El Vaticano II en medio del conflicto de interpretaciones (COMPLETO)

Víctor Codina SJUN VERDADERO PENTECOSTÉS
El deseo y oraciones de Juan XXIII, que pedía que el Vaticano II fuera un Pentecostés para la Iglesia, fue ampliamente escuchado por el Señor. El Vaticano II fue una auténtica irrupción del Espíritu sobre la Iglesia, un acontecimiento salvífico, un verdadero kairós. Hay un “antes” y un “después” del Vaticano II.
Este tema ha sido tan ampliamente estudiado que bastará recordar las líneas fundamentales del cambio producido en el Concilio:
De la Iglesia de cristiandad, típica del Segundo Milenio, centrada en el poder y la jerarquía, se pasa a la Iglesia del Tercer Milenio, que recupera la eclesiología de comunión típica del Primer Milenio y se abre al desafío de los nuevos signos de los tiempos (GS 4; II; 44).
De una eclesiología centrada en sí misma, se abre a una Iglesia orientada al Reino, del cual la Iglesia es, en la tierra, semilla y co­mienzo (LG 5).
De una Iglesia sociedad perfecta, tan visible e histórica como la re­pública de Venecia o el Reino de los francos (Roberto Belarmino), se pasa a una Iglesia misterio, radicada en la Trinidad, una muche­dumbre congregada por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (LG 4).
De una eclesiología exclusivamente cristocéntrica (incluso “cristo­monista”, según la formulación de teólogos del Oriente), se pasa a una Iglesia que vive tanto bajo el principio cristológico como bajo el principio pneumático del Espíritu, quien la rejuvenece, la renueva y la conduce a la unión consumada con Cristo (LG 4)
De una Iglesia centralista, a una Iglesia corresponsable y sinodal, que respeta las Iglesias locales, en las cuales y por las cuales exis­te la Iglesia universal (LG 23).
De una Iglesia identificada con la jerarquía, a una Iglesia toda ella pueblo de Dios, con diversos carismas y ministerios (LG II).
De un Iglesia triunfalista, que parece haber llegado a la gloria, a una Iglesia que camina en la historia hacia la escatología y se llena del polvo del camino (LG VII).
De una Iglesia señora y dominadora, madre y maestra universal, a una Iglesia servidora de todos y en especial de los pobres, en los que reconoce la imagen de su fundador pobre y paciente (LG 8).
De una Iglesia comprometida con el poder, a una Iglesia enviada a evangelizar a los pobres, con los que se siente solidaria (GS 1; LG 8).
De una Iglesia arca de salvación, a una Iglesia sacramento de sal­vación (LG 1; 9; 48), en diálogo con las otras iglesias y con las otras religiones de la humanidad (NA), en pleno reconocimiento de la libertad religiosa (DH).
En este sentido se ha dicho que el Vaticano II, y concretamente la constitución Lumen gentium, ha sido un concilio de transición, en­tendida esta transición como el paso de una eclesiología tradicional a otra renovada. Para algunos es el paso del anatema al diálogo (R.Garaudy), un verdadero aggiornamento de la Iglesia, para otros, se­guramente excesivamente optimistas, el réquiem del constantinismo.

Y SIN EMBARGO…
Sin entrar aquí y ahora en lo que ha sucedido en el inmediato y poste­rior postconcilio, ya el mismo Vaticano II presenta una serie de déficits que lastrarán sus elementos positivos y los ensombrecerán.
