En una economía social de mercado, el Estado tiene reservado un rol fundamentalmente subsidiario dentro de los agentes y dinámica económicos y –sobre todo- un rol regulador o arbitral entre las diversas fuerzas del mercado, a fin de evitar innecesarias distorsiones provenientes de los cárteles, monopolios, abusos de posición de dominio o falta de idoneidad en el servicio que brindado al consumidor, es decir, al eslabón final de la cadena de producción que, al mismo tiempo, es la raíz y la razón de ser de la economía de mercado.
Los productos se fabrican para el consumo. Y mientras más consumo y masivo sea, más crecerá la economía y con ello el rendimiento de las empresas, la capacidad de pago y trato a sus trabajadores, para sus demás obligaciones (impuestos, derechos y requisitos, etc.); y, con esa rentabilidad, se generará más actividad empresarial que, volviendo al principio, hará crecer la economía y la riqueza de una nación, a la par de la capacidad de consumo y satisfacción de su población. Es simple.
Pero cuando una de las poleas de la maquinaria económica funciona mal, o se distorsiona o pervierte, las regulaciones del mercado terminarán afectándose y, con ello, el crecimiento económico, la rentabilidad, la capacidad de mayor inversión y de expansión de las empresas, su capacidad de pago a los trabajadores, los impuestos y demás derechos, perjudicándose al final y de modo directo al último eslabón de la cadena productiva: el consumidor que, paradójicamente, es el motor del sistema económico.
Cuando a McDonalds se la multó en los EEUU con más de $ 4’000,000 por que una consumidora derramó sobre su pecho café caliente recién comprado, todos aplaudieron esa decisión, con la ilusión de que el dueño de la empresa, el empresario, sufra esa sanción y la multa golpee fuertemente su bolsillo. Lamentablemente no sucede así y por el sistema de dilución del daño, ese mayor costo (la multita) será trasladado al precio del producto futuro, encareciéndolo. Dos serán las consecuencias: (i) la empresa multada perderá competitividad ante su competencia ya que forzosamente deberá encarecer su precio por un mayor costo; y, (ii) será el consumidor final quien -al fin de cuentas- pague de su bolsillo los mayores costos de la multa. La autoridad terminará multando al futuro usuario consumidor. Y ello es indistinto para los bienes y los servicios. Siempre opera así.
La cosa se pondrá peliaguda cuando el Estado no otorga al regulador de un presupuesto adecuado disponiendo que sus ingresos sean “completados” con las multitas, entregando todo –o gran parte- de la multa al regulador como “ingresos propios”, creando un inmediato efecto absolutamente pernicioso: más te multo, más presupuesto tengo. Dicho de otro modo, en una economía de escala, el negocio del regulador será el multar a diestra u siniestra, sin razonabilidad alguna, de manera que a mayores multas, mayores ingresos. Y de paso se llevarán palmas mediáticas que los pondrán en primera plana como salvadores de la patria. Así de simple.
Lo que no se da cuenta el regulador, o no quiere escuchar, es que esas mayores, desproporcionadas e ingentes multas no harán otra cosa que encarecer el precio de los productos que oferten los multaditos, ya que incrementando su costo, ese mayor compromiso económico se trasladará al precio que el usuario futuro deberá pagar. Luego de la multa a MCDonalds, el café ya no se vendió a 0.99 sino a 1.05 dólares: al cabo de 4 meses la multita impuesta fue pagada por sus propios consumidores, casi sin darse cuenta.
Por eso el Tribunal Constitucional ha puesto límites a la naturaleza de la multa: debe ser disuasiva, proporcional y razonable. No porque la autoridad imponga una exorbitante multa el mercado se regulará mejor, ya que eso no afecta de modo directo el estado de pérdidas y ganancias de la empresa y, menos aún, afectará el bolsillo de sus propietarios como suele darse en el imaginario popular: al final será el pueblo, el ciudadano, el sufrido consumidor –quien con su platita es la base y razón de ser de la economía social de mercado- el que habrá de pagarla. ¿Suena justo?