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LA CIUDADANÍA

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COMENTARIO DEL ART. 33º DE LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DEL ESTADO DE 1993

 Art. 33º.- “El ejercicio de la ciudadanía se suspende:

1. Por resolución judicial de interdicción.

2. Por sentencia con pena privativa de la libertad; y,

3. Por sentencia con inhabilitación de los derechos políticos.”

 COMENTARIO:

LA CIUDADANÍA.-

El concepto de ciudadanía es uno de los más complejos en la doctrina constitucional, teniendo distintas acepciones. Sin embargo, trataremos de dar una definición unívoca a efectos académicos. Previamente debemos señalar que la relación individuo-estado no se agota en las relaciones civiles, basadas esencialmente en el reconocimiento y la garantía de los derechos fundamentales de libertad, sino que se extiende a aquellas relaciones características de la participación de los ciudadanos en la vida del Estado, lo que configura las relaciones políticas.

En este contexto, la ciudadanía se puede definir como el vínculo político entre el ser humano y el Estado, por medio del cual el primero forma parte de la comunidad política (el Estado). Asimismo, permite a los ciudadanos en el ejercicio de la potestad política dentro una sociedad democrática. En otros términos, permite a los ciudadanos el ejercicio de sus deberes y derechos políticos.

Sin embargo, si la ciudadanía genera una serie de derechos (y también deberes) del ciudadano frente al Estado, su ejercicio –por más que se trate de un Derecho Fundamental y básico, como cualquier derecho- no es irrestricto, sino sujeto a limitaciones en su ejercicio como lo establece nuestra Carta Política, conforme detallaremos a continuación.

LIMITACIONES AL EJERCICIO DE LA CIUDADANÍA.-

Una expresión de las limitaciones al ejercicio de la ciudadanía es la establecida en la norma constitucional bajo comento. En efecto, el Art. 33º de la Constitución Política del Estado regula la denominada “Suspensión del ejercicio de la ciudadanía” que consiste en la privación temporal de los derechos políticos de una persona, según se configure alguno de los supuestos de hecho establecidos en la norma constitucional.

La norma constitucional en comentario tiene como antecedente inmediato la previsión  contenida en el Art. 66 de la Constitución Política de 1979(D), con un texto casi idéntico; y se refieren a las condiciones y requisitos para que se de la suspensión del ejercicio de la ciudadanía peruana.

Finalmente, debemos señalar que los supuestos establecidos en el Art. 33º de la Constitución Política del Estado son de naturaleza restrictiva, más no enunciativa, máxime si tienen como objeto la limitación en el ejercicio de derechos políticos del ciudadano.

Supuestos:

El primer supuesto es la resolución judicial de interdicción. Esta causal supone la declaración judicial de la incapacidad civil de una persona que esté incursa en cualquiera de los supuestos de incapacidad absoluta o relativa de ejercicio establecidos en los Arts. 43º y 44º del Código Civil, que a continuación reseñamos:

“Art. 43º.- Son absolutamente incapaces:

1. Los menores de dieciséis años, salvo para aquellos actos determinados por la ley.

2. Los que por cualquier causa se encuentren privados de discernimiento.

3. Los sordomudos, los ciego sordos y los ciegosordos y los ciegomudos que no pueden expresar su voluntad de manera indubitable.”

“Art. 44º.- Son relativamente incapaces:

1. Los mayores de dieciséis y menores de dieciocho años de edad.

2. Los retardados mentales.

3. Los que adolecen de deteriorio mental que les impide expresar su libre voluntad.

4. Los pródigos.

5. Los que incurren en mala gestión.

6. Los ebrios habituales.

7. Los toxicómanos.

8. Los toxicómanos.

9. Los que sufren de pena que lleva anexa la interdicción civil.”

Como señala la doctrina, la capacidad de ejercicio es la atribución de la persona de ejercitar por sí misma los derechos a los que tiene capacidad de goce. El que es plenamente capaz de ejercicio no tiene que recurrir a ninguna otra persona para acceder a sus derechos, es decir, los puede ejecutar por sí mismo([1]).

En tal sentido, la incapacidad civil de ejercicio es una declaración de naturaleza jurídica, el cual requiere de un procedimiento judicial determinado. En efecto, para que una persona mayor de edad sea imputada como incapaz absoluto y/o relativo es necesario seguir un proceso judicial denominado proceso de interdicción civil, regulado en los Arts. 581º a 584º del Código Procesal Civil. Solamente después de una resolución judicial que declare la incapacidad de ejercicio de una persona es que se puede denominarla interdicta, y por ende, con la suspensión del ejercicio de sus derechos políticos.

El segundo supuesto es la pena privativa de libertad, que implica la expedición de una sentencia condenatoria en un proceso penal regular, respetándose las garantías del Debido Proceso Legal, cuya condena respetando el principio de legalidad, expresamente contenga como sanción accesoria la privación de la ciudadanía, pues de otro modo no se podría llegar a tal sanción sin ley expresa ni condena expresa que sí lo contenga. La pena privativa de libertad implica la afectación de un bien jurídico del sujeto que la padece (en este caso la libertad individual) con la finalidad de lograr la resocialización del penado([2]).

Según el Art. 29º del Código Penal vigente (modificado por la Quinta Disposición Final del Decreto Legislativo Nº 895 del 23 de mayo de 1998) señala que dicha pena puede ser temporal (con una duración mínima de dos días y una máxima de treinta y cinco años) o de cadena perpetua (de carácter absoluto), conforme detallamos a continuación:

“Art. 29º.- La pena privativa de libertad puede ser temporal o de cadena perpetua. En el primer caso tendrá una duración de mínima de 2 días y una máxima de 35 años.”

En el primer caso, la suspensión del ejercicio de la ciudadanía estará vigente hasta que se cumpla el tiempo establecido en la penal. Sin embargo, en el supuesto de cadena perpetua, la suspensión es de carácter indefinido, salvo amnistía o indulto. Siempre habrá discusión en el supuesto de “detención domiciliaria” para determinar si constituye o no la causal de “pena privativa de la libertad”. Pero, en esencia, es una figura de restricción de la libertad, una detención corporal que se cumple en un plazo diferente. No tendría porque dar lugar a una interpretación diferente.

El tercer supuesto es la sentencia con inhabilitación de los derechos políticos, que es una especie de pena limitativa de derechos regulada en el inciso 3) del Art. 36º del Código Penal vigente, que señala lo siguiente:

“Art. 36º.- Inhabilitación.- La inhabilitación producirá, según disponga la sentencia:

(…)

3. Suspensión de los derechos políticos que señale la sentencia;  

(…)”

Al igual que en el supuesto anterior, esta causal supone la expedición de una sentencia condenatoria dentro de un proceso con el respeto de las garantías del Debido Proceso Legal. Los efectos de la suspensión del ejercicio de la ciudadanía dependerá exclusivamente del plazo de inhabilitación establecido en la sentencia correspondiente, no importando si estamos ante una pena principal o accesoria (según los Arts. 39º y 40º del Código Penal).

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A PROPÓSITO DE LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA O DEBIDO PROCESAL LEGAL

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Desde hace ya algunos años, venimos discutiendo y trabajando sobre los alcances y definición del derecho fundamental de todo justiciable a un Debido Proceso Legal o a la Tutela Judicial Efectiva.  Lo primero que se debe tener en cuenta respecto a este interesante tema es que ambos términos son sinónimos.  Hemos sido testigos durante la vigencia de la Constitución de 1979 la resistencia que se puso a admitir que el Art. 233 del derogado texto constitucional suponía la presencia de una garantía innominada de la Administración de Justicia que involucra a todas las demás Garantías Constitucionales de la Administración de Justicia y que constituyen un mínimo o principios elementales del Derecho Procesal en general.

Por ello, es que desconociéndose su diferente origen (uno anglosajón, el otro germánico), algunos con gran despiste han procurado hallar una diferenciación donde no la existe, de hacer ciencia en la mera definición, de hallar diferencias en la similitud, generando más confusión y que adecuada difusión, en perjuicio de este nomble instituto del Derecho Constitucional Procesal.

Sin embargo, si se hace un repaso de la doctrina comparada, se aprecia que similar conflicto se ha suscitado en otros ordenamientos constitucionales que, contrariamente a lo establecido en nuestra derogada Carta Constitucional, no contienen una enumeración de lo que constituyen las Garantías Constitucionales de la Administración de Justicia, hoy determinados –con poco acierto, es verdad- en el Art. 139 de nuestra vigente Carta Constitucional de 1993 como “Principios y Derechos de la Función Jurisdiccional”.

Lo primero que tendríamos que señalar al respecto, como ya se ha dicho desde hace varios años, es que reciban el nombre que se les otorgue en cualquier ordenamiento constitucional, estamos, ciertamente, ante Derechos Fundamentales.  Hoy, contamos con una norma constitucional que plasma en texto positivo de suprema jerarquía, el Derecho Fundamental al Debido Proceso.  Discreparemos con dicha norma constitucional cuando pretende incorporar a este Derecho Fundamental, tal si fuera una más de las Garantías Constitucionales de la Administración de Justicia, sin meditar que, el cumplimiento de las Garantías de la Administración de Justicia, o como queramos llamares, dará como consecuencia inmediata que se haya tramitado un “debido proceso”, investido de las Garantías que no solamente la Constitución plasma, sino que ha sido ya hace algún tiempo incorporada en los textos de los diferentes Convenios Internacionales que versan sobre Derechos Humanos.

En segundo lugar, cabría señalar que, el Debido Proceso Legal es una norma constitucional de naturaleza autoaplicable, de primera generación, y el Juzgador -constitucional o no- deberá necesariamente aplicarla inmediatamente, e interpretarla de un modo creativo, sin necesidad de esperar norma legal de inferir jerarquía que la desarrolle, de tal forma que si se aprecia una deficiencia en el texto procesal respecto a la ausencia de uno de los derechos que están contenidos en este amplio Derecho Fundamental,  deberá realizarse dicha interpretación de modo tal que el Justiciable no se vea sometido a un proceso judicial irregular.  Cabe enfatizar en este punto el término irregular, pues la consecuencia inmediata de la ausencia de un Debido Proceso Legal, conllevará necesariamente que nos encontremos ante un proceso notoriamente irregular.

Es grave que un Proceso Judicial ordinario devenga en irregular como consecuencia de la inobservancia de un Debido Proceso Legal, y ello, sabemos, ocurre diariamente en nuestro medio.  Ahora bien, mayor gravedad podríamos señalar, se puede acusar cuando durante la tramitación de un Proceso Constitucional de Garantías, llámese Hábeas Corpues, Amparo, Hábeas Data, Acción de Cumplimiento, el Juzgador, que es uno Constitucional, incurre en omisiones y deficiencias tales que conllevan la violación del mencionado Derecho Fundamental.  Lamentablemente, la jurisprudencia reciente de nuestros tribunales en materia de Derecho Público nos han hecho notar, con gran preocupación, cómo se ha vulneradola garantía de la jurisdicción predeterminada por la Ley, y con ello vulnerado el derecho al Juez Natural. Consecuencia inmediata de lo antes señalado es que nos encontremos frente a un proceso donde no ha existido una verdadera Tutela Judicial Efectiva, en el sentido, interpretación y contenido que dicho Derecho Fundamental tiene.

Sin pretender extendernos en un análisis minucioso de lo que debe ser el Debido Proceso Legal al interior del proceso ordinario, y del proceso constitucional.  Quisiéramos analizar otros aspectos que se derivan del Derecho Fundamental materia de análisis. Es cotidiana la preocupación internacional respecto del retardo en la Administración de Justicia.  En nuestro medio, en Latinoamérica; y, la Unión Europea, el Poder Judicial es la institución pública que mayores críticas recibe respecto del tiempo que toma en proveer de justicia a los ciudadanos.  Ahora bien, es preciso destacar que nuestra noción de tiempo  procesal no es la misma que se utiliza como estándar en otras sociedades. Somos conscientes que la realidad judicial de nuestro país requiere de una inmediata atención por parte de las autoridades pertinentes, pues si bien el desarrollo en infraestructura que se dio en la pasada década no responde a las expectativas que se tuvieron respecto del proceso de reforma que se inició.  Somos también conscientes que no podemos asimilar inmediatamente las medidas que se han adoptado en otras comunidades jurídicas respecto del retardo en la administración de Justicia.  Pero, cabría hacerse la siguiente pregunta: qué consecuencia conlleva el retardo en la administración de justicia?, es solamente un retardo susceptible de reparo ante la misma autoridad jurisdiccional, o podemos señalar que el mismo puede afectar un Derecho Fundamental.

Analizaremos esta última constatación, realizando una suerte de comparación entre diversos derechos que conforman en sí el Debido Proceso Legal.  Si por ejemplo le manifestamos a un Juez que la tramitación de un proceso no ha conllevado una correcta notificación al demandado del mismo, la respuesta inmediata del Juzgador será que se puede dar en el mismo un supuesto de violación al Debido Proceso Legal, pues nadie puede ser juzgado y sentenciado sin haber podido ejercer, conforme a Ley, su derecho de defensa ante los tribunales.  Ahora bien, si el supuesto de hecho lo modificamos, y señalamos que un proceso judicial tiene más de 5 o 10 años de tramitación, (como ciertamente ocurre en nuestro país, bastando para ello apreciar, que aún existen en trámite procesos civiles regidos por la anterior legislación procesal civil), no creemos, que la respuesta del juzgador sea tan categórica como en el caso anterior.

El retardo en la administración de justicia, en nuestras sociedades no constituye en si misma una afectación al Debido Proceso.  Es una característica de los Sistemas de Administración de Justicia de América Latina en general, y la respuesta inmediata a la inquietud del justiciable por una atención pronta y eficiente del órgano jurisdiccional, consistirá en imputarle responsabilidad a las autoridades por la ausencia de una política adecuada en esta materia, y una notable desatención del Poder Judicial.  En primer termino ello es así, y se requiere una pronta atención de las necesidades de los justiciables en este sentido, pero también, creemos que podría darse una intervención de las propias autoridades jurisdiccionales en este sentido. 

La realidad judicial en la Unión Europea, hemos señalado, también adolece de este problema.  Ello, en un grado diferente al que tenemos nosotros, pero que ha causado gran preocupación en estas sociedades, pues carecer de un sistema de administración de justicia que responda a ciertas necesidades económico-sociales, puede ocasionar graves irregularidades en el desarrollo global.  La solución, o mejor dicho, el camino para la solución del problema materia de análisis, no ha sido únicamente el desarrollo de la infraestructura en el poder judicial.  Encontramos que, ha intervenido en dicho problema el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo.  He aquí la diferencia en la perspectiva europea del análisis del retardo judicial, y la que podemos observar en nuestro sistema.  Mediante una Sentencia dictada por el mencionado Tribunal Supranacional se ha determinado que el retardo en la administración de justicia constituye una violación al Debido Proceso Legal, habiéndose establecido, en la misma Sentencia,  que el plazo regular para la tramitación de un proceso judicial no debe exceder a dos años.  Es este pues un criterio que entendemos resulta creativo del derecho constitucional procesal, decimos, creativo, pues sin estar presente expresamente en diferentes textos constitucionales, se deberá incorporar como regla esencial del derecho procesal, y con ello, mínimo o estándar a cumplirse en la tramitación de un proceso, este plazo que ha previsto el mencionado Tribunal.  Difícil tarea a cumplirse le espera a diversos ordenamientos, pues deberán adecuar sus estructuras a esta Sentencia, que si bien se ha dictado hace ya algún tiempo, aún debe ser implementada y ejecutada plenamente.

Regresando a nuestro Sistema Judicial, causa preocupación meditar sobre lo que es considerado en nuestro medio un proceso irregular o un proceso ausente de Tutela Judicial Efectiva.  Si encontramos que, ante la violación flagrante de un derecho fundamental como lo es el del Juez Natural, o el de la jurisdicción predeterminada por la Ley, la respuesta que obtenemos del juzgador constitucional es que ello no supone una transgresión al Debido Proceso Legal; entonces qué respuesta podremos obtener a la dilación que existe en los procesos judiciales en nuestro medio, cualquiera sea la naturaleza de los mismos. Cabe anotar, que ello no solamente debe ser apreciado desde la perspectiva civil, más grave resulta aún en los procesos de orden penal, donde la inacción de las autoridades, y el retardo en la administración de justicia, conlleva la privación del Derecho Fundamental a la libertad, es esa pues, la dimensión del retardo en la administración de justicia, y son graves sus consecuencias, en cualquier medio o sociedad.

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YO TE MULTO, YO TAMPOCO

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En una economía social de mercado, el Estado tiene reservado un rol fundamentalmente subsidiario dentro de los agentes y dinámica económicos y –sobre todo- un rol regulador o arbitral entre las diversas fuerzas del mercado, a fin de evitar innecesarias distorsiones provenientes de los cárteles, monopolios, abusos de posición de dominio o falta de idoneidad en el servicio que brindado al consumidor, es decir, al eslabón final de la cadena de producción que, al mismo tiempo, es la raíz y la razón de ser de la economía de mercado.

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Los productos se fabrican para el consumo.  Y mientras más consumo y masivo sea, más crecerá la economía y con ello el rendimiento de las empresas, la capacidad de pago y trato a sus trabajadores, para sus demás obligaciones (impuestos, derechos y requisitos, etc.); y, con esa rentabilidad, se generará más actividad empresarial que, volviendo al principio, hará crecer la economía y la riqueza de una nación, a la par de la capacidad de consumo y satisfacción de su población.  Es simple.

Pero cuando una de las poleas de la maquinaria económica funciona mal, o se distorsiona o pervierte, las regulaciones del mercado terminarán afectándose y, con ello, el crecimiento económico, la rentabilidad, la capacidad de mayor inversión y de expansión de las empresas, su capacidad de pago a los trabajadores, los impuestos y demás derechos, perjudicándose al final y de modo directo al último eslabón de la cadena productiva: el consumidor que, paradójicamente, es el motor del sistema económico.

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Cuando a McDonalds se la multó en los EEUU con más de $ 4’000,000 por que una consumidora derramó sobre su pecho café caliente recién comprado, todos aplaudieron esa decisión, con la ilusión de que el dueño de la empresa, el empresario, sufra esa sanción y la multa golpee fuertemente su bolsillo. Lamentablemente no sucede así y por el sistema de dilución del daño, ese mayor costo (la multita) será trasladado al precio del producto futuro, encareciéndoloDos serán las consecuencias: (i) la empresa multada perderá competitividad ante su competencia ya que forzosamente deberá encarecer su precio por un mayor costo; y, (ii) será el consumidor final quien -al fin de cuentas- pague de su bolsillo los mayores costos de la multa.  La autoridad terminará multando al futuro usuario consumidor.  Y ello es indistinto para los bienes y los servicios.  Siempre opera así.

La cosa se pondrá peliaguda cuando el Estado no otorga al regulador de un  presupuesto adecuado disponiendo que sus ingresos sean “completados” con las multitas, entregando todo –o gran parte- de la multa al regulador como “ingresos propios”, creando un inmediato efecto absolutamente pernicioso: más te multo, más presupuesto tengo. Dicho de otro modo, en una economía de escala, el negocio del regulador será el multar a diestra u siniestra, sin razonabilidad alguna, de manera que a mayores multas, mayores ingresos. Y de paso se llevarán palmas mediáticas que los pondrán en primera plana como salvadores de la patria. Así de simple.

Lo que no se da cuenta el regulador, o no quiere escuchar, es que esas mayores, desproporcionadas e ingentes multas no harán otra cosa que encarecer el precio de los productos que oferten los multaditos, ya que incrementando su costo, ese mayor compromiso económico se trasladará al precio que el usuario futuro deberá pagar.  Luego de la multa a MCDonalds, el café ya no se vendió a 0.99 sino a 1.05 dólares: al cabo de 4 meses la multita impuesta fue pagada por sus propios consumidores, casi sin darse cuenta.

Por eso el Tribunal Constitucional ha puesto límites a la naturaleza de la multa: debe ser disuasiva, proporcional y razonable.  No porque la autoridad imponga una exorbitante multa el mercado se regulará mejor, ya que eso no afecta de modo directo el estado de pérdidas y ganancias de la empresa y, menos aún, afectará el bolsillo de sus propietarios como suele darse en el imaginario popular: al final será el pueblo, el ciudadano, el sufrido consumidor –quien con su platita es la base y razón de ser de la economía social de mercado- el que habrá de pagarla. ¿Suena justo?

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LA TOLERANCIA

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En pleno Siglo XXI constatamos que la tolerancia es el valor más difícil de construir en una sociedad democrática y constitucional. De hecho, no fue un valor esencial en la revolución francesa en el Siglo XVIII (libertad, igualdad, fraternidad) donde, más bien, se hizo gala de gran intolerancia, al punto que los intolerantes de su inicio fueron las víctimas de los intolerantes en su final, al ver rodar puntualmente sus cabezas en la guillotina.

Como se ha recordado en las redes esta semana, citándose a Gonzalo Torres, cincuenta años más tarde, en medio del Siglo XIX, en plena discusión sobre la libertad de quienes eran reducidos injustamente como esclavos -seres humanos sometidos a castigos físicos, privados de su libertad, forzados al trabajo sin paga, sin derecho su familia, ni a su  patrimonio, ni tan siquiera a propia vida- por la sola razón del color de piel, lo que ha durado más de una centuria, se dijo: “¡No, Misiá Jacoba, cómo va a ser! ¿Qué Castilla les dio libertad a los negros? ¿Hasta cuándo vamos a estar adoptando modas extranjeras?  Por eso estamos como estamos en esta Guerra Civil, cada vez más degradados moralmente; ahora los negros nos van a imponer sus sucias costumbres, quizás hasta nos … uy, no; ¡Dios nos ampare! Estos inmundos ni siquiera tienen alma. ¿Quién nos va a servir y cocinar y cosechar y sembrar? (…) mejor que los manden de vuelta al África. ¡Negros cochinos!”

Ochenta años después, con ocasión del debate sobre el divorcio vincular, ya en el Siglo XX, se escuchó: “¡Habrase visto, don Pablo, ahora han permitido el divorcio y es absoluto! Seguro que este mocho de Sánchez Cerro lo ha hecho a título personal pues tiene una querida. Eso ni dudarlo. Le apuesto una cena en el Club que ahora esta ciudad comienza a ser una casa de citas. ¡La degradación moral! ¡Lima la licenciosa! Eso no sigue el orden natural de las cosas donde el matrimonio es para toda la vida. ¡Hasta los animales escogen una sola pareja!  Ah, y les diré a mis hijos que no se junten nunca con el primer hijo de divorciados que se encuentren por ahí. ¡Pobre apestado!”

Veinticinco años más tarde, a raíz de la determinación del voto femenino (hasta entonces negado por un sistema constitucional que proclamaba el derecho a la igualdad siglo y medio antes), se argumentó: “Dígame Ud. ¿Quién fue el senador que redactó esa ley de voto a las mujeres para decirle un par de verdades? Fíjese, las mujeres tienen un solo ámbito natural y ese es la casa. No hay derecho que las damas tengan ahora ese derecho. ¡Qué sabrán las mujeres de política! ¿Qué falta ahora? ¿Qué los analfabetos voten? Además, las mujeres cuando están en ese estado de desequilibrio fisiológico mensual no están en su sano juicio como para emitir un voto responsable. ¿Qué me está diciendo, que ahora también pueden ser elegidas al Congreso? ¡Me está doliendo la gota en este instante!”

Y pasaron otros veinticinco años y los analfabetos votaron. Treinta años después se reconoció el postergado voto a militares y policías.  Y la sociedad peruana no se corrompió, ni se envileció, ni se degradó porque en casi doscientos años se aboliera la esclavitud y los afrodescendientes  fueran tratados como seres iguales, porque el divorcio sea una institución del derecho familiar, porque se reconociese, tardíamente, el derecho al voto femenino sin que la política se vuelva perniciosa, porque hubiesen autoridades -incluyendo congresistas, ministras y candidatas a la presidencia- mujeres, ni el país fue al abismo porque los analfabetos (que –lamentablemente- aún existen), las FFAA y las FFPP tuvieran acceso al elemental voto ciudadano.

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En pleno Siglo XXI seguimos discutiendo los mismos conceptos de hace siglo y medio.  Lo que cambia es su destinatario (la opción sexual y el derecho a una mínima regulación estatal) y sus protagonistas.  Pero el lenguaje, el estilete, los moditos y los disfuerzos -adjetivos más, adjetivos menos- siguen siendo los mismos.  Es sólo cuestión de tiempo superar esa barrera conceptual con la finalidad de lograr una sociedad mejor, a despecho de quienes –más con miedo que con razones- se oponen exhibiendo un atavismo encadenado en el cuello.

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LA CONSTITUCIÓN EFICAZ

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La Constitución de 1993 cumplió 21 años. En la historia constitucional peruana es la tercera en duración, lo que no es poca cosa. No se puede soslayar su origen ilegítimo, al haber nacido como salida constitucional al golpe de Estado perpetrado nada menos que por el propio presidente de la república persiguiendo a quienes consideraba enemigos políticos.

Dos fueron los pretextos para la ruptura constitucional exhibidos como coartada del cambio: la pena de muerte para el delito de terrorismo y la reelección presidencial. Lo primero se llegó a plasmar en el texto, pero fue ineficaz a la luz de Pacto de San José y la Opinión Consultiva vinculante de la Corte Interamericana de DDHH. Lo segundo permitió la primera reelección del golpista. Sin embargo, al forzarse la re-reelección, más un cúmulo de excesos en materia de DD.HH. y la grave corrupción exhibida, produjo la inevitable caída del régimen.

Parece justo reconocer que esta Constitución, a pesar de su origen espurio, y aprobada en dudoso referéndum, fue la que permitió la reconducción incruenta hacia nuevas autoridades legítima y constitucionalmente elegidas. Su mérito ha permitido dos recambios presidenciales más  al punto que pronto ingresaremos a los previos de un cuarto recambio el 2016, inédito en nuestra aún frágil democracia.

Mucho se ha discutido sobre el regreso a la Carta de 1979. Si bien su texto era más elaborado y su ruptura no tuvo justificación, a estas alturas es una discusión estéril.

Bien podríamos decir que la Carta de 1979 no representaba la apertura a un moderno ciclo, sino la síntesis del ocaso político de una época. Como la bella Constitución de Weimar de 1919.

La Carta de 1993 fue hecha de prisa y corriendo. Calco y mala copia de la Carta de 1979, dice Domingo García Belaúnde. Pero siendo ello cierto, y teniendo gruesos errores (congreso unicameral, división artificiosa del sistema electoral, etc.), tiene indudables méritos: su capítulo económico ha devenido en “cláusula pétrea” o “bloque de constitucionalidad” al punto que es imposible poder alterarlo; la Defensoría del Pueblo separada del Ministerio Público, el nuevo perfil del Tribunal Constitucional y el mayor detalle en la protección de los DD.FF.

A pesar de todo, ha sufrido algunas reformas menores, destacándose el voto a las FF.AA. y la PNP dando mayor contenido al principio de igualdad y acercando a una minoría calificada –históricamente al margen de la participación ciudadana- a una verdadera democracia. Se requieren algunas mejoras adicionales como la regionalización por ejemplo; aunque ellas se darán con el tiempo y el necesario consenso. Recordemos que la actual Constitución chilena fue heredada de Pinochet. Sin embargo, el consenso ha permitido paulatinos y necesarios cambios (más de 100 artículos) consolidando su democracia y estabilidad política.

Sería hermoso lograr una nueva Constitución en democracia y pleno consenso, que no solo sea eficaz (de consensos mínimos), sino eficiente (de consensos máximos). Pero en tanto ello no sea posible y se ponga en riesgo la base de nuestro actual desarrollo y despegue económico -que debería sostenerse por dos décadas más, cuando menos, para lograr un verdadero desarrollo nacional-; exijamos a la actual el cumplimiento de los nobles fines de afianzar nuestra endeble democracia y solidificar nuestro Estado constitucional de derecho.

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