Además de que el Vaticano II tuvo que acceder a admitir una serie de enmiendas (o modos) de los grupos más conservadores, que hacen que su eclesiología contenga una cierta ambigua dualidad entre el acento jurídico de la eclesiología tradicional y la afirmación de la ecle­siología de comunión (como el teólogo italiano Acerbi ha señalado), el Concilio no trata y guarda silencio sobre temas ya entonces can­dentes: el celibato sacerdotal y la carencia de ministros ordenados, el papel de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, la participación de los seglares en lá responsabilidad ministerial, la sexualidad, la disciplina del matrimonio, la forma de elegir a los obispos, el estatuto eclesioló­gico de los obispos auxiliares, de los nuncios y de los cardenales, la función de la curia romana, la relación entre leyes civiles y morales, la relación con las Iglesias orientales separadas de Roma …
Estas lagunas han hecho que la magnífica eclesiología de comunión del Vaticano II, en la práctica haya quedado muchas veces a mitad de camino por falta de mediaciones eclesiales concretas para llevarlas a su realización. Muchos de estos temas se convertirán en el postcon­cilio, sobre todo en tiempo de Pablo VI, en cuestiones no sólo canden­tes sino conflictivas. Pensemos, por ejemplo, en la polémica surgida en torno a la Humanae vitae.
DE LA PRIMAVERA AL INVIERNO ECCLESIAL
Añadamos a lo anterior que el poner en práctica el Vaticano II, luego de quince siglos de constantinismo eclesial, produjo muchas reacciones y exageraciones en el seno de la Iglesia. Desde la sociología, en concreto desde la sociología religiosa, esto no debería extrañarnos, pues una gran masa de fieles no cambia rápidamente su modo tradicional de pensar y de actuar.
Algunos sectores muy conservadores se resistieron a aceptar el Vaticano II, creyeron que la Iglesia doblaba sus rodillas ante la modernidad (J. Maritain, L. Bouyer…).
Mucho peor y más intransigente fue la postura del obispo Marcel Lefebvre, que acabó formando un grupo disidente (Fraternidad de Pío X) y que fue personalmente excomulgado por Juan Pablo II (1988) al proceder Lefebvre a nombrar sus propios obispos. La cuestión litúrgica (el deseo de volver a la liturgia latina de Pío V) no fue lo más importante: en el fondo había un rechazo frontal del Vaticano II, al que se acusaba de protestantismo y modernismo. Conocemos toda la evolución que ha ido teniendo este grupo hasta nuestros días y los di­fíciles caminos de reconciliación. Si para algunos de ellos el Vaticano II fue una auténtica cloaca, ¿cómo poder dialogar con ellos?
Estas posturas críticas estaban también influidas por la deficiente hermenéutica y recepción del Concilio por otros grupos opuestos. Hubo de parte de algunos sectores de la Iglesia una interpretación excesivamente libre y alegre del Vaticano II, lo cual produjo excesos, abusos y exageraciones en terrenos dogmáticos, litúrgicos, morales, ecuménicos … y lo que fue más doloroso, el abandono del ministerio por parte de muchos sacerdotes y de muchos miembros de la vida consagrada. A esto se sumó un descenso de la práctica dominical y sacramental, divorcios, el aumento de indiferencia religiosa, el descenso de las vocaciones sacerdotales y religiosas, un ambiente muy secularizado y crítico frente a la Iglesia…
Esto explica el hecho de que, dentro de personas muy responsables y representativas de la Iglesia, se hiciera una crítica, si no del Vaticano II, sí ciertamente de su aplicación. Aquí hay que señalar la entrevista que tuvo el cardenal Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación de la fe, con el periodista italiano Vittorio Messori en 1985. Ratzinger no critica al Concilio sino al antiespíritu del Concilio que se ha introducido en la Iglesia, fruto de los embates de la modernidad y de la revolución cultural, sobre todo de Occidente. No defiende una vuelta atrás sino una restauración eclesial, una vuelta a los autén­ticos textos conciliares para buscar un nuevo equilibrio y recuperar la unidad y la integridad de la vida de la Iglesia y de su relación con Cristo. No se siente muy inclinado a resaltar la historicidad de la Igle­sia ni los signos de los tiempos, ni el concepto de pueblo de Dios, ni a apoyar las conferencias episcopales, que le parece que asfixian el papel del obispo local. Cree que los últimos veinte años después del Concilio han sido desfavorables para la Iglesia y opuestos a las expec­tativas de Juan XXIII. Ni la teología Iiberadora de América Latina ni las religiones no cristianas ni el movimiento feminista gozan de su sim­patía. El tono del diálogo es más bien pesimista y sombrío, mientras que para él un rayo luminoso de esperanza lo constituyen los nuevos movimientos laicales y carismáticos4•
Frente a esta postura crítica de Ratzinger sobre el postconcilio, el car­denal de Viena, Franz K6nig, que jugó un papel muy importante en el Vaticano II, escribió un libro, Iglesia, ¿adónde vas?5, que afirma que la minoría conciliar veía el Concilio como una amenaza y utilizó todo su poder para vaciarlo de contendido. Para K6nig, la Iglesia de hoy, sin el Vaticano II, habría sido una catástrofe y son un tanto sospechosos los intentos actuales de restauración eclesial.
