El Concilio Vaticano II y el signo de los tiempos

7:00 p m| 11 mar 16 (VIDA NUEVA/BV).- El 8 de diciembre del 2015 se cumplieron 50 años de la solemne clausura del Concilio Vaticano II presidida por Pablo VI. Medio siglo de tensiones entre tradición y progreso, pero también de cambios llenos de riqueza y de gracia. En el cincuentenario de la conclusión de aquella histórica asamblea, recordamos sus capítulos más destacados y cómo hoy el Concilio no solo sigue presente entre los cristianos, sino que se ha tomado la decisión de seguirlo y poner en obra sus postulados con el impulso de Francisco. Texto del sacerdote e historiador Juan María Laboa, publicado en Vida Nueva.

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Transcurridos 50 años de posconcilio, podemos vislumbrar con claridad las consecuencias de la confrontación intraeclesial entre tradición y progreso y, en estos años del pontificado del Papa Francisco, contemplamos cómo los valores del Concilio van clarificándose y la conciencia eclesial termina por asumirlos con creciente naturalidad. Ya Juan XXIII recordó a la Iglesia que “la sustancia de la antigua doctrina del depósito de la fe es una cosa, y la manera en que esta se presenta es otra. Esto último hay que tenerlo muy en cuenta, con paciencia si fuera necesario, midiendo bien todos los detalles de las formas y proposiciones de un Magisterio que, por su carácter, es predominantemente pastoral”.

Gran parte de los cristianos hemos vivido el Concilio y su, a veces, traumática recepción, no ciertamente como un proceso de ruptura o discontinuidad con el Evangelio y la Tradición, sino como una purificación de tantos añadidos, interpretaciones e incrustaciones propias de la mentalidad medieval, postridentina y del siglo XIX, con el fin de enunciar la fe antigua con un lenguaje inteligible para la humanidad contemporánea.


La Iglesia anterior al Concilio

En el largo conflicto de mentalidades que ha dividido a los católicos en los dos últimos siglos y que estuvo tan presente en la preparación y desarrollo del Vaticano II, la doctrina y el dogma no fueron siempre sus razones determinantes, sino que lo fueron en mayor medida elementos culturales y psicológicos, de interpretaciones y costumbres, sobre todo, propios del mundo latino.

En 1962, todas las Iglesias nacionales planteaban cuestiones de orden práctico, disciplinar, pastoral, que, a su vez, ponían en cuestión formas de organización y gobierno tradicionales en la vida de la Iglesia: el índice de los libros prohibidos y la manera de actuar del Santo Oficio, la manera de gobernar de la Curia romana sin el debido respeto por la autonomía y autoridad de los obispos en sus diócesis, la introducción del diaconado permanente para personas casadas, la formación del clero y la organización de los seminarios, las leyes del ayuno y de la abstinencia, la teología mariana y el tema de la limitación de nacimientos. En aquellos años preconciliares, la libertad de conciencia y las libertades liberales seguían siendo uno de los puntos cruciales del conflicto entre la Iglesia y la civilización moderna.

La teología que se estudiaba en Roma o en los seminarios no satisfacía. La llamada Escuela de Roma era considerada expresión de la ortodoxia, a menudo, raquítica, pero amparada por los organismos de la Curia y especialmente por el Santo Oficio. La desconfianza mostrada por la encíclica Humani generis (1950) hacia los teólogos de Centroeuropa se tradujo en castigos y exclusiones de teólogos como H. de Lubac, Congar, Chenu y tantos otros que se convertirán años más tarde en inspiradores del Vaticano II.


Juan XXIII

Con motivo de la muerte de Pío XII, último exponente de la teocracia, Juan XXIII escribió en su diario: “Estamos en la Tierra no para custodiar un museo, sino para cultivar un jardín lleno de vida y destinado a un futuro glorioso”. No era ingenuo ni despreocupado, como le acusaron no pocos, sino que consideraba que la Iglesia era capaz de renovarse en profundidad sin perder su identidad. Abrió las puertas por las que se precipitó un torrente de vida que existía en su interior, pero detenida y anquilosada por muchos miedos, por tentativas erradas y circunstancias adversas.

