La Tapada de la Carretera
Era una noche de lluvia camino a Junín. El trabajo continuo le pasaba la factura a su trajinado cuerpo: dolor de espalda, hombros estrujados, nudillos reumatizados, pantorrillas acalambradas y sobre todo muchísimo sueño. Afortunadamente contaba con la compañía de su joven asistente en este viaje tan agotador, tan pesado para su edad. Llovía. Don Casandro tenía puesta toda su atención en el camino. Tenía fija la mirada en aquellas líneas fracturadas de la carretera rumbo al centro del país. Los ojos de gato se sucedían a setenta kilómetros por hora, iba firme y cauteloso, cuidando de no resbalar por alguna curva peligrosa con toda esa carga de vegetales y jabas que iban amarradas en la tolva. Tenía temor de irse hasta el fondo de uno de esos precipicios que no contemplaban sueño, pestañeos o descuidos. Jesús es mi copiloto.
Nativido, su asistente, escuchaba música vernacular en el walkman que había comprado a punta de viajes y pura espalda. Un cassette de la Flor Pucarina lo arrullaba en medio de la lluviosa noche. Don Casandro concentraba su vista en el exterior y sus músculos en el mismísimo lugar donde se encontraba sentado. Tercera, cuarta, segunda, cuarta de nuevo. De pronto, sintió que le golpeaban el hombro insistentemente. Nativido le señaló con el índice hacia adelante. La figura de una mujer se divisaba en el horizonte iluminado por los amarillentos faros del viejo vehículo. Ella levantó la mano con la intención de detener el camión y abordarlo. Y así fue. Don Casandro bajó las revoluciones y pisó el freno para llegar a la altura de la mujer quien estaba en medio de la lluvia portando una canastita de mimbre tapada con una sucia manta colorada.
La mujer pidió que la llevaran a Junín. “Por allí también pasamos corazón”, le dijo Don Casandro a la mujer. Ella dio las gracias y subió. Lo raro fue que ella antes de subir pidió permiso a Don Casandro, olvidándose completamente de la presencia de Nativido, ni siquiera lo miró al subir. Ella se sentó en medio de ambos empapada por la lluvia. Nativido observó que la mujer se secaba los brazos con unos pañuelos grandes pero nunca se secaba el rostro. Se parecía a una de esas tapadas que había visto en algún anuncio de dulces limeños cuando era niño. Don Casandro manejaba y estaba tranquilo con la idea de que en esta vida sirve mucho ayudar para ser ayudado.
Y así estuvieron en medio de la noche. Viajando tres personas que no coincidían en el espejo. Dos de la madrugada. Don Casandro no prestaba atención a la mujer pues había concentrado todos sus sentidos en la carretera. Nativido se quedó dormido con los audífonos a medio volumen. Le ganó el sueño. La mujer continuaba en la misma posición, con las manos cruzadas e imperturbable, miraba siempre hacia el frente. La lluvia estaba amainando pero hacía mucho frio. De pronto, una llanta falló, eso era peligroso y Don Casandro se estacionó para sacar la gata y cambiar la llanta reventada. “Espérenos por favor señorita”, le dijo, “ahorita cambiamos el llanta”. El cincuentón despertó a Nativido con una palmada en el moflete: “Ayúdame a cambiar la llanta pues”.
Ambos bajaron, colocaron la gata, jalaron la llanta de repuesto y la colocaron con éxito. Con cansancio subieron a la cabina pero la mujer ya no estaba. “¿Y la señorita?”. “No sé”. “¿Dónde está?”. “Señorita!, señito!”. Nada. Incluso esperaron caballerosamente pensando que la mujer se pudo haber ido a orinar cerca a la carretera pero nada. Inclusive se alejaron del camión, esperaron, pero nada. A ambos les ganaba el frio y al no tener respuesta concreta sobre el paradero de la misteriosa mujer, decidieron continuar el viaje. En ese momento ambos observan que el sitio del medio estaba seco, como si nadie se hubiera sentado allí. Se extrañaron mucho. “Oe, está seco! Y no hay barro! ¿Qué ha sido ‘ón?”. Nativido se persignó tres veces, rezó un Padre Nuestro y un Ave María. Don Casandro resopló, se persignó y no tuvo ganas de mirar por el espejo retrovisor hasta bien entrada la mañana. Carajeando e insultando al aire, centró su atención en el camino hasta llegar a Junín.
Ambos llegaron bien al destino. Descargaron la mercancía y todo fue un éxito. Descansaron y el tema de la mujer quedó olvidado hasta que al regreso, recogieron a una señora de la misma edad de Don Casandro quien tenía sus corderos muertos que colocaron encima de la cabina. La mujer se iba a quedar por el camino. Ella conversaba con Don Casandro y era otro ambiente, otra cosa, esa señora tenía cosas que contar y amenizaba el viaje con sus historias de familia.
Caía la tarde en el camino, los camiones pasaban y se cruzaban con ellos, juegos de luces, tocadas amigables de los cláxones. En ese momento, Don Casandro le mencionó que hacía dos días habían recogido a una mujer en la noche a lo que la señora le pidió que no le contara más. Ella les dijo a ambos que fueron sonsos por recoger gente en la carretera sin pedir al menos verle el rostro.
“A esa niña la conocemos por acá”, dijo la mujer. “Ella fue violada por dos delincuentes hace diez años”. “Luego de violarla la mataron reventándole la cabeza con una piedrota”. “Pobrecita”. La señora se persignó. “Dieciséis añitos tenía nomás”. “Desgraciados”. Al finalizar soltó una frasecita en quechua con indignación.
De acuerdo con la señora, la chica siempre anda por la carretera que va hacia el centro. Levanta la mano para detener algún camión o vehículo y siempre pide permiso para entrar a la cabina. A veces parece una tapada, otras lleva un sombrerito que le tapa el rostro. Sólo dice eso y nada más. Nativido sintió una electricidad que le recorrió la espina dorsal y se le erizaron los vellos de los brazos y la mollera. Sintió temor y a la vez tristeza por las ánimas que vagan por la carretera a causa de una muerte violenta.
Desde ese día, cada vez que ambos pasaban por ese lugar, se detenía siempre a prender una velita dentro de un huequito cavado en la tierra. Rezaban con mucha fe, y pidieron a diosito que el alma de esa desafortunada niña por fin alcanzara la paz.