El sínodo de obispos de 1985, convocado por Juan Pablo II defendió la identidad del Vaticano II frente a sus impugnadores, no obstante sus­tituyó el concepto de pueblo de Dios por el de Iglesia Cuerpo de Cristo, resaltó la importancia de la santidad y de la cruz en la Iglesia (segu­ramente creyendo que Gaudium et spes era demasiado optimista y humanista), sustituyó la palabra pluralismo por la de pluriformidad e intentó leer Gaudium et spes desde Lumen gentium y no al revés.
Se ha dicho que la minoría conciliar, que fue “derrotada” en el Vatica­no II, poco a poco ha ido enarbolando la interpretación y conducción del Vaticano II. Lentamente hemos ido pasando de la primavera al invierno conciliar (K. Rahner), a una vuelta a la gran disciplina (J.B. Libanio), a una restauración eclesial (J.C. Zízola), a una noche oscura eclesial (J.1. González Faus). A la revista Concilium, Iiderada por los grandes teólogos conciliares, se le añade en 1972 la revista Com­munio, inspirada por Hans Urs von Balthasar, con una línea teológica diferente. Von Balthasar parece constituirse en la gran figura teológica del postconcilio, como lo fue Rahner del Concilio. Algo está cambian­do.
Muchos de los documentos eclesiológicos del magisterio que se han ido produciendo en tiempo de Juan Pablo II, como Apostolos suos (1998), sobre las conferencias episcopales, Communionis notio (1992), sobre las Iglesias locales, la Instrucción sobre la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes (1987), marcan un claro retroceso respecto a la inspiración más profunda del Vaticano ll.
En cambio, hay que reconocer que al final del pontificado de Juan Pablo II hay algunos gestos de apertura, como la reunión de Asís con los representantes de todas las religiones (1986), la invitación a repen­sar entre todos los cristianos el ejercicio actual del primado de Pedro en la Iglesia (Ut unum sint, 1995), la petición de perdón de los peca­dos de la Iglesia en el segundo milenio en el año del jubileo del 2000 y la Instrucción Dominus Jesus (2000), que, aunque su contenido sea conservador, implica que se capta la importancia, urgencia y novedad del diálogo interreligioso.
A casi 50 años de la clausura del Concilio, algunos se preguntan si en éste realmente sucedió algo. Frente a esta postura, un tanto crítica y dubitativa, los estudios históricos dirigidos por G. Alberigo han demostrado fehacientemente que el Vaticano II fue un verdadero “acon­tecimiento”. Pero no han faltado reacciones en contra, como la de Mons. A. Marchetto, para quien el Vaticano II no opera ninguna rup­tura con el pasado, sino que es preferible hablar de continuidad. El mismo Benedicto XVI prefiere hablar de reforma sin ruptura.
CAMBIO DE ACENTOS
Pero, sin dejar de lado las diversas hermenéuticas y aplicaciones del Vaticano II, si nos fijamos en el nuevo contexto socioeclesial que hoy vivimos, constataremos que ha habido como un corrimiento de acentos y de interés en la apreciación y actualidad de los mismos documentos conciliares.
Para poner algún ejemplo, si la eclesiología del Vaticano II estuvo centrada, en Lumen gentiurn, en una Iglesia ya constituida, hoy día vemos que el decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, recobra mayor actualidad y urgencia, y esto no sólo para los llamados “países de misión” sino también y quizás sobre todo para los mismos países de tradición católica, convertidos hoy en verdaderos países de misión, donde es necesaria una nueva evangelización. ¿Es casual que el próximo sínodo de obispos tenga como tema la “nueva evangelización”?
El ecumenismo conciliar, expresado sobre todo en el decreto Unitatis redintegratio, parece quedar un tanto desplazado ante la actualidad del diálogo interreligioso que el mismo Vaticano II propició en su declaración Nostra Aetate. ¿Qué sentido y urgencia tienen las discusio­nes domésticas entre cristianos ortodoxos, evangélicos y anglicanos, cuando el grave problema es la relación con las grandes mayorías no cristianas? Todala problemática ecuménica, evidentemente, no des­aparece, pero queda como en un segundo lugar ante los problemas religiosos y políticos del diálogo con el islam, hinduismo, budismo, judaísmo y las religiones originarias, lo que algunos llaman macro­ecumenismo, aunque a otros disgusta este nombre.
Para poner otro ejemplo intraeclesial, las discusiones en torno a la Nota previa introducida un tanto misteriosamente al final de la Lumen gentium sobre la relación entre primado y colegialidad episcopal, quedan hoy muy relativizadas y como desplazadas ante el pedido del mismo Juan Pablo II en su encíclica Ut unum sint (1995) de que diri­gentes y teólogos de las diferentes iglesias y comunidades cristianas le ayuden a reformular el ejercicio del primado petrino hoy, para que, sin renunciar a su misión de servicio a la comunión, deje de constituir un obstáculo (¿el principal?) para la unión de los cristianos.
¿Qué está sucediendo? ¿Cómo interpretar estos cambios que afectan al mismo ser eclesial?
DE LA ECLESIOLOGíA AL PROBLEMA DE DIOS
Más allá de las buenas o malas voluntades, más allá de las diferentes ideologías y de las diferentes hermenéuticas en torno al Vaticano II, hay que reconocer que hoy estamos ante un cambio de época, estamos entrando en una crisis de cultura mundial, no precisamente destructiva, pero sí de proporciones inéditas.
Antropólogos, sociólogos, filósofos e historiadores reconocen que vivimos una situación nueva, una especie de tsunami, de terremoto global, que afecta a todas las dimensiones de nuestra existencia: sociales, económicas, políticas, culturales y también religiosas y espirituales. La generalización y aceleración de las comunicaciones, la globalización de flujos energéticos y de los recursos, la movilidad de las personas, el impacto creciente e inesperado de la ciencia, la amenaza de la degradación del planeta nos producen la impresión de caos generalizado.
Si hace algunos años todavía se soñaba con el Estado de bienestar, actualmente todo el mundo vive en una atmósfera de inseguridad, de incertidumbre y precariedad. La llamada “época axial” o el “tiempo eje” que desde el 900 a.C. hasta el 200 a.C. configuró la sabiduría y cosmovisión religiosa de China (Confucio), India (Suda), Grecia (Só­crates) e Israel (Isaías, Jeremías y los p rofetas), hoy ha entrado en una profunda crisis, se necesita elaborar un “segundo tiempo axial” (K. Jaspers) o, mejor aún, hay que reconocer que ya estamos viviendo en un nuevo tiempo axial.

Todo esto, naturalmente, afecta a nuestra conciencia religiosa y eclesial. J.B. Metz ha formulado en una especie de sorites los cambios que vivimos a nivel religioso y eclesial. Frente a una época de pertenencia pacífica a la Iglesia hoy hemos ido pasando primero a afirmar “Cristo sí, Iglesia no”, para luego ir avanzando a “Dios sí, Cristo no” y más adelante “religión sí, Dios no”, para acabar diciendo “espirituali­dad sí, religión no”.
En este clima caótico de cambio e incertidumbre generalizada, la problemática del Vaticano II ha quedado de algún modo desplazada o incluso superada. Ya no tiene mucho sentido seguir discutiendo sobre ritos litúrgicos, la curia vaticana, la disminución de la práctica dominical, el control de natalidad, la comunión a los divorciados o las parejas homosexuales … Los problemas son mucho más radicales y de fondo. Las generaciones jóvenes son las que más lo perciben y sufren.
El Vaticano II fue un concilio fuertemente eclesiológico, centrado en la Lumen gentiurn y en la Gaudium et spes. Respondía a la pregunta que Pablo VI había lanzado a los padres conciliares: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”. Todos los demás documentos giran en torno a la Iglesia o convergen en ella: revelación, liturgia, laicado, pueblo de Dios, jerarquía, vida religiosa, ecumenismo, diálogo con el mundo moderno, etc.
Pero pocos años después del Vaticano II, el mismo Pablo VI, en una semana social de Francia, cambió la pregunta del Concilio y la convirtió en esta otra: “Iglesia, ¿qué dices de Dios?”.
El teólogo y cardenal Walter Kasper reconoce que el Vaticano II se li­mitó demasiado a la Iglesia y a las mediaciones eclesiales y descuidó atender al verdadero y auténtico contenido de la fe, a Dios
Y Rahner llegó a afirmar que el concilio Vaticano I había sido más audaz que el Vaticano II al haberse atrevido a tratar la cuestión del misterio inefable de Dios. Y a este propósito escribió:
“El futuro no preguntará a la Iglesia por la estructura más exacta y bella de la liturgia, ni tampoco por las doctrinas teológicas controvertidas que distinguen la doctrina católica de los cristia­nos no católicos, ni por un régimen más o menos ideal de la curia romana. Preguntará si la Iglesia puede atestiguar la proximidad orientadora del misterio inefable que llamamos Dios. ( … ) Y por esta razón, las respuestas y soluciones del pasado Concilio no podrían ser sino un comienzo muy remoto del quehacer de la Iglesia del futuro”12.
La Iglesia ha de concentrarse en lo esencial, volver a Jesús y al evangelio, iniciar una mistagogía que lleve a una experiencia espiritual de Dios, es tiempo de espiritualidad y de mística. Y también de profecía frente al mundo de los pobres y excluidos que son la mayor parte de la humanidad, y frente a la tierra, la madre tierra, que está seriamente amenazada. Mística y profecía son inseparables. La Iglesia ha de generar esperanza y sentido en un mundo abocado a la muerte.
No es tiempo de retoques parciales, estamos en un tiempo que recuerda el que precedió inmediatamente a la Reforma. Hay que ir a lo esencial. Y no engañamos, no caer en la vieja tentación de tocar violines mientras el Titánic se hunde… La Iglesia ha de ser una comunidad mistagógica13, una comunidad hermenéutica, que sea mediación y no obstáculo para el encuentro con el Dios de Jesús.
DEL CAOS AL KAIRÓS
En este clima de perplejidad y de crisis universal, los cristianos afirmamos que en medio de este caos está presente la RUAH, el Espíritu que se cernía sobre el caos inicial para generar la vida, el mismo Espíritu que engendró a Jesús de María Virgen y lo resucitó de entre los muer­tos. Del caos puede surgir un tiempo de gracia, un kairós, una Iglesia renovada, nazarena, más pobre y evangélica.
Algunas voces postulan un nuevo concilio, pero en la actual situación eclesial y con el episcopado nombrado en las últimas décadas, un nuevo concilio tendría el gran riesgo de ser sumamente conservador y tradicionalista, nostálgico de la época de cristiandad del segundo milenio…
Habrá que esperar mejores coyunturas de futuro, confiar en la fuerza del Espíritu que sigue guiando a la Iglesia. Y, en todo caso, no debería convocarse un Vaticano III, al estilo de los anteriores sínodos de la Iglesia occidental, sino algo diferente y nuevo, un concilio verdaderamente ecuménico, un Jerusalén II.

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