Dos semanas antes de morir, insistió en que había que servir al hombre en cuanto tal y no solo a los católicos; en que había que defender en toda circunstancia los derechos de toda persona humana y no solo de la Iglesia católica. Era consciente de que la Iglesia debía preferir la utilización de la medicina de la misericordia antes que la de la severidad y el castigo. A través de sus actos y palabras, pretendió transformar la dignidad papal en servicio de acogida y de caridad, presentando a la Iglesia como un espacio abierto a todos.

El concepto “signo de los tiempos” se convirtió en el núcleo de un nuevo modelo de interpretación: se acababa la Iglesia inmóvil, conservadora a ultranza por instinto, anclada en el pasado y que desconfiaba de la historia, para convertirse en una Iglesia dispuesta a repensar los temas y cuestiones antiguas, centrada en el servicio al ser humano en su conjunto y en la difusión del Evangelio. Subrayó eficazmente la importancia de la función episcopal y de las Iglesias locales, desdibujadas por la inflexible centralización romana, Iglesias que se convirtieron en protagonistas del Concilio.

Su preparación por parte de las estructuras romanas encontró la reticencia de los obispos de los diversos continentes. No hubo sintonía, ni podía haberla, entre una curia esclerotizada y un episcopado que, en gran parte, vivía la angustia de cómo responder adecuadamente a las inquietudes contemporáneas. Para los miembros de la Curia, los problemas presentes en el mundo tras la definición de la infalibilidad pontificia del Concilio Vaticano I podían ser resueltos sin necesidad de acudir a la celebración de concilios.

En su Diario del alma, señala que “ahora más que nunca, las circunstancias actuales, las exigencias de los últimos 50 años, la profundización doctrinal, nos han conducido a nuevas realidades, tal como afirmé en el discurso de apertura del Concilio. No es el Evangelio el que cambia: somos nosotros que comenzamos a comprender mejor”.


Fase preparatoria

Las congregaciones romanas nombraron a los miembros de las comisiones preparatorias y prepararon los temas. Antes, el Papa pidió a todos los obispos sus sugerencias y propuestas y nombró personalmente a un buen número de teólogos, la mayoría de carácter bastante más abierto que los nombrados por la Curia, dando así inicio a un diálogo intraeclesial entre personas poco dispuestas a ello. En cualquier caso, la respuesta de las diócesis fue escasa y tibia. Fue Juan XXIII quien, con sus discursos y propuestas, rompió inercias y abrió horizontes. En este período, las directrices del Papa se centraron en tres puntos neurálgicos:

1. El Secretariado de la Unidad, recientemente creado por el Papa, en el que se iniciaba una experiencia insólita en la Iglesia: la del diálogo a favor de la unidad de los cristianos. Al inicio, resultó más fácil dialogar con los no católicos que con los miembros de las otras comisiones conciliares.

2. La Comisión de Liturgia, con especialistas del mundo entero, que elaboró un buen texto que Juan XXIII utilizó para iniciar el trabajo conciliar.

3. La Comisión central, en la que el Papa reunió a gran parte de los cardenales y patriarcas, quienes plantearon con seriedad los tres objetivos de Roncalli: la reforma de la Iglesia, el diálogo entre cristianos y el diálogo con el mundo.

Al acercarse el inicio del Concilio, cundió el temor de que no se respetase el derecho de los obispos a hablar, discutir los esquemas, exigir cambios…; derecho más necesario si los textos elaborados no respondían a las expectativas, tal como se temían muchos padres conciliares. Estas quejas se referían también a la falta de coordinación de los trabajos, la ausencia de orientación pastoral, la exclusión de los laicos y la falta de orientación ecuménica.


Primera sesión

Se inauguró el Concilio el 11 de octubre con un discurso del Papa que galvanizó el entusiasmo eclesial y ofreció un auténtico programa renovador. “La Iglesia, iluminada por la luz de este concilio, crecerá en riquezas espirituales, cobrará nuevas fuerzas y mirará sin miedo hacia el futuro (…) mediante las reformas oportunas”. Para conseguirlo, debía ser capaz de discernir los signos de los tiempos, superando “ciertas voces que no dejan de herir nuestros oídos. Se trata de personas muy ocupadas sin duda por la religión, pero que no juzgan las cosas con imparcialidad y prudencia. (…) Nosotros creemos que de ninguna manera se puede estar de acuerdo con estos profetas de desgracias que siempre anuncian lo peor, como si estuviéramos ante el fin del mundo”. Se puede afirmar que este discurso consiguió que los 75 esquemas preparados resultasen viejos antes de tratarlos. La nueva manera de afrontar la sociedad y el futuro sufrió un itinerario difícil y, a veces, convulso.

