San Ignacio de Loyola: la segunda conversión
La conversión más honda de San Ignacio, para muchos, no se da entonces en Loyola en esa cama postrado, sino en el Río Cardoner, luego de esa depresión “de buscar a Dios sin el mundo”. San Ignacio en su Autobiografía relata en tercera persona su segunda y gran conversión de esta forma: “Una vez iba por su devoción a una iglesia, que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama san Pablo, y el camino va junto al río; y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas”.
San Ignacio pasa del estar “en el mundo sin Dios” a “buscar a Dios sin el mundo” y de ahí finalmente a “encontrar a Dios en el mundo”, transformando esta consigna en la consigna más propia de la espiritualidad ignaciana: ser “contemplativos en la acción”, “buscar y hallar a Dios en todas las cosas”, “en lo más profundo de las realidades”.
Esta espiritualidad Ignaciana se opone entonces a una búsqueda de Dios que rechaza el mundo y la humanidad.
Hegel y Odo Marquard tienen dos relatos que sintonizarían mucho con esta mirada.
El primero relata la pequeña historia de aquel hombre que quería fruta y por ello rechazó manzanas, peras, ciruelas, cerezas y membrillo: “Pues no quería manzanas, sino fruta, no quería peras, sino fruta, ni membrillo, sino fruta; así que eligió el único camino que le conducía con seguridad a no conseguir lo que quería, que era fruta; pues la fruta sólo existe (al menos para los seres humanos) en forma de manzanas, peras, ciruelas, cerezas o membrillo”.
Odo Marquard dice que lo mismo sucede a quien busca directamente la felicidad o el sentido de la vida: “Pues una persona así no quiere leer, sino que quiere sentido, no quiere escribir, sino que quiere sentido, tampoco quiere trabajar, sino que quiere sentido, no quiere dormir, sino que quiere sentido, no quiere cumplir deberes, sino que quiere sentido, no quiere seguir inclinaciones, sino que quiere sentido, etc.: no quiere profesión, sino sentido; no quiere hobby, sino sentido; no quiere familia, sino sentido, no quiere soledad, sino sentido, no quiere Estado, sino sentido, no quiere arte, sino sentido, no quiere economía, sino sentido, no quiere ciencia, sino sentido, no quiere compasión, sino sentido, etc. También esta persona elige el único camino que le conduce con seguridad a no alcanzar lo que quiere: el sentido”.
Me atrevo a meterme, con el cartel de San Ignacio, entre Hegel y Marquard, y decir que lo mismo sucede a quien busca directamente a Dios, su poder y su camino, y no quiere panes, porque quiere a Dios, no quiere pescados y mariscos recién salidos del mar, porque quiere a Dios, no quiere una bella poesía que hable de lo más humano, porque quiere a Dios, no quiere conocer las mingas, porque quiere a Dios; no quiere goles, ni hacer el amor, ni compartir en familia o comunidad, porque quiere a Dios…
También esta persona elige el único camino que le conduce con seguridad a no alcanzar, o mejor dicho no ser alcanzado, por lo que busca: Dios.
La espiritualidad es una espiritualidad que encuentra a Dios en el mundo, trabajando, dándose, manifestándose en las muchas multiplicaciones de los panes de todos los días, y que trata de enfrentar a los fariseísmos del mundo que no logran acoger que detrás de todo pan se transparenta el Pan de Vida.
Es verdad, un riesgo de la espiritualidad ignaciana tiene que ver con quedarse en el pan, la política, la celebración y la comunidad y no ir en profundidad desde allí a lo más hondo, la huella de Dios.
Ése es el riesgo, pero el gran regalo de San Ignacio es invitarnos a valorar las mediaciones de la vida, a gozarnos de la literatura, de los movimientos políticos y las luchas y celebraciones de todos los días, porque el Pan de Vida se ha hecho carne y está en el pan, los pescados y un hombre de carne y hueso, el Jesús de ayer y el Jesús de hoy.
Pablo Romero S.J. Artículo publicado en el blog Territorio Abierto.