos insta a llevar a cabo discusiones públicas, amplias y cordiales de estas cuestiones en lugar de tácticas que llevan a la confrontación.

Esto significa que el tema central para la Iglesia durante esta temporada de campaña electoral es encontrar una manera de dar testimonio de la enseñanza católica en el ámbito público sin permitir que se distorsione por las divisiones partidistas. Uno de los pasajes más esclarecedores del Concilio sobre el papel de la Iglesia en el mundo moderno proporciona la inspiración que debe sostener la contribución de la Iglesia al debate público de hoy:

La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. (“GS”, nº 76).

Navegando por los temas

¿Cómo puede la Iglesia ser signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana durante el ciclo electoral de 2020?

En primer lugar, dando testimonio de toda la enseñanza social de la Iglesia a través de su participación en el debate público y formando, no reemplazando, las conciencias de los creyentes. Los líderes católicos deben rechazar cualquier esfuerzo por truncar la enseñanza de la Iglesia y los imperativos del Evangelio, para evitar que se refuercen las divisiones partidistas.

En segundo lugar, superando tales divisiones en cada discusión y vínculo político. Debe haber cordialidad con todos los candidatos y funcionarios públicos pero no alineamiento con ningún candidato o partido.

Tercero, reconociendo siempre la sagrada dignidad de la conciencia entre todas las personas, sin tratar de poner en cortocircuito la responsabilidad que tienen los ciudadanos de llevar la luz de su conciencia a sus propias elecciones políticas.

La Iglesia está en el mundo. Está llamada a ser inmanente y trascendente. Como el Vaticano II dejó claro, eso significa que debe hablar proféticamente y no comprometerse. Debe involucrar al Estado y a los líderes públicos con cordialidad pero no con partidismo. Debe dar testimonio del Evangelio en su totalidad.

La proclamación por parte de la Iglesia de la dignidad de la persona humana y la búsqueda del bien común en todas sus dimensiones proporciona un marco esencial para navegar por los asuntos que dividen a la nación hoy en día. Por eso la Iglesia entra en el ámbito público con confianza y humildad en medio de los peligros que nos rodean. Y es en las sagradas conciencias de los hombres y mujeres laicos que la Iglesia encuentra su mayor recurso para transformar el mundo.

 

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Fuentes:

Publicación “Cardinal Cupich: How Vatican II can help us navigate the politics of a pandemic”. Tomado de America Magazine. Traducción libre de Buena Voz Noticias / Foto: EFE

 

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