Muy pronto resultó evidente que los obispos reunidos en concilio no estaban dispuestos a ser meras comparsas pasivas, sino que acudían a Roma prestos a ejercer su magisterio, en pocas ocasiones tan real como en un concilio. Tuvieron su primera oportunidad en la elección de los miembros de las diversas comisiones, que debían elaborar los diferentes documentos. Los obispos se negaron a ratificar las listas monocolor elaboradas por la Curia y eligieron otras concordadas entre las diversas conferencias episcopales con mayoría de obispos renovadores. Los métodos curiales de gobierno de la Iglesia, a menudo despóticos e imperiosos, no habían previsto esta reacción mayoritaria de unos obispos que buscaban una Iglesia más fraterna, más libre y más dialogante, más acorde con las necesidades, deseos y esperanzas del hombre contemporáneo.

Poco a poco, los obispos tomaron conciencia de que no solo la reforma era posible, sino también necesaria. Un momento clave en esta sesión resultó el rechazo del esquema presentado sobre “las fuentes de la revelación”, preparado por la comisión presidida por el cardenal Ottaviani. Se enfrentaron dos teologías y dos sensibilidades eclesiales, siempre presentes, pero ahora más arropadas: 821 obispos votaron a favor del texto y 1368 en contra. Aunque –según el reglamento– no eran suficientes para rechazar el esquema, el Papa mandó retirarlo.

Los obispos defendieron así el primado de la Palabra de Dios, que es siempre el punto de partida de toda reforma. En la cuarta sesión se aprobó la espléndida constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, que a lo largo de las sesiones constituyó uno de los bancos de prueba del Concilio. Al final de esta sesión, el cardenal Suenens, apoyado por el cardenal Montini, propuso salir del desconcierto causado por tantos esquemas y tanta materia y centrar el Concilio en el tema de la Iglesia, estudiando la Iglesia ad intra y ad extra, de manera que los demás temas se orientaran en función de la Iglesia. La aceptación de este criterio redujo drásticamente el número de esquemas, con una nueva comisión que los coordinase.


Segunda sesión

En el discurso inaugural de la segunda sesión, Pablo VI fijó cuatro objetivos principales:

  • Una definición más clara de la Iglesia.
  • Su renovación interior.
  • Crear puentes con el mundo contemporáneo.
  • Esforzarse por conseguir la unidad con los hermanos separados.

Con Pablo VI, los padres conciliares se sintieron, a menudo, intranquilos y perplejos por sus intromisiones en la elaboración de los esquemas. En general, trataba de tranquilizar al sector conservador (la minoría), muy bien representado en la Curia en sus niveles más altos, aclarando, matizando, introduciendo correcciones y, a veces, aguando algunas de sus afirmaciones más importantes, incluso aprobadas ya por la mayoría. Estas intervenciones consiguieron textos que fueron ratificados por unanimidad. No fue, ciertamente, el procedimiento empleado por la mayoría del Vaticano I, pero, seguramente, dio más sentido eclesial al conjunto. Aunque cada día dudamos más de si estas fórmulas de compromiso no han sido la causa de un envejecimiento prematuro de su doctrina y un envalentonamiento de la minoría y del sector curial, que han producido en los últimos 30 años documentos que remodulaban la doctrina conciliar.

En esta sesión se estudió el tema de la colegialidad episcopal, motivo de ásperos debates con fuertes acusaciones, generalmente infundadas. Para aclarar el conflictivo asunto, los moderadores decidieron realizar una votación orientativa sobre el parecer de los obispos en cinco temas decisivos:

  • Si la consagración episcopal constituía el grado supremo del orden sagrado.
  • Si cada uno de los obispos consagrados, en comunión con el Papa y con los otros obispos consagrados, se convierte, por ello mismo, en miembro del colegio episcopal.
  • Si el colegio de los obispos sucede al colegio de los apóstoles en su función de evangelizar, santificar y apacentar, y si posee –junto con su cabeza, el Papa, y nunca sin él– la plena y suprema potestad en la Iglesia.
  • Si dicha potestad es de derecho divino.
  • Si es oportuna la restauración del diaconado como grado distinto y estable del ministerio sagrado.

