Repasar la lección del Concilio sobre educación

11:00 p m| 30 mar 16 (VIDA NUEVA/BV).- La Declaración del Vaticano II sobre la educación cristiana Gravissimum educationis (GE)– fue muy laboriosa, pero eso aquilató un texto tan luminoso y sutil como aún incomprendido. La Iglesia sabía mucho sobre educación, antes y después de que la primera escuela pública y gratuita de Europa la fundase san José de Calasanz en la Roma de 1597 y de que muchas otras mujeres y hombres –como don Bosco en el XIX o don Milani en el XX– renovaran las aulas. Por eso debería haber sido un tema fácil en un concilio (de 1962 a 1965) con más de dos mil obispos de todo el mundo. Pero no lo fue en absoluto, y eso lo enriqueció; las discrepancias eran muchas y la breve declaración final –ni constitución ni decreto– a punto estuvo de no salir, tras ocho borradores previos. Recogemos el recuento y análisis del escritor José Luis Corzo publicado en la revista Vida Nueva.

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¿Por qué fue un tema complicado de abordar?

– La cuestión escolar era muy distinta en unos lugares y otros. No tenía sentido recomendar escuelas católicas donde ni las había ni las querían, como en países laicos (Francia, México…), o donde los estados no la financiaban –la misma italia u otros países pobres– y solo serían escuelas para ricos.

– La teoría teológica para defender la escuela de los cristianos estaba muy dividida: en un extremo, quienes la consideraban ajena a la Iglesia si los estados asumen la enseñanza obligatoria, y preferían dar catequesis en el propio campo parroquial. En el otro extremo, algunos pensaban que la única educación integral era la católica (o religiosa), a la que accedían fácilmente las mayorías católicas de países como España.

De ahí que el punto crucial fuera de auténtica Teología de la educación: ¿por qué se interesa la Iglesia por lo educativo? ¿Acaso por enrocarse con sus fieles en una supuesta sociedad cristiana? Eso valía para la cristiandad de Constantino. ¿O era para hacer proselitismo en tiempo de increencia y protegerse de los ateos? Eso no respetaba la secularidad y autonomía de lo mundano, como enseñaba el propio Concilio. ¿O era la obra de caridad de enseñar al que no sabe? (los pobres, en definitiva). Eso parecía poco, puro asistencialismo subsidiario y paternalista. Había que estudiar muy bien el Evangelio para responder.

Más aún, había que observar y definir bien la educación actual y la misión de las escuelas; y el Concilio fue muy valiente: entendió por educación la maduración de la persona, ¡y de todas las personas del universo!, en sus respectivas culturas y pueblos. No la confundió, pues, con transmitir ideologías que uno da y otro recibe o se le imponen; a madurar solo se ayuda, pues es cosa de relaciones libres.

El Concilio se aferró a esa educación (humana) sin elevarse a ninguna otra más integral; Cristo ya se abajó y asumió íntegro todo lo humano de cualquier raza y religión; la gran aportación del cristianismo es humanizar al hombre. Cada pueblo (y cada familia) –con o sin escuela– tiene su cultura y su propia madurez (como la Iglesia, Pueblo de Dios).


Distinción

Bajo esa opción teológica hay una sutil –y valiente– distinción entre dos fenómenos humanos que nuestro lenguaje habitual confunde constantemente, pero no la realidad: uno, crecer como persona en mil relaciones con la naturaleza, los otros y el otro (educar/educir); y dos, aprender –enseñar o instruir a alguien– (inducir/conducir). El primero es universal, ambiental y comunitario, desde el nacimiento a la muerte, también entre analfabetos; la instrucción –típica de la escuela– no cala tanto en la persona, y sabemos de más de un erudito muy inmaduro. un escrito de obispos latinoamericanos repartido por el Aula conciliar avisaba de que el enésimo borrador de GE aún confundía educación y escuela “como en occidente”. Pues bien, el texto aprobado lo asumió y distingue varias veces ambos fenómenos.

Tal distinción permite entender mejor las dos tareas pedagógicas de la Iglesia: la esencial con sus propios hijos bautizados, ayudarlos a madurar en su fe (más que un catecismo escolar); y otra –no menos esencial– con todos los hombres: alentar la progresiva humanización de cada pueblo y cultura, y de todas entre sí. Lo simple sería entender que la Iglesia educa a los suyos y enseña a los demás, pero GE subraya que la enseñanza ayuda –o estorba– a educarnos, si no distrae de la vida real y nos aproxima los mil desafíos que afrontar y las mil llamadas que responder personal y comunitariamente en la inmensa red vital de relaciones donde maduramos o nos marchitamos; la que Dios nos ofreció y Cristo alienta –para que tengan vida ¡y abundante!– (Jn 10, 10). GE así lo dice:

“La escuela tiene una importancia especial por su misma finalidad: al cultivar con cuidado las facultades intelectuales, desarrolla capacidad crítica, introduce en el patrimonio cultural de anteriores generaciones, sensibiliza ante los valores, prepara la vida profesional, fomenta amistad entre alumnos de diversa índole y condición y favorece su mutuo entendimiento” (n. 5).


