DE SAPOS Y ALACRANES

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La intención del Proyecto de Ley 1027/2016-CR, que ya ha sido sustentado ante la Comisión de Constitución y Reglamento por sus autores de la mayoría congresal, resulta evidente: lanzar un misil a los principales medios de comunicación con el pretexto de coadyuvar a una eficaz lucha contra la corrupción y, por el otro, incorporar en las salas de redacción y producción de prensa una soterrada censura (¿ex ante o ex post?) a través de una “veeduría ciudadana” que, sin embargo, sería parte del Poder Ejecutivo inserta nada menos que en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones.
Para empezar el proyecto es pomposo y grandilocuente, y resulta generoso en la adjetivación.  En su Art. 1° se lee “Objeto de la ley.- Adoptar medidas destinadas a garantizar el derecho a la información objetiva, veraz, plural y oportuna de la sociedad y fortalecer el ejercicio de la libertad de expresión de los medios de comunicación y de la sociedad civil, legítimamente representada.  Evitar la influencia en contenido y línea editorial, entre otros conceptos análogos, como resultado de la interferencia de los actos de corrupción de titulares o terceros vinculados a medios de comunicación, cautelando la libertad de expresión y el derecho de información de los ciudadanos”.

Empecemos por el final: como los ciudadanos somos bobos e ignorantes, necesitamos que el Estado, por medio de una ley del Congreso, sea el guardián de nuestros derechos a la libertad de expresión e información. ¿En verdad esto le corresponde al Estado, o será más bien que el Estado debe respetar el libre ejercicio de esos dos derechos?  Importante matiz conceptual.

Yendo a lo primero, por qué una ley del Congreso debe ser la guardiana de que la información sea objetiva, veraz, plural y oportuna de la sociedad (sic), so pretexto de fortalecer el ejercicio de la libertad de expresión en los medios de comunicación y de la sociedad civil legítimamente representada. ¿Cuál sería una representación ilegítima? Al margen del galimatías, no se entiende quién es el llamado a representar legítimamente a la sociedad civil ni ante quién lo haría.

La normatividad principal es tramposa y engañosa. En los dos primeros incisos del Art. 2° se proscribe que los directores periodísticos, editores, productores o de cargos análogos con responsabilidad en la línea editorial de un medio de comunicación ejerzan esos cargos cuando haya sido pasibles de condena firme por delito de corrupción.  También se prohíbe que el presidente del directorio, los directores o accionistas, gerente general o apoderados de un medio de comunicación puedan ejercer esos cargos o tengan esa titularidad (ser accionista no es un cargo, es ser titular de una alícuota del capital social) si es que han recibido sentencia firme por delito de corrupción.

La trampa aparece en el inciso tercero en el que se establece las mismas prohibiciones y proscripciones, para las mismas personas, ya no por haber recibido una condena firme (al final de un debido proceso se entiende), sino por el solo hecho de tener abierta una simple investigación fiscal por delito de corrupción;  de esas que se abren con razón y sin razón, que se jalonean fiscales, procuradores (ad hoc u ordinarios) y comisiones investigadoras del Congreso.  Claro, la norma es bondadosa: la proscripción cesará cuando dicha investigación sea archivada en forma definitiva.

Por supuesto que este proyecto, además de no contemplar figuras delictivas también muy graves para la sociedad (violación, pedofilia, homicidio o terrorismo), viola flagrantemente el derecho constitucional a la presunción de inocencia y se prestará a una andanada de acusaciones y denuncias, de cualquier índole, contra los integrantes de un medio de prensa para que, por el solo mérito de su apertura o inicio, los denunciados queden proscritos de dichos medios de prensa.  Una barbaridad.

Porqué la abrumadora mayoría congresal, que es oposición al gobierno, pretendería suicidarse con una norma de esta laya.  La verdad es difícil de entender, pero parece altamente improbable que una norma de esta factura sea finalmente aprobada por el Congreso. Y si lo fuera, para deshonra de nuestra aún frágil democracia, sería prontamente fulminada por el Tribunal Constitucional, que para eso precisamente está.

La explicación quizás la podamos encontrar en una fábula atribuida a Esopo: el sapo y el alacrán.  Necesitado éste de transporte para cruzar un río, le propone a aquél una temporal asociación: tú me llevas en el lomo y yo no te ataco,  propuso el alacrán al sapo.  En un principio el sapo no le creyó, pero seducido por el alacrán terminó cediendo.  Cuando están por llegar a la otra orilla, el sapo sintió que el alacrán le clavó el aguijón. ¿Por qué lo has hecho? ¡Juraste no hacerlo! alcanzó a exclamar un agonizante sapo, a lo que el alacrán le respondió: lo siento sapo, es parte de mi espíritu…

Parece haber un ADN autoritario en la formulación de una norma así. ¿Por qué plantearla justo ahora?  Porque sus autores lo llevan en el espíritu y no han logrado desprenderse de esa pulsión tanática contra las principales libertades. No han evolucionado, pese a su aplastante mayoría, hacia un desarrollo democrático cualitativamente superior a aquel que recibieron como impronta política en la historia reciente de su nacimiento.  Y mientras ello no evolucione hacia formas, maneras y cotas sustancialmente más democráticas y depuradas, se auto postergarán como alternativa viable de gobierno.

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