50 años de Nostra Aetate: apuesta firme y valiente por la relación con religiones no cristianas

11:00 p m| 23 oct 15 (VIDA NUEVA/BV).- El Concilio Vaticano II comprendió que para abrirse al mundo era preciso dialogar con él, misión difícil de no probar antes con las religiones, una aventura condicionada igualmente a relacionarse primero con las Iglesias, pues estas conforman la religión cristiana. El diálogo con el mundo salió adelante desde la constitución pastoral Gaudium et spes (GS) sobre la Iglesia en el mundo actual. Con las Iglesias, en cambio, primó Unitatis redintegratio (UR), decreto del ecumenismo.

Lo del diálogo interreligioso, en fin, fue tarea de la declaración Nostra aetate (NA), promulgada el 28 de octubre de 1965. Reconociendo su trascendencia y con ocasión de sus 50 años, la revista Vida Nueva propone revisar el tortuoso proceso del documento, sus vicisitudes antes, en y después del Aula conciliar, para concluir con una evaluación de sus propuestas a la luz del preocupante estatus actual en el Oriente Medio.

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Esbozo histórico

Los avatares de NA responden mayormente a la actitud de la Iglesia católica con los judíos. Lo dejan entrever la génesis y subsiguiente redacción de UR. El cardenal König dice que fue san Juan XXIII quien inició la breve declaración conciliar sobre la relación de la Iglesia con el judaísmo, “pues había tomado la determinación de poner fin a las acusaciones de que la Iglesia era antisemita”. El hombre providencial de NA, sin embargo, el que hubo de bregar hasta la extenuación, no fue otro que el cardenal Agustín Bea. Lo afirma su eminencia Kasper: “El papa Juan XXIII tuvo la suerte de contar con un compañero de trabajo muy capaz, un alemán estudioso del Antiguo Testamento, y que, al mismo tiempo, era una persona que conocía la Curia y cómo manejarse en ella; un hombre dotado de sabiduría, prudencia y coraje, con una sensibilidad humana y una mente muy despierta y espiritual, el cardenal Bea”. Su biógrafo es elocuente citando a su eminencia, una vez promulgado el documento: “Si hubiera sabido antes todas las dificultades con que me encontraría, no sé si habría tenido el coraje de iniciar este camino”.

Bea, en realidad, tenía listo en 1962 un texto de 42 líneas para ser presentado en junio a la Comisión central preparatoria, pero su indiscreta filtración incendió los ánimos panárabes originando un conflicto diplomático a nivel incluso de embajadas. El texto, pues, fue prudentemente retirado y omitido en la impresión de los preparados por el Secretariado a comienzos de 1963. En la plenaria de este, a primeros de febrero de 1963, aunque abordada la cuestión, no hubo cambios notables respecto al de mayo de 1962. Tampoco estaba muerto, claro, según se hizo saber el 18 de junio de 1963, o sea, en días de sede vacante.

Pero el 1 de noviembre de 1963, ya con la segunda fase conciliar rodando, Bea invocó la memoria de Juan XXIII y el deseo del nuevo papa Pablo VI de que se debatiera –con libertad– el tema de la actitud de los católicos frente a los hermanos hebreos: había que deshacer prejuicios y eliminar la impresión de que la Iglesia católica hacía política partidista, siendo así que lo pretendido era, más bien, tratar una cuestión puramente religiosa. El texto entonces reapareció alargado y fue distribuido el 8 de noviembre de 1963 en el Aula como capítulo 3º del esquema sobre ecumenismo. ¡Pero no se llegó a debatir!

La primera discusión propiamente dicha giró, en realidad, sobre un tercer texto, de rango igual a la declaración sobre libertad religiosa y, como ella, en calidad de apéndice al esquema de ecumenismo. Se introducía en él una breve alusión a los musulmanes y un párrafo rechazando cualquier atisbo discriminatorio. Acabó por analizarse en la sesión del 28-30 de septiembre de 1964. El cuarto texto se distribuyó el 18 de noviembre de 1964, pero ya no como apéndice al documento sobre ecumenismo, sino en cuanto declaración aneja a la constitución sobre la Iglesia. Además de versar sobre judíos y musulmanes, comprendía también a hindúes y budistas.

El 11 de octubre de 1965 –nótese la fecha, justo tres años después de abierto el Concilio– el quinto texto es por vez primera una declaración autónoma titulada: Actitud de la Iglesia ante las religiones no cristianas. Aprobado en votaciones parciales sobre las innovaciones introducidas, lo fue en conjunto durante la sesión pública del 28 de octubre: el resultado definitivo arrojó 2.221 plácet, 88 non plácet y 3 nulos. Pablo VI lo promulgó solemnemente a continuación. Complejo camino el suyo, sí señor. Soportó fuertes oposiciones del interior y del exterior. Desde dentro surgieron los antiguos principios del antijudaísmo tradicional. Desde fuera, protestas, especialmente de los países musulmanes, con amenazas a la vida de los cristianos que en sus países conformaban pequeñas comunidades.


Pugna de fondo entre razones religiosas del Vaticano II e intereses políticos de los estados árabes

Pocos asuntos suscitaron una controversia tan amarga, dentro y fuera del Concilio, como la relación de la Iglesia con los judíos, y después con otras religiones no cristianas, en parte debido a sus potenciales implicaciones políticas con el mundo árabe, y en buena medida también a los enunciados negativos que acerca de los judíos contiene el Nuevo Testamento, donde san Juan, por ejemplo, presenta sistemáticamente a estos como enemigos de Jesús. En NA, por otra parte, Pablo VI no intervino directamente como en UR, cierto, aunque con su palabra y gestos –v. g. viajes a Palestina (enero de 1964) y a la India (diciembre de 1964) e institución del Secretariado para los No Cristianos (mayo de 1964)–, sí contribuyó a serenar el ambiente. El cardenal Bea no se cansaba de esgrimir –sin éxito– razones religiosas.

Cuando presentó el documento en el Aula conciliar, el 18 de noviembre de 1964, lo comparó con la imagen bíblica del grano de mostaza. Había empezado siendo una corta declaración sobre la actitud de los cristianos con respecto al pueblo judío y terminaba convertido en árbol frondoso, dando cobijo a todas las religiones no cristianas. Mucho se insistió en los vínculos de la fe cristiana con el pueblo de Israel: en el amor compartido a la Sagrada Escritura, en la preocupación histórico- salvífica de Cristo por ellos, en el origen judío de Jesús según la carne (cf. Rm 3, 2; 9, 4-5) y en el de los Apóstoles. Se habló también de la Iglesia continuadora de Israel, del perdón que por ellos había suplicado Jesús al Padre desde la cruz. No todos habían participado en el cruel asesinato del Maestro, y los que habían intervenido, al decir del mismo Cristo, no sabían lo que hacían. Se daban aún más razones tratando de allanar el camino.

Para los obispos del Oriente Medio, no obstante, era de temer que, de salir adelante una declaración así, fuese utilizada a favor de los judíos, y en países árabes donde los cristianos eran minoría pudiera ello acarrear graves consecuencias. Eso pensaba, por ejemplo, el cardenal Tappouni patriarca de Antioquía de los Sirios. Querían, pues, que se hablara también del islam. Y el cardenal de Tokio, del budismo y del confucionismo. Y los obispos de África y Asia, que se introdujeran el animismo y el hinduismo. ¿No hay semillas de verdad en todas las religiones?, decían.

Así acabó, el 4 de diciembre de 1963, en medio de polémicas, la II sesión del Concilio. Poco se antojaba lo conseguido, es cierto, pero se había abierto una perspectiva nueva. En la intersección de la II a la III sesión, el Secretariado examinó las proposiciones conciliares y llegó a la conclusión de que el texto sobre los judíos debía mantenerse como apéndice al De Oecumenismo (decreto conciliar), donde serían incluidas también las relaciones con las otras religiones no cristianas (decían) y especialmente con el islam. A primeros de enero de 1964, Pablo VI viajó a Tierra Santa, donde mantuvo encuentros amistosos con judíos y árabes. El 29 de marzo, en el mensaje de Pascua, suavizaba posturas: “No hay religión que no posea un rayo de luz, que nosotros no debemos ni menospreciar ni extinguir, aunque no baste para proporcionar al hombre la claridad que necesita, ni para realizar el milagro de la luz cristiana, donde confluyen la verdad y la vida. Pero cualquier religión nos eleva hacia el Ser trascendental, única razón de ser de la existencia, del pensamiento, de la acción responsable, de la esperanza sin ilusión. Todas las religiones son un amanecer de la fe, y nosotros esperamos que esta aurora se extienda como radiante esplendor de la sabiduría cristiana”.

El 11 de mayo de 1964 recibía al rey Hussein de Jordania agradeciéndole su gentil acogida durante el viaje a Tierra Santa. Y el 17 de mayo de 1964, Pentecostés, instituía el Secretariado para las religiones no cristianas en atención a la atmósfera de unión y buena inteligencia que había caracterizado netamente al Concilio. Hubo más hechos salientes, cuya minuciosa referencia no es ahora del caso. Entre la I y II sesión del Concilio, pues, Pablo VI no perdió el tiempo. La III empezó el 14 de septiembre de 1964. Se aprobó pronto el capítulo II del esquema De Ecclesia, donde figuran recogidos los fundamentos teológicos del diálogo interreligioso, a saber:

1. Dios es Dios de todos (Lumen gentium 9).
2. El de Israel es pueblo amadísimo para Dios por los padres de su fe (LG 16).
3. Amados por Dios son también los que le reconocen como Creador: ante todo los musulmanes (LG 16).
4. Aludidos hindúes y otras religiones en los que buscan entre sombras e imágenes al Dios desconocido, pues Él da a todos la vida y el aliento (LG 16).
5. Dios no niega su ayuda a los que, sin culpa, todavía no han llegado a conocer claramente a Dios, pero se esfuerzan con su gracia en vivir con honradez (LG 16).
6. La Iglesia valora y aprecia todo lo bueno y verdadero que hay en ellos como preparación al Evangelio y como don de Aquel que ilumina a todos los hombres para que puedan tener finalmente vida (LG 16).

Significativo paso adelante, sin duda. Poco a poco, por tanto, se iba perfilando lo que habría de ser NA. En efecto, al término de la 88ª Congregación general (25 de septiembre de 1964), el cardenal Bea presentaba en el Aula los puntos salientes de la declaración, no solo en lo relativo a los judíos, sino también a las otras religiones. Había retoques, sí, añadiduras, formulaciones nuevas. De hablar únicamente de los judíos, se pasaba a todas las religiones, especialmente a los musulmanes. Acabaría figurando como apéndice al esquema del decreto sobre el ecumenismo (así se pensaba entonces). En la 89ª Congregación general (28 de septiembre de 1964), comenzó el estudio de la declaración. ¿Saldría airosa del examen? Había comentarios para todos los gustos. Metiendo marcha, intervino el cardenal Tappouni en nombre de otros patriarcas orientales: la declaración parecía inoportuna y pedían retirarla. No por supuestas hostilidades o discriminaciones antijudías, claro es. Se quería, más bien, evitar graves dificultades en la actividad pastoral, y alejar del Concilio la infundada acusación de quererse inclinar por una determinada política.

El cardenal Frings, de Colonia, era partidario, en cambio, según lo que recogía la encíclica Ecclesiam suam (ES) sobre los musulmanes, de que se aludiese a estos en la declaración; y de los judíos, que no se olvidase la carta de Pablo a los Efesios. Para el cardenal Ruffini, de Palermo, una cosa era exonerar a los judíos actuales de la culpa de la crucifixión y otra muy distinta hacer panegíricos del pueblo hebreo. El buen especialista de las religiones, el cardenal König, abogaba no solo por hablar respetuosa y amorosamente de los judíos, sino que le parecía oportuno incluir, junto con la religión mahometana, también a las otras religiones. Todavía en la 90ª Congregación general prosiguieron los debates, que, por mor de la brevedad, ahora omitimos. El cardenal Bea, en fin, era recibido el 11 de octubre de 1964 por Pablo VI. El Papa le trasladó el malestar y las tensiones existentes. Incluso la audiencia a Sukarno (de quien se decía que había puesto sobre la mesa papal un escrito de protesta de los gobiernos de Oriente Medio, el de El Cairo incluido).

Pablo VI animó a Bea para que se hiciesen las enmiendas oportunas. Por fin, el 20 de noviembre de 1964, se distribuyó en el Aula el texto ya enmendado: era la 127ª Congregación general. Se pensaba incluir el texto, a modo de apéndice, en la constitución dogmática Lumen gentium (LG) sobre la Iglesia. Pablo VI quería viajar a Bombay del 2 al 5 de diciembre de 1964, y este debería estar aprobado en vísperas del viaje de brazos abiertos hacia todas las religiones. Vertebraban el nuevo texto cinco partes:

1. Prólogo: los seres humanos tienen un mismo origen, un idéntico-último fin, y todos buscan descubrir el misterio de su vida.
2. Mencionados hinduismo y budismo, se exhortaba al diálogo y a la colaboración.
3. Dedicada expresamente al islam, con una enumeración de verdades comunes y una invitación a olvidar antiguas enemistades y a fomentar la mutua comprensión.
4. Recordados los judíos (lo único que se hacía era rememorar el texto del esquema debatido con algunas modificaciones).
5. Llamamiento a la fraternidad universal.

En agosto de 1965, se distribuyó un nuevo texto con las enmiendas de la III sesión y, el 28 de octubre de 1965, se aprobaba con el aplastante resultado ya dicho y la subsiguiente promulgación solemne de Pablo VI.


Nostra Aetate, grandioso monumento a la disponibilidad dialógica de la Iglesia católica con las otras religiones

Nacida como gesto de amor hacia los judíos, NA acabó en reconocimiento y disponibilidad dialógica hacia las otras religiones. Paso importante. Pablo VI no podía ocultar su regocijo al promulgarla: “Que los hermanos aún separados de la total comunión contemplen esta manifestación del rostro hermoseado de la Iglesia; que la miren también los seguidores de otras religiones y de modo muy especial aquellos con quienes nos une el parentesco de Abraham, los hebreos, a quienes no condenamos ni desconfiamos de ellos, sino que amamos y respetamos y en quienes también esperamos”.

Lo novedoso para Congar era que la Iglesia se había desprendido del monopolio de lo religioso. Habían primado allí su apertura práctica y su propuesta de diálogo: ni siquiera esbozar una teología de las religiones no cristianas, tarea entonces posiblemente prematura. Eso vendría con el paso de los años. El Concilio, por otra parte, consideró el problema de las religiones no cristianas en perspectiva personalista. Los interlocutores en el diálogo interreligioso son siempre las personas no cristianas, nunca las religiones no cristianas como tales. Lo que para la Iglesia cuenta ante Dios son los hombres, antes que los sistemas. Y es que las criaturas humanas, que la divina Providencia sigue personalmente, están por encima de las estructuras sociales, culturales y religiosas.

El Concilio, además, examinó los elementos positivos contenidos en las religiones no cristianas, reconociendo sus valores espirituales y religiosos. Ello indujo a realzar con amplitud la acción universal y sobrenatural de Dios hacia los hombres, sea cual fuere la denominación religiosa a la que pertenecen. El Concilio subraya, así, los elementos de verdad y de gracia (AG 9), las cosas verdaderas y santas (NA 2), y las semillas de la Palabra (AG 11). Habla también NA de los valores específicos de diversas religiones mundiales, prestando atención a las divergencias que las religiones presentan ante la doctrina de la Iglesia (NA 2); reconoce los límites, los errores y la parte de oscuridad presentes en las religiones. El planteamiento de la Iglesia, si bien se mira, está caracterizado por el espíritu de comprensión y de discernimiento, por el diálogo sincero y paciente para descubrir los elementos providenciales y los caminos de Dios hacia los hombres.

En la Iglesia subsiste de forma plena, desarrollada y completa lo que en las religiones está latente, embrionario, inicial, oscuro, imperfecto y no evolucionado. Esto quiere decir precisamente la preparación evangélica de todo lo que de bueno y verdadero hay en ellas (LG 16), y sus iniciativas religiosas tal vez pueden tenerse alguna vez como pedagogía hacia el Dios verdadero o como preparación evangélica (AG 3). Trajo NA, en suma, un decisivo cambio en las relaciones entre cristianos y no cristianos y en los métodos de evangelización, con inmensas consecuencias no solo en el plano religioso, sino también en el socio- cultural. En armonía con el diálogo, la evangelización está concebida “no como proselitismo, sino como un testimonio y un servicio prestado a la verdad y a los interlocutores”.

El Concilio ve la dimensión religiosa como elemento constitutivo de la persona humana (NA 1). De donde sale que las diversas formas religiosas son manifestaciones de esta característica natural del hombre (NA 2). Y puede que el boom del hecho religioso y de la misma teología actual de las religiones no resulte, bien mirado, sino la consecuencia de esa pluralidad religiosa propia de la condición humana. Haberlo reconocido así fue un logro memorable de NA. Por lo tanto, es preciso reconocer que en cada religión está la experiencia religiosa previamente reflejada; las diversas religiones son las manifestadas expresiones de esta experiencia, según la mentalidad de los distintos pueblos (NA 2).


Sobre un pluralismo religioso abierto y asumido

A la luz de lo anterior, cumple añadir que el cristianismo no es el sujeto único del fenómeno religioso: toda pretensión histórica impone reconocer y asumir el pluralismo religioso. Por otro lado, el sincretismo aquí no tiene cabida: o sea, considerar que las religiones son iguales e igualmente imperfectas (NA 2). En las manifestaciones de la experiencia religiosa existen errores a consecuencia del pecado. El cristianismo es, por lo tanto, la plenitud de la vida religiosa (NA 2). Es la religión el sumo analogado respecto a las otras religiones. Ya el Concilio insinúa esta idea en NA 2.

Las otras religiones, siendo así, están ordenadas al cristianismo como a su perfeccionamiento, a su purificación, a su cumplimiento. Considera la dimensión religiosa en cuanto elemento constitutivo de la persona humana. Dicho de otra manera, el fenómeno religioso es la respuesta del hombre a su problemática existencial. En la base de toda religión está la experiencia religiosa pre-refleja, mientras que las religiones mismas son las diversas expresiones reflejas de esta experiencia. Según la mentalidad de los pueblos, son las expresiones históricas de esta experiencia (NA 1 y 2).

Gracias a la teología católica de los últimos 50 años, el teólogo católico no carece de respuestas a los desafíos que el tema de las religiones plantea ahora mismo por doquier. La gran aportación de NA es que anima a reflexionar no solo sobre la salvación de los individuos fuera de los confines visibles de la Iglesia, sino también sobre el mismo papel salvífico de las otras religiones. “La complementariedad de las dos funciones de la Iglesia, esto es, el llamado diálogo interreligioso y la misión evangelizadora, viene puesta en evidencia en Nostra aetate y Ad gentes [sobre la actividad misionera de la Iglesia]. Cada vez que en AG se habla de la misión, se asocia regularmente al término diálogo; y viceversa, en NA, que algunos consideran la carta magna del diálogo –junto a ES, digo yo–, no se hace reticencia sobre el deber de la Iglesia que anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa (NA 2)”.

Los documentos conciliares recomiendan a menudo la misión evangelizadora, estrechamente identificada con el anuncio o proclamación de Jesucristo a los no cristianos, al objeto de que se sientan invitados a la conversión hacia el cristianismo. Insiste el Vaticano II, insiste una vez y otra y positivamente, en el diálogo interreligioso (cf. NA 2; GS 92). Curiosamente, sin embargo, aunque pueda parecer importante, jamás se dice que el diálogo pertenece a la misión de la Iglesia como tal: diálogo a lo sumo representa en esos textos como un primer acercamiento a los otros; podría aplicársele el término preconciliar de pre-evangelización. Lo cual denota que el hecho de ver el diálogo como elemento integrante de la evangelización señala un significativo cambio cualitativo en la teología posconciliar de la misión. Esto, pues, resulta un plus al que aún no llegó NA, pero NA, a su vez, es la valiente y decidida apuesta del Concilio –siguiendo la horma de Pablo VI en ES– por el diálogo interreligioso.

Dicen algunos especialistas que NA es un documento más bien tímido, cuyo mayor valor estriba en indicar cuál debe ser la actitud de la Iglesia ante las otras religiones, aunque lo hace desde un plano más ético que teológico. En ella, como en todos los documentos del Concilio, decretos y declaraciones sobremanera, hay que tener presente su finalidad pastoral. No extrañe, por eso, que se echen en falta contenidos doctrinales a rastrear y buscar más en otros documentos. Toda NA es importante, y significativo en especial su número 2, texto donde el Vaticano II exhorta a los cristianos no solo al diálogo, sino también a reconocer, guardar y promover los bienes espirituales y morales de las otras religiones. Expresa un cambio fundamental, porque se pasa de un reconocimiento personal al del valor positivo de las religiones, tema que desarrollará más Redemptoris misio, 56.

Nostra aetate, 2 resulta, sin duda, uno de los textos donde se expone con más claridad el reconocimiento de los valores positivos de las otras religiones. Propone una ética del diálogo con ellas, aunque –según ya he dicho– no proporciona el fundamento teológico que lo sustenta. Retoma la doctrina patrística de las semillas del Verbo, pero ampliando esta visión y reconociendo en esas semillas los valores positivos de los elementos constitutivos de las religiones, sean doctrina, ritos o actitudes morales.

La Comisión Teológica Internacional expresó en 1996 la convicción de que considerar las religiones forma parte del modo normal de hacer teología hoy. Dialogar entre religiones no afecta solo a Iglesias y comunidades cristianas, obligadas de suyo a lo dialógico, sino también al mismo movimiento ecuménico como tal. El papel de la teología ecuménica, pues, ha de consistir en evidenciar esto, pues el contenido de la fe es la verdad y la historia de la revelación de Dios, por cuya gracia la fe se otorga al hombre, lo cual explica que la teología se defina como ciencia de la fe. Hacer teología no es, en última instancia, sino buscar, antes que nada, comprender la fe en el contexto de la historia de la misma fe.

Y el actual contexto de la fe cristiana se llama pluralismo religioso. La teología no puede hoy seguir más tiempo desentendida del relevante papel de las religiones en la salvación, ni del desafío que, desde distintos puntos de vista, ello supone para el cristianismo. Por eso el teólogo debe contar con una realidad así, estudiarla al trasluz de la divina revelación. El rodaje cincuentenario de NA pone de relieve un montón de apreciaciones en las que hay de todo. Hoy su suerte no se corresponde con las tremendas fatigas del principio, dirán unos. El auge de lo interreligioso puede animar, entre sus apologistas, a sacar pecho, repetirán otros. Puede que unos y otros tengan razón. En el fondo no pasa de ser declaración, cierto, pero su interés con el boom de las religiones se le hace a uno de extraordinaria resonancia.

A este espíritu de NA, por lo demás, obedecen también iniciativas como las cumbres de Asís, los meetings de Rímini, tanta plausible labor de la Comunidad de Sant’Egidio y los mensajes a los musulmanes con ocasión del fin del Ramadán, a los hindúes con motivo del Vesakh, o para el Diwali, y a los jainistas en la fiesta de Mahavir Jayanti. Asimismo, y como mínimo, los viajes papales a Tierra Santa.

Ningún homenaje mejor a NA en sus celebraciones cincuentenarias que acabar con las atroces degollinas, de tanta amplitud mediática como inutilidad efectiva. Cesen de una vez el alocado atropello a los derechos humanos y el éxodo sin fin desde un Oriente Medio ahora mismo difuso, confuso y convulso de variaciones alotrópicas. En 2015 han sido cabecera de periódico noticias que reflejan las múltiples caras del fenómeno. El rey de Jordania elogiando al Papa por pedir que se respeten las religiones y advirtiendo también del aumento de la islamofobia en Europa. La ONU denunciando que el Estado Islámico crucifica a niños en Irak. Los 21 mártires coptos, víctimas del yihadismo, fortaleciendo la unión entre cristianos y musulmanes. Y titulares como “La violencia en nombre de una religión es un ataque a todas las religiones”. El Centro Internacional para el Diálogo Interreligioso e Intercultural Rey Abdullah Bin Abdulaziz, con sede en Viena, ante los brutales actos cometidos en Libia, Dinamarca, Pakistán y Estados Unidos, pedía en febrero de este año fortalecer un diálogo que debilite el extremismo.

En abril, una delegación de la Conferencia de Rabinos Europeos era recibida por primera vez en el Vaticano, desde donde se condenó de nuevo el antisemitismo. El Papa Francisco recordó por entonces a varios episcopados el compromiso común con los musulmanes en la defensa del patrimonio cultural, promoción de las mujeres y consolidación de la familia. Y la inauguración de una mezquita dedicada a la Virgen María en la ciudad costera siria de Tartous, todo un precedente en el mundo árabe y musulmán.

Dejemos, en fin, que NA destile este año sus mejores esencias, las que hacen presagiar esperanza y cordialidad alumbrando armonías, esas con que nuestro buen Padre Dios, pese a nuestros defectos, siempre nos bendice.


Enlace de interés:

Documento de la Declaración Notra Eatate. Sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.


Fuente:

Extracto de pliego publicado en la revista Vida Nueva: “Una apuesta firme y valiente por la relación con las religiones no cristianas. En el cincuentario de la declaración conciliar Nostra Aetate”, de Pedro Langa Aguilar (teólogo y ecumenista).

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