Teología

En un doble principio teológico, proclamado desde su proemio con más claridad que otros documentos, fundamenta GE las dos áreas de la única misión de evangelizar por la que existe la Iglesia (EN 14), pues ella “para cumplir el doble mandato de su Fundador, es decir, anunciar a todos el misterio de la salvación e instaurar todas las cosas en Cristo, ha de atender a la vida completa del hombre –incluso a la material– y está implicada en el aumento y difusión de la educación” (Proemio de GE).

Así pues, su acción educadora se dirige a cristianos y a no cristianos y ahuyenta el fantasma amenazador del exclusivismo y del proselitismo religioso escolar, a veces preconizados sin rubor. La escuela no es ninguna plataforma ocasional para anunciar el Evangelio a la menor ocasión; tiene valor en sí misma por la fuerza integral del Evangelio, que fundamentará todo –la geografía, la naturaleza, la historia, las matemáticas– en Jesucristo (un aspecto poco desarrollado por nuestra escasa Teología de la Educación):

“Como Madre, la Iglesia está obligada a dar a sus hijos una educación que llene su vida del Espíritu de Cristo; pero también ayuda a todos los pueblos a promover la perfección cabal de la persona, por el bien de la sociedad terrena y por una configuración del mundo más humana” (n. 3).

No hay duda: cristianos y no cristianos pueden mezclarse en la misma escuela, si se respeta el ambiente vital en que madura cada grupo y cada familia. Estudiarán juntos el mundo ¡y con espíritu crítico!, pero –al responder unos y otros, según su cultura matriz, a los desafíos que el estudio planta en medio de ellos– se activa el otro proceso personal que ya no es aprender, sino crecer como personas (educarnos).


Educir es vivir

No es raro que esa riqueza de la escuela propicie llamarla educativa y, al ministerio del ramo, “de Educación”, pero la instrucción pública es su fin primario; de hecho, reservamos a los padres la primera obligación –y derecho– sobre la educación de sus hijos. Sería un exceso, aunque habitual, adjudicar al Estado, al colegio –o a los mismos padres– poder educar a los demás, como quien dice modelarlos o amaestrarlos. “Nadie educa a nadie –decía un buen cristiano como Paulo Freire–, nos educamos en comunión mediatizados por el mundo”. Las metáforas educativas de la arcilla y el arbolito son tan equívocas como conjugar el verbo educar como transitivo (de uno a otro, como hace enseñar); es tan intransitivo como crecer, madurar, florecer, fructificar, vivir.

Y, si alguien quiere que su escuela eduque, debe multiplicar las ocasiones de asumir relaciones personales libres con lo aprendido y con lo que pasa fuera de clase. ¡Atención! La primera relación escolar se da en el aula, entre maestros y alumnos y ha de ser amorosa. Las relaciones secundan el estilo de cada familia, de su cultura, clase social y creencias religiosas y, entre cristianos, el estilo evangélico y el ambiente eclesial. GE lo subraya entre las notas de la escuela católica:

“Sus notas distintivas son: crear un ambiente comunitario escolar animado por un espíritu evangélico de libertad y amor; ayudar a los adolescentes a que desarrollen su personalidad y crezcan según la nueva criatura que el bautismo hizo en ellos; además, orientar toda la cultura humana hacia el fin último del mensaje salvífico, para que la fe ilumine su conocimiento progresivo del mundo, de la vida y del hombre” (n. 8).

La escuela no tiene la exclusiva de las relaciones humanas; hay más ambientes donde educarnos y muchos medios: …sobre todo los propios; el primero, la institución catequética (…) instrumentos del patrimonio común de la humanidad muy valiosos para cultivar el espíritu y formar a los hombres, como los medios de comunicación social, multitud de agrupaciones culturales y deportivas, asociaciones juveniles y, en especial, las escuelas (n. 4).


Última sorpresa

El Concilio acentúa el deber de los padres católicos y de toda la Iglesia con sus propios hijos, pero no olvida ser levadura de humanidad en la masa entera y lamenta que haya tantos carentes de la pura instrucción ¡en plena era del conocimiento!

De ahí la gran sorpresa del nº 9: pobres, huérfanos y alejados de la fe son los preferidos de cualquier escuela católica (no por caridad, sino por la humanidad contenida en la escuela). El documento vaticano –La Escuela Católica (1977)– explicita otro motivo muy pocas veces citado: la justicia social, que denuncia hasta a las escuelas católicas, si consolidan a las clases ya acomodadas:

“La Iglesia ofrece su servicio educativo en primer lugar a ‘los pobres en bienes temporales, a los que se ven privados de la ayuda y del afecto de la familia, o que están lejos del don de la fe’ (GE 9). Porque, dado que la educación es un medio eficaz de promoción social y económica para el individuo, si la Escuela Católica la impartiera exclusiva o preferentemente a elementos de una clase social ya privilegiada, contribuiría a robustecerla en una posición de ventaja sobre la otra, fomentando así un orden social injusto” (n. 58).

Ese párrafo 58, tan omitido en nuestra literatura pedagógica, obliga a cualquier escuela católica a ser cómplice de los pobres, huérfanos y alejados, tanto si están en sus aulas como si no. Y hoy puede leerse en referencia no solo a las clases sociales, sino a las regiones del mundo privilegiadas o explotadas. son graves razones cristianas para mantener las escuelas y atenuar el manido argumento de satisfacer el derecho de un limitado número de padres católicos. Hasta en España hay más católicos en la escuela pública que en la privada: ¿no nos importan?


Para una sincera autocrítica

1. Lo primero es advertir un tic nervioso demasiado frecuente al discutir de educación: si nos critican –o nos enfrentan con la escuela pública, por ejemplo–, respondemos con nuestros ideales. Lo mejor sería confrontar por separado ideales o realidades ¡de ambas posturas! Como en sanidad, se progresa más curando enfermedades que ensalzando el ideal de la salud; pero no conviene –y menos a estas alturas– releer la ecuménica GE como si no hubiera más dolencias que las españolas.

2. Lo que más destaca en GE –hasta en sus cambios de título– es la mirada pastoral, amorosa, de aquella Iglesia conciliar hacia el mundo moderno, y no hacia sí misma. ¿Qué podría aportarle? ¿Acaso sustituir su mutilada educación por otra integral? No lo dice el texto de ninguna manera. La naturaleza de la educación es solo una. Y el documento de 1977 lo redobla: “si no es escuela y no reproduce los elementos característicos de esta, tampoco puede aspirar a ser escuela católica” (EC 25). ¿Acaso la propaganda y el proselitismo, por ejemplo, solo son funestos en las escuelas ajenas?

3. La aportación de la Iglesia no se limita a recoger los desechos escolares de pobres y fracasados; más de una vez –y con sacrificio personal– los rescatamos para integrarlos en un sistema y cultura del descarte. La Iglesia ofrece algo medular: “orientar toda la cultura humana hacia el fin último del mensaje salvífico” (GE 8): “La configuración cristiana del mundo, ya fomentada –en bien de toda la sociedad– por los valores naturales asumidos en la visión completa del hombre redimido por Cristo” (GE 2). se trata de un potencial escatológico –precisamente ya contenido en los pobres, según Mt 25– que ilumina la mirada, no solo explícita de la fe, cuando estudia la paz, la justicia, el porvenir, el respeto entre las culturas, etc. ¡En cada asignatura! Apenas lo hemos profundizado, tan contentos con los programas y libros del Ministerio y tan satisfechos de añadirlo, luego, como un plus explícito y ornamental en la supuesta pastoral colegial; en definitiva, para unos cuantos.

4. Para explicitar lo cristiano –¡que tanto nos gusta!–, hemos creído blindar la hora de religión (a los nuestros). Pero la ErE ni puede garantizar a los padres una educación cristiana –¡sería un milagro!– ni, lo que es peor, la ofrecimos también a los alejados de la fe. Y eso que nuestros obispos dijeron en 1979 que no era catequesis; y que, por su parte, los obispos italianos la ofrecen a todos como “una ocasión cultural que nadie debe perderse”: ¡conocer el cristianismo y las demás religiones! ¡Costaba bien poco imitarlos! GE 7 apenas alude a la inacabable batalla española; parece confiar más en la catequesis parroquial (¿habrá mejorado la nuestra en 50 años?). No se pide tanto ni a La Escuela Católica (1977), pues “entra de lleno en la misión salvífica de la Iglesia y particularmente en la exigencia de la educación a la fe” [no de la fe] (EC 9).

5. Por fin, una observación general destaca 50 años después del Vaticano ii: la educación sigue siendo en la Iglesia uno de los territorios mundanos que menos han asumido su propia secularidad y autonomía; hasta el punto de que la expresión educación católica o cristiana resiste impávida, cuando sus equivalentes –en filosofía, ciencia, lenguaje, política…– han perdido semejante apellido. Nos cuesta mucho aceptar la autonomía del medio educativo moderno e integrarnos en él, como hizo GE con coraje hace tanto tiempo.


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Fuente:

Pliego publicado en la Revista Vida Nueva

Puntuación: 4.5 / Votos: 2

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