La votación los aprobó con apabullante mayoría y aclaró la situación, pero suscitó las iras incontenibles de la minoría contra los moderadores. Es en este momento cuando aparecen con claridad las presiones sobre el Papa, sus dudas y miedos.


Tercera sesión

Maximos IV, patriarca melquita, propuso la institución en Roma del equivalente del Synodus endèmousa oriental, es decir, una especie de consejo supremo ejecutivo compuesto por obispos residenciales bajo el Papa, que siempre tendría la última palabra. Dio a entender que este sínodo sustituiría a la Curia. El cardenal Alfrink indicó que, si se creaba este órgano, la Curia romana ya no sería un órgano mediador entre el Papa y los obispos, sino un órgano administrativo y ejecutivo al servicio del pontífice y del colegio episcopal. Lercaro, por su parte, propuso una adecuada participación de los obispos en el gobierno supremo de la Iglesia. Pablo VI, al final del Concilio, anunció la creación del Sínodo episcopal, pero sin capacidad de iniciativa ni de ejecución. Cincuenta años más tarde, somos conscientes de su inoperatividad. El Papa Francisco acaba de señalar la necesidad de una “saludable descentralización de la Iglesia”.


Cuarta sesión

En la cuarta sesión se aprobaron, entre otros, la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae y la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et spes, tras una laboriosa elaboración. Algunos padres conciliares quisieron abordar también el tema del celibato, pero el Papa envió al Aula un mensaje en el que señaló la no conveniencia de tratarlo públicamente, anunciándoles que su intención consistía en mantenerlo y reforzar su observancia. El último día del Concilio, en Roma y en Constantinopla, se deploraron las circunstancias que desembocaron en la ruptura de la comunión eclesial y se abolieron las mutuas excomuniones.


Pablo VI y el Concilio

Para conocer el pontificado y, sobre todo, la actuación de Pablo VI durante el Concilio, resulta importante este texto suyo escrito el mismo día de su elección: “Es necesario que sea consciente de la posición y de la función que ahora me son propias, me caracterizan, me hacen decididamente responsable ante Dios, la Iglesia y la humanidad. La posición es única. Es decir, que me obliga a estar en una extrema soledad. Ya era grande antes, ahora es total y tremenda. Me da vértigo. También Jesús se encontró solo en la cruz (…) Es más, debo acentuar esta soledad: no debo tener miedo, no debo buscar apoyos exteriores, que me libren de mi deber, que es el de querer, decidir, asumir toda responsabilidad, guiar a los otros, aunque me resulte ilógico y absurdo (…) El diálogo con Dios se convierte en pleno e inconmensurable”.

Convendrá tener en cuenta también la psicología y las convicciones personales del Papa, atento siempre a que las decisiones conciliares no chocasen con sus convicciones más íntimas. Él no fue un teólogo especulativo y –por temperamento, sensibilidad y cultura– no pertenecía al mundo de Ottaviani, Felici o Siri, pero, probablemente, muchas de sus inclinaciones mentales le hacían receptivo a las preocupaciones de la minoría, sobre todo, en lo relacionado con la primacía romana. En muchos sentidos, se encontraba cercano a Suenens, König o Léger, pero da la impresión de que, a medida que pasaron los meses, fue matizándose y esfumándose esta inicial cercanía, sin abandonar por ello su ambición renovadora. Fue un Papa que favoreció drásticamente la renovación eclesial, pero no cabe duda de que su actuación desequilibró en más de una ocasión las pensadas decisiones de la mayoría conciliar.

A 37 años de su muerte, muchos siguen preguntándose si fue suficiente y si era a lo que aspiraban la mayoría de los obispos, aunque Giacomo Martina, buen conocedor de la historia, asegura que Pablo VI aparece como el elemento que aceleró e hizo más seguro el final de una crisis de desarrollo, que dio más seguridad, serenidad y eficiencia a los trabajos.


