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Aníbal Quiroga León ([1])
Hay políticas públicas que, pese a su rotundo fracaso en el pasado aquí, y en el mundo contemporáneo, la sociedad política pretende regurgitar, sobre todo frente a una emergencia nacional, aflorando populismos que tratan de coincidir con las grandes mayorías necesitadas y con los justos reclamos de las principales víctimas.
La pandemia del COVID-19 que nos abate tiene muchas aristas, ya que esta enfermedad aún es de etiología, tratamiento y cura desconocidos, con una velocidad de contagio y mortandad que nos aterra y, ciertamente, a nuestras autoridades ya lucen cansadas y confusas en la estrategia para hacerle frente con real eficiencia. No por nada tenemos el nivel de contagios y letalidad que tenemos, siendo hoy día Sudamérica la región más golpeada del planeta.
En estas penosas circunstancias, habiendo constatado la ineficiente infraestructura hospitalaria de la sanidad pública para hacerle frente a la pandemia con decoro, con la inmolación del personal médico y asistencial contagiado al tratar de salvar a sus conciudadanos con los escasos recursos que el Estado provee, aún en la emergencia, constatamos que nadie, en el mundo, tiene el tratamiento ni la cura eficaz para atender a los infectados, ya que ni siquiera sabemos bien cómo ataca este virus. Porqué algunos son asintomáticos, porqué la comorbilidad acrecienta la crisis, porqué la tercera edad es más vulnerable y sin embargo hay niños y jóvenes infectados y fallecidos. En fin.
Tampoco nadie sabe, urbi et orbi, cuál es el tratamiento eficaz. Sorprendidos mundialmente por este violento ataque, la medicina ha respondido con lo que ha tenido y ha experimentado con algunos fármacos, o la mezcla de ellos, en el entendido de que podrían ser más o menos eficaces, sin ninguna certeza hasta hoy. Eso ha hecho que la gente se vuelque sobre las farmacias en su desesperada búsqueda, sobre todo en su versión genérica que de por sí es más barata. Pero así como inicialmente la sobredemanda de mascarillas e implementos de bioseguridad hicieron que desaparecieran del mercado internacional, y las camas UCI, y los respiradores artificiales aún con plata en la mano, así mismo esa sobredemanda de genéricos supuestamente eficaces para el tratamiento del COVID-19 han escaseado -cuando no desaparecido- del mercado. Entonces, la respuesta es unánime: las grandes farmacias con posición de dominio las han escondido para ganar más dinero, poniendo a la venta aquellos que son de marca, que no son genéricos, por ser más caros y redituar más ganancias.
Prontamente no pocos políticos y autoridades han planteado la necesidad de regular y controlar el precio de las medicinas genéricas, desempolvando leyes de represión carcelaria al acaparamiento y especulación, con la finalidad de regular el mercado con el miedo, y así obligar a que todas las farmacias a vender al precio original, desconociéndose las reglas esenciales del mercado, sobre todo del farmacéutico, donde hay genéricos sin comprobación de bioequivalencia, con comprobación de bioequivalencia, genéricos de marca (producidos por la misma marca original, pero a menor costo) y medicamentos originales. En toda esa gama de calidades habrá, obviamente, una gama de precios, desde los muy baratos (aquellos que teniendo la misma fórmula química carecen de comprobación científica al no haber pasado por la prueba y certificación de la bioequivalencia -que tienen un costo- y que por eso pueden ser tan baratas, pero que nadie ha comprobado su efectividad en) hasta las más caras de marca pasando por estadios intermedios de calidad. Es decir, desde una Mototaxi hasta un Mercedes Benz.
Pero las autoridades parecen desconocer ABC del componente del precio: el costo. Bien es verdad que ante una sobredemanda el precio tenderá a subir (es regla básica de la economía) pero para eso hay que asegurar (desde el Estado) que en una emergencia no habrá escasez de medicamentos. Si no hay escasez, la sobredemanda será atendida y no se producirá el aumento de precio.
Pero eso no se logrará con un forzamiento a que algo se venda a un precio oficial, irreal, ya que eso producirá ineluctablemente tres efectos: a) escasez, porque no garantiza atender la demanda, sino precio barato y el stock desaparecerá prontamente del mercado; b) enriquecimiento de unos cuantos, los de siempre, en el nunca bien ponderado “mercado negro”; y, 3) un efecto paradojal, ya que la regulación estatal de precios estrechará la oferta desequilibrando el mercado y desatendiendo a la mayoría. Los supuestos beneficiarios con esta política serán los verdaderamente perjudicados. ¿Los gananciosos? Los agentes del mercado negro, los amigotes y familiares de los pocos que tengan acceso al poco stock, que se lo repartirán entre sí.
Así como no se puede regular el beneficio económico por ley, tampoco por ley se puede asegurar que la ecuación “costo+margen de ganancia+impuestos=precio” pueda ser condicionada con eficacia manipulándose desde arriba, normativamente, su resultado: el precio. Es como querer implantar el Ministerio del Desarrollo Verdaderamente Eficiente y Rentable, con una Sub-Dirección General de la Felicidad Perpetua, algo solo imaginable en la Venezuela de hoy.