Fauna Ambulante: El Papero
El papero: aquél personaje que, parado junto a una gran canasta (obviamente repleta de papas rellenas), recibía con mucho gusto los cincuenta céntimos que costaba cada uno de sus aceitosos pero deliciosos productos. Los alumnos siempre le compraban ese brillante manjar al paso de manera religiosa; el papero, solícito, procuraba perfeccionar su técnica de servido: 1/4 de papel bulky, papa rellena, cucharita, quirúrgica incisión en medio de la papa, abrirla y colocarle la cebolla con ají rojo dentro de ella, “servido jóven”. Y si querías, por sólo cincuenta céntimos más, tu vaso de jugo de maracuyá heladito para pasar la papa y soportar el intenso calor.
Papero-Estudiante: relación que iba más allá del simple intercambio dado en función de la lógica del mercado. Esta era una relación mútua a través de la cual existía la confianza de adquirir un producto, consumirlo y vivir para contarlo. Personalmente, las condiciones de higiene en Tumbes no eran lo máximo en relación con el agua, sin embargo, estas papas rellenas sirvieron para adiestrar mi estómago a las siguientes pruebas culinarias que me depararía este oasis del norte en mis siguientes años.
Todo iba bien con el papero durante 3 años; sin embargo, un día de esos, en que uno mira más de lo debido, noté que el papero sudaba mucho por causa del inclemente sol norteño. Era la hora de salida y el papero, pringoso y sudoroso, sudaba profusamente y nisiquiera la gorrita blanca que llevaba puesta podía ayudarlo para evitar el baño de sudor que se le venía cuando atendía a decenas de estudiantes que tenían ganas de tragar lo que sea a esa hora. Unos compraban fruta verde, generalmente mango o ciruelas, con una pizca de sal encima dentro de bolsas de marcianos cerradas por un artesanal nudo. Otros compraban ceviche, pero como yo no tenía una fe incólume con las cuestiones sanitarias del lugar (menos del vendedor), nunca me animé a comer pescado recalentado por el sol y con limón para rematar.
Como mencioné, un día se me cayó la poca fe que tenía en el papero cuando vi su frente sudando profusamente, fue un momento acíago en el que no sé como pude mirar y darme cuenta de que pasaba sus dedos índice y medio, juntos, sobre su frente para, a modo de limpiaparabrisas, acumularlas y a a guisa de latigazo lanzarla contra el balde de jugo de maracuyá. Puaj!
En ese momento, cual castillo de naipes, cayó mi fe en el papero. Todos esos años tomando jugo de maracuyá con sudor. Centrar mi pensamiento en su sudor, mezclado con el néctar de fruta, hizo que se me viniera el gato en one. Sentí sonidos de regurgitación en mi estómago. Hubiera vomitado en ese momento, pero me abstuve de hacerlo respirando mucho y tratando de pensar en algo bonito ese día. Le conté a mi mejor amigo lo sucedido, pero me dijo que yo estaba inventando y no me creyó. La reputación del papero era fuerte y mi opinión respecto a sus dudosas prácticas relacionadas con la higiene no podían ser tomadas en cuenta. Como nadie me creyó en el bus, dejé que todos siguieran tomando ese refrescante jugo con ADN ajeno.
Hoy, si me estoy muriendo de sed trato de comprar algo envasado. Esta mal porque todo lo envasado no es ecológico y tal vez esa sea mi única debilidad en mi nanométrico aporte en favor de la naturaleza. El papero fue un personaje simpático y bonachón, pero tal vez alguien debió decirle que echarle sal de esa manera a su mercadería no era lo mejor.