Ganar y perder

Nunca en la historia ha sido posible conocer tan en directo los momentos de inflexión y renovación de una institución, contemplar una evolución en la que se definen con nitidez sus preocupaciones, propuestas y análisis, la situación de sus miembros y sus divergencias, tal como ha sucedido en la Iglesia católica. Estos 50 años han resultado, en muchos sentidos, dramáticos para la Iglesia, pero en otros muchos, tras un cambio espectacular que no se puede desconocer, llenos de riqueza y de gracia.

Juan Pablo II se consideró parte del Concilio, pero lo reinterpretó a ratos sin complejos. Benedicto XVI, valiente teólogo conciliar, mantuvo un contencioso peculiar hasta el mismo día de su renuncia; y Francisco, siendo el primer papa que no ha tenido relación directa con el Vaticano II, se refiere a él con frecuencia, con veneración y como punto de referencia. ¿Qué hemos ganado o perdido en esta Iglesia nuestra tras la mayor y más conocida Asamblea conciliar de la historia?

¿Qué se ha ganado?

1. Una nueva conciencia eclesial. No es el mundo el que debe ponerse al servicio de la Iglesia, sino esta al servicio de la humanidad. Yves Congar escribió que “la toma de conciencia de la existencia de los ‘otros’, la necesidad de interesarse por ellos, constituye una característica de la presente generación de cristianos”. En el contexto de la cristiandad, el “otro” solo podía ser el “disidente”. De diversas maneras, el Concilio encarnó la nueva exigencia, de forma que hoy la Iglesia reconoce con interés y respeto los diversos mundos espirituales, es decir, el de las otras confesiones cristianas, las otras religiones, el mundo del ateísmo y de la increencia y, también, otras sensibilidades y actitudes dentro de la misma Iglesia.

2. Un concilio de la Iglesia sobre la Iglesia, que proclama que ella no es el centro de la fe, sino Cristo, y que ella está en camino, peregrina. De palabra siempre ha sido así, pero en la vida real la permanente autorreferencia eclesial ha resultado tan obsesiva que, de hecho, todo parecía rodar alrededor de la institución.

3. A lo largo del siglo XX va transformándose la sensibilidad de la Iglesia por los pobres. A raíz del Vaticano II, cobra tal fuerza que, posiblemente, puede afirmarse que se trata de su herencia más fuerte, por encima de la renovación bíblica, litúrgica o patrística. “La Iglesia se presenta como es y quiere ser, la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres”, afirmó Juan XXIII en vísperas de inaugurar el Concilio. No se trata de dar algo a los pobres, sino de acercarse, convivir, prevenir las injusticias incompatibles con la donación de la propia vida. La pobreza se convierte en denuncia urgente, impaciente, profética, frente al sistema económico, político y religioso.

4. Problemática misionera. Los misioneros intentan profundizar en el significado de las palabras clásicas de la experiencia misionera: “tierra de misión”, “catequizar” o “convertir”. La Asamblea conciliar rechazó el esquema tradicional propuesto y se aprobó uno nuevo en el que se instaba a una inculturación más comprometida con las tradiciones locales y más dialogante con las otras Iglesias presentes, según el espíritu del decreto sobre el ecumenismo. Las nuevas Iglesias eran consideradas sujeto activo de la evangelización, capaces de encarnar el Evangelio en el tejido vivo de las etnias y naciones.

5. La voluntad de reconciliación con otras Iglesias cristianas y de apertura a otras religiones. Ha cambiado drásticamente el clima entre las Iglesias y comunidades cristianas. El rechazo mutuo indignado e intolerante se ha convertido en asunción de culpas y en respeto compartido, y la capacidad de diálogo se ha desarrollado en doctrinas y convivencia, descubriendo las bases de una comunión fraterna. Quedan todavía muchas suspicacias, prejuicios históricos y psicologías antagónicas, además de tradiciones contrapuestas, pero las concentraciones multitudinarias de Taizé reúnen a jóvenes de todos los orígenes confesionales, y las oraciones comunes en Asís no han sido solo ritos sugestivos.

6. La renovación litúrgica es tal vez el resultado del Concilio más conocido por todos. Durante siglos, la liturgia ha sido en latín, incomprendida por todos, hablando y actuando de espaldas al pueblo, pero con el Concilio descubrimos que la liturgia es expresión de la oración del Pueblo de Dios y aprendimos a utilizar la palabra participar. No estoy seguro de que el uso de la lengua vernácula equivalga automáticamente a una mejor comprensión de la liturgia, pero no cabe duda de que nos ayuda a implicarnos.

7. La convicción de que, en el mundo de la experiencia religiosa y en la práctica eclesial, existen temas trascendentales, otros importantes y muchos prescindibles en función de las circunstancias. Siempre ha sido así, pero, sobre todo a partir del siglo XIX, demasiadas devociones, reglamentos e interpretaciones han quedado en la práctica y en el lenguaje eclesial como verdades intocables, cayendo en la cómoda repetición de lo dicho o practicado con conciencia anestesiada. El Concilio intentó y señaló –en palabras del Papa Francisco– “abrir los horizontes para superar toda hermenéutica conspiradora o un cierre de perspectivas, para defender y difundir la libertad de los hijos de Dios, para transmitir la belleza de la novedad cristiana, a veces, cubierta por la herrumbre de un lenguaje arcaico o simplemente incomprensible”.

8. Con el concepto de colegio episcopal se abre una gran puerta a la sinodalidad; y con el de Pueblo de Dios, a su democratización. El Papa Francisco ha comentado que “precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”. El primer nivel del ejercicio de la sinodalidad se realiza en las Iglesias diocesanas con el sínodo diocesano, el consejo presbiteral y el consejo pastoral. En el segundo encontramos las conferencias episcopales. El mismo Papa afirma que “el deseo del Concilio de que tales organismos contribuyan a acrecentar el espíritu de la colegialidad episcopal no se ha realizado plenamente”, y señala la necesidad de avanzar en una saludable “descentralización”.

9. Las asambleas plenarias latinoamericanas de Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007). Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI estuvieron presentes en las cuatro. Las Iglesias americanas agrupan a gran parte de los católicos y han conformado un catolicismo más popular, más sensible a la pobreza y la exclusión de gran parte de sus miembros, con una vida más austera y sencilla, más cercana a los creyentes de a pie. Estas conferencias manifiestan la determinación de aplicar el Vaticano II, tanto en la letra como en el espíritu.

¿Qué ha quedado por el camino?

— La remodelación del ministerio petrino. En el Concilio se señaló de manera clara y tajante el deseo de un modo nuevo de presidir la Iglesia, de reconocer la colegialidad episcopal, de restaurar la sinodalidad, de respetar la personalidad y el carisma propio de los laicos. Sin embargo, en el posconcilio ha habido claramente una interpretación selectiva de los temas conciliares, promocionando unos y dejando de lado otros.

— Persiste un clericalismo abrumador, en una Iglesia en la que el número de clérigos y religiosas disminuye estrepitosamente. Para Tettamanzi, la corresponsabilidad y la comunión son palabras clave para una Iglesia que quiera reconocer la contribución del Pueblo de Dios. Esta actitud desconsiderada se debe en parte a los movimientos eclesiales que, aunque han permitido a la Iglesia encontrar nuevos caminos para situarse en el mundo, han ofrecido la imagen del laico entendido como soldado incondicional de un jefe carismático. Los laicos se convierten en los suplentes en situación de emergencia, situación que tiene poco que ver con la convicción de que todos los cristianos tienen la misma dignidad porque constituyen un único pueblo.

— La llamada universal a la santidad es el elemento fundamental e identificador de todos los cristianos, mientras que ahora predomina una eclesiología jurídica. Dice el Papa Francisco: “Podemos caminar a través de los desiertos de la humanidad sin ver lo que realmente hay, sino lo que a nosotros nos gustaría ver, somos capaces de construir visiones del mundo, pero no aceptamos lo que el Señor pone delante de nuestros ojos. Podemos caminar con el Pueblo de Dios, pero tenemos nuestra hoja de ruta, donde entra todo: sabemos a dónde ir y cuánto tiempo se tarda; todos deben respetar nuestro ritmo y cualquier inconveniente nos molesta. Una fe que no sabe radicarse en la vida de la gente permanece árida y, en lugar de oasis, crea otros desiertos”. A esta actitud de Francisco, Juan XXIII y el Concilio lo llamaron “el signo de los tiempos”.


Fuente:

Pliego publicado en Revista Vida Nueva. Texto de Juan María Laboa.

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