Salsa!.. y la historia del sobaco asesino
La siguiente historia es ficticia y no representa ninguna persona o hecho en particular.
Para nadie es un secreto que la alteridad es un fenómeno universal que primero provoca temor, luego fascinación y por último cotidianeidad. Mi primera experiencia con una extranjera fue en Cusco (lugar surrealista con una fuerza mágica e invisible). Unas amigas de la universidad con las que viajé en grupo me habían dejado aislado como un mueble, yo estaba tomando de mi botella acompañado con otro amigo en la mesa de un bar, mientras que ellas se metieron a la pista de baile con la finalidad de cazar algún foráneo y juerguear hasta morir. De pronto se apareció una chica rubia, muy blanca y de ojos azules. Quería sentarse a mi lado para beber..Slainté!..qué mandada. Me dijo que era de la Irlanda católica, y yo le dije que era descendiente del “Inca perdido”, un Inca que por injusticia de la historia no figuraba en los textos oficiales del Perú: el Inca Cachamama.
El atuendo de la gringa era muy característico: Su correa ancha tenía motivos cuasi gitanos en la hebilla, sus anillos mostraban figuras de hadas, y una suerte de símbolos rúnicos adornaban su collar, sus uñas estaban pintadas de negro y sus ojos se enmarcaban dentro de un delineado oscuro y feroz.
Mientras me mostraba sus llamativos accesorios no podía quitar mi mirada de su orgullosa figura. Tal vez fueron sus ojazos transparentes, su expresión de felicidad conmigo o aquellas generosas caderas que conjugaban con una poderosa delantera con la que el mejor equipo de fútbol irlandés quisiera contar. Yo la describiría como una “celta orgullosa”.
Bebimos, juergueamos y bailamos varios temas de Los Cadillacs hasta muy, muy tarde. Así, sucedió lo que siempre pasa cuando dos se gustan y terminé a tardías horas de la mañana compartiendo con ella un pan con lomito encebollado y una quínua caliente por ahí. A cambio, ella había compartido conmigo muchas frases cariñosas en gaélico. Como dije, ella era una chica muy orgullosa de su cultura. Me había contado las historias de Michael Collins e Eamon (se pronuncia “Ímon”) de Valera, los problemas nacionales con el Reino Unido e Irlanda del Norte y hasta la milagrosa irrupción de la papa durante los tiempos de la crisis alimentaria en su país.
Situación parecida quise que se produjera años después cuando una linda belga me invitó para salir a bailar salsa cubana en un local por la avenida del ejército.
Sucede que ella se había inscrito en un curso de salsa que se impartía en la universidad, donde muchos chicos y chicas inseguros se metían para quitarse la vergüenza de moverse cual gusanos sobre alcohol frente a la entendida crítica de bailarines natos, de la calle o de academia. En fin, la llamaban mucho por el celular cada cinco minutos, insistentemente, hasta que me dijo que quería bailar salsa y yo accedí. Íbamos a encontrarnos con sus ilustres compañeros de clase de salsa. Pfff!!..Taxi!
Entramos al “Cahoba” y cuando llegamos a la mesa pude ver a sus amigos, siete chicos, todos imberbes y con cara de niños, asustados, juntos, serios, el resumen de la inseguridad.
Adelantándome a los hechos, llegué de la mano con la rubia quien, para mi fortuna, también se dejó abrazar permitiéndome marcar territorio. Los niños se miraron entre ellos con cara de autogol. De pronto se apareció una amiga común de ambos, la sueca, una chica muy alta y guapa como la mayoría de suecas.
Ella salió de entre la multitud danzante y nos saludó con un fuerte abrazo, toda emocionada y algo aliviada porque ella había tenido que bailar con todos esos siete muchachitos hasta que llegáramos.
Ahora que eran “2 contra 8” incluido yo, me dije a mi mismo: “ni cagando, acá serán 2 contra 1” y ni bien cambiaron la música saqué a la belga a bailar y luego a la sueca. Las dos sólo para mi. Me convertí en un nauseabundo acaparador.
Sin embargo, y poniendo un poco más de atención, pude notar que la salsa que bailaban en ese lugar era más refinada. Nada que ver con los temas del finado Joe Arroyo, ni salsa sensual de Eddie Santiago, menos el movimiento de Los Adolescentes, Salserín o los epilépticos movimientos del cantante pastrulo de la Charanga Habanera. Los movimientos no tenían nada que ver con los mamarrachos que bailan en el “Sol de Cuba” de la calle de las pizzas en Miraflores. No. Yo seguía esperando a que tocaran “Jardín Prohibido” pero nada. Así, con toda mi juventud me esforcé infructuosamente por realizar esos movimientos de fina salsa: izquierda, derecha, adelante, atrás, hombro, vueltita así y asá, sin mayor éxito. Al menos hice el esfuerzo.
Mientras me esforzaba por bailar a ese ritmo, vi que a mi lado una pareja de mas o menos 60 años nos daba unas clases gratuitas de salsa fina al son de Rafael Cortijo y su Combo. No había nada que hacer, esta pareja bien podía ser calificada como “Salsa Seniors”. Así, la maravillosa elegancia en este ritmo recién la pude apreciar esa noche mientras contemplaba los pasos, vueltas, miradas y posición de la espalda de estos capos al ritmo de un “Ahí na má” sabroso y caliente. Una reflexión relámpago me hizo entender que la lentitud propia de la edad puede convertirse en elegancia al bailar.
Luego de un breve momento de silencio ambiental me acordé de mi pareja y creo que ella estaba en las mismas que yo. Ella, por su lado, me demostró que había practicado ballet de niña pues a cada paso de salsa que hacía le metía un sur le cou-pe-de-pied, la solemnidad de un rostro levantado, un arabesque o una mirada fija hacia mis ojos como queriéndome derretir. Eran cosas extrañas producto de lo que una chica comunitaria estudiaría en su niñez. Loca de michi. Hacía mucho calor ahí dentro y, como todos, yo ya estaba sudando un poco. La belga también estaba chaposa, sudaba, la noté agotada. Eso me gustaba.
Ya había bailado como 4 temas con ella cuando, de pronto, todos en la pista nos observaban. Algunos señores me miraban indignados, mientras que otras parejas se alejaban de mi. Me sentía culpable por algo que no sabía qué era, miré la bragueta de mi pantalón, cerrada. Verifiqué frente al espejo grande del local si se me había roto el pantalón o la camisa pero nada, observé mis hombros y ni rastros de caspa. ¿Entonces?
Fue entonces que de súbito sentí que emanaba un fuerte olor que yo podría describir como a axila (“ala” o “alacrán” para los entendidos). Pude identificar ese olor muy fuerte pero, juro hasta por Judas el Iscariote, que no era yo. Entonces, me dije a mi mismo “Quién michi no se ha echado desodorante en el sobaco con este calor”. La gente me seguía observando y evitando. Había como una barrera invisible entre nosotros y los demás. Fue en ese momento cuando me preguntaba qué podría estar hediendo de esa manera hasta que se me ocurrió mirar a mi sexy chaposa acompañante y para mi sorpresa terminó siendo ella el origen de todo.
Nadie se iba a imaginar que una chica tan bella pudiera heder de tal manera por las axilas. Fue ahí que recordé que muchas europeas no se echaban desodorante o no se depilaban la marucha durante meses. Con sorpresa puse mis ojos sobre ella, le sonreí bonito y para confirmar..le di una vueltita con el brazo levantado frente a mi naríz. Recibí una bofetada en la primera pasada para luego, al regresar, me den un tremendo cachetadón. Maldita sea, era ella! Sentí que se había formado un campo de fuerza, algo antimagnético para mi olfato. Ella era esa inimaginable fuente del olor. Para los demás era yo ese ser desconsiderado hediondo y cochino que no respetaba el olfato de la gente. Sin embargo, para mi defensa puedo asegurar que me había bañado esa noche, es más, me rasqué la espalda con fuerza y me apliqué desodorante en el sobaco, en ambos lados y al final un poco de talco en los vohues.
No me quedó otra cosa que ir preparando la fuga y tondero de ese lugar junto con esta chica que, si bien olía a pie de loco, estaba muy, muy bella esa noche. Fue así que le dije que mejor vayamos a otro lugar más alegre y de juerga total. Posiblemente ell olor se diluiría entre el humo del cigarro, las cervezas y el sudor de otros extranjeros como ella. Ella me dijo “Ok” con ese tonito afrancesado propio de las belgas del sur. Los chibolos se quedaron con la sueca quien era demasiado alta para mi gusto. Chibolos 0 – Arturo 2 y ambos de autogol.
Como perro de azotea quise salir del “Cahoba”, empujé una puerta grande pero nada, toqué amablemente y cuando ya había llegado al golpe seco, un seguridad me tocó por detrás el hombro indicándome con el dedo aquello que parecía ser la salida, porque allí decía bien grande y en verde fosforescente “SALIDA”, mi último chasco en el lugar. Ella rió, salimos, ¡Taxi!
Y así fue que tuve mi experiencia con la salsa de salón y una bella extranjera, una de sonrisa angelical, naricita respingada, cabello blondo, mirada arrolladora, curvas embriagadoras y sobacos asesinos. Luego de esta experiencia quedé avisado, la fascinación quedó enterrada por la cotidianeidad en otras citas que se me presentarían más adelante. Años después algunos extranjeros me confesarían que Lima apestaba (si pues, hay que admitirlo, somos una capital con costa y el olor a panocha de loca por las mañanas es irrefutable) y también algunos limeños en las combis (esto último no era novedad, sino péguense a un cobrador). Para mi fue el fenómeno de la alteridad aplicado en su máxima expresión.
Foto: Referencial (anuncio bajado de la web)