La indignación mundial generada por la destrucción de Dur Sharrukin, capital del Imperio Asirio en el siglo VIII a. C., no parece que vaya a detener las ansias de destrucción del Estado Islámico. Era el cuarto enclave del patrimonio cultural saqueado por esta organización terrorista desde hace un mes. También arrasaron Nimrud, en Irak, o la capital del antiguo Imperio Parto, Hatra, trayendo a la memoria otros episodios en los que se perdió, a lo largo de los siglos XX y XXI, gran parte de la herencia artística de la historia.
En la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, gran parte del patrimonio histórico y artístico acumulado en Europa durante siglos fue, en apenas un instante, reducido a escombros. El objetivo era acabar con todos aquellos lugares de orgullo del país enemigo. Cayeron catedrales, museos, palacios o cascos históricos, muchos de ellos considerados patrimonio de la humanidad.
«Cuando los terroríficos aviones británicos y americanos aparecen sobre los centros del arte alemán e italiano, transformando en menos de una hora en escombros y ceniza los monumentos culturales que ha costado siglos construir, hay mucho más en juego que el terror de la población civil», dijo el ministro de Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, en 1943.
Esta estrategia bélica venía de lejos. Basta con recordar la primera gran destrucción que sufrió la Biblioteca de Alejandría por parte de Julio César, que ordenó lanzar teas incendiarias contra el edificio. Según Séneca, se acabó nada menos que con 40.000 documentos de un valor incalculable.
Acuerdos Internacionales
Hasta finales del siglo XIX no existió ningún tipo de reglamentación internacional para proteