Diez maneras equivocadas de interpretar el Concilio Vaticano II
1. Insistir que el Vaticano II fue sólo un concilio pastoral. Este principio es erróneo por dos razones. En primer lugar, no tiene en cuenta el hecho de que el concilio enseñó muchas cosas: la doctrina de la colegialidad episcopal, por ejemplo, que no es poca cosa. Por ende fue un concilio tanto doctrinal como pastoral, a pesar de que enseñó con un estilo diferente a los concilios anteriores. En segundo lugar, el término puede ser usado para sugerir una cualidad efímera porque los métodos pastorales cambian según las circunstancias. Consciente o inconscientemente, por lo tanto, “pastoral” consigna al Vaticano II como un concilio de segunda categoría.
2. Insistir en que fue un suceso en la vida de la iglesia, no un evento. Esta distinción tiene aceptación en ciertos círculos. Su importancia se ilustra mejor con un ejemplo: A un profesor se le da un año sabático, que se pasa en Francia. La experiencia amplía su perspectiva, y vuelve a casa enriquecida, pero retoma sus rutinas anteriores. Su sabático fue un suceso. Pero supongamos que, en cambio, se le ofreció un puesto como decano de una institución distinta de la suya. Ella arriesga, deja la enseñanza y en su nuevo trabajo aprende nuevas habilidades y hace nuevos amigos. Es un evento, un giro significativo en el camino.
3. Desterrar la expresión “espíritu del Concilio”. Claro, la expresión es fácilmente manipulable, pero tenemos que recordar que la distinción entre espíritu y lo textual es venerada en la tradición cristiana. El espíritu, correctamente entendido, indica los temas y orientaciones que impregnan el concilio con su identidad, ya que no se encuentran en un solo documento, sino en todos o casi todos ellos. Así, el “espíritu del Concilio”, aunque basado en el texto de los documentos del concilio, trasciende a cualquiera específico de ellos. Nos permite ver el gran mensaje del concilio y la dirección en la que señaló la iglesia, que era en muchos aspectos diferente de la dirección antes del Vaticano II.
4. Estudiar los documentos de forma individual, sin considerar que forman parte de un corpus integral. No puedo nombrar a alguien que insista en este principio, pero ha sido el acercamiento común a los documentos desde que el concilio terminó. Por supuesto, para comprender el corpus se debe entender primero las partes componentes. Por lo tanto, el estudio de los documentos individuales es indispensable y el primer paso en la comprensión del corpus. Con demasiada frecuencia, sin embargo, incluso los comentaristas se han detenido en ese momento y no han investigado cuál fue la contribución de un texto específico a la dinámica del concilio en su conjunto, es decir, a su “espíritu”.
5. Estudiar los últimos 16 documentos en orden de la autoridad jerárquica, no en el orden cronológico en el que se aprobaron en el concilio. Los documentos, por supuesto, tienen diferentes grados de autoridad (constituciones antes que decretos, decretos antes que declaraciones). Pero este principio, al ser tratado exclusivamente, ignora la naturaleza intertextual de los documentos del concilio, es decir, su interdependencia, la estructura textual de uno sobre otro en el orden en que se fue dando el concilio. El documento de los obispos, por ejemplo, no se podría introducir en el concilio hasta que el documento sobre la iglesia estaba en su lugar, sobre todo debido a la crucial importancia de la doctrina de la colegialidad que se debate en la “Constitución dogmática sobre la Iglesia”. Los documentos, por lo tanto, fueron se parafrasearon, y se adaptaron el uno al otro a lo largo del desarrollo del concilio. Por lo tanto, forman un todo coherente e integral y deben ser estudiados de esta manera. No son una bolsa de sorpresas de unidades discretas. (Desafortunadamente, la última edición de la traducción utilizada de los documentos del Concilio, editado por Austin Flannery, OP, los imprime en orden jerárquico, no cronológico).
6. No prestar atención a la forma literaria de los documentos. Una característica que distingue más claramente el Concilio Vaticano II de todos los concilios anteriores es el nuevo estilo en el que formula sus representaciones. A diferencia de los concilios anteriores, el Vaticano II no funciona como un cuerpo legislativo y judicial en el sentido tradicional de estos términos. Estableció ciertos principios, pero a diferencia de concilios anteriores no generó un cuerpo de ordenanzas que prescriben o proscriben los modos de comportamiento, con sanciones por su incumplimiento. No emitió veredictos de culpabilidad. Empleó en su mayoría un nuevo vocabulario para los concilios, lleno de palabras que implican colegialidad, reciprocidad, tolerancia, amistad y la búsqueda de un territorio en común.
7. Aferrarse a los 16 documentos finales y no prestar atención al contexto histórico, la historia de los textos o las controversias generadas durante el concilio. Este principio permite que los documentos puedan ser tratados como si flotaran en algún lugar fuera del tiempo y lugar y así se puedan interpretar. Sólo examinando el trayecto que el decreto sobre la libertad religiosa, por ejemplo, experimentó durante el Concilio, hasta el punto de que parecía que no podía ser aprobado, se puede entender su carácter pionero y su importancia para el papel de la Iglesia en el mundo hoy. Por otra parte, existen documentos oficiales más allá de los 16, que son cruciales para la comprensión de la dirección que el concilio tomó, como el discurso de apertura del Papa Juan XXIII, “Se regocija la Madre Iglesia” y el “Mensaje para el mundo”. Estos dos documentos abrieron el concilio, por ejemplo, a la posibilidad de producir “La Iglesia en el Mundo Moderno”.
8. Prohibir el uso de fuentes “no oficiales”, tales como los diarios y correspondencia de los participantes. Sin duda, las fuentes oficiales: los textos finales y el “Acta Synodalia”, publicado por la Oficina de Prensa del Vaticano, es y debe seguir siendo la primera referencia y la de mayor autoridad para la interpretación del Concilio. Sin embargo, los diarios y las cartas de los participantes proporcionaron información faltante en las fuentes oficiales y en ocasiones explican mejor el repentino giro que se dio en el concilio. Los editores de la magnífica colección de 13 volúmenes de documentos sobre el Concilio de Trento, el Tridentinum Concilium, no dudaron en incluir los diarios y la correspondencia, que han demostrado ser indispensables para la comprensión de ese concilio y utilizados por todos los intérpretes.
9. Interpretar los documentos como expresiones de continuidad con la tradición católica. Como un énfasis en la interpretación de los documentos del Concilio, esto es correcto y debe ser insistido. El problema surge cuando este principio excluye toda idea de discontinuidad, es decir, todo tipo de cambio. Es un absurdo creer que nada ha cambiado, que nada sucedió. El 22 de diciembre de 2005, el Papa Benedicto XVI proporcionó una corrección a dicha exclusividad cuando dijo en su discurso a la Curia Romana que lo que se requiere para el Vaticano II fue una “hermenéutica de la reforma”, que definió como una “combinación de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles”.
10. Evaluar el concilio como una profecía autocumplida. Este principio no se trata tanto de malinterpretar el concilio, se trata de emplear las evaluaciones para determinar cómo se puede implementar. El principio es peligroso en manos de cualquiera, pero especialmente peligroso en las manos de aquellos que tienen la autoridad para operar en base a sus evaluaciones. En este sentido “la consigna del partido” en la novela “1984” de George Orwell, da en el clavo: “Quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado”.
John W. O’Malley, SJ, catedrático en el departamento de teología en la Universidad de Georgetown, es el autor de Los primeros Jesuitas y Qué pasó en el Vaticano II (Harvard University Press).
Artículo publicado en la web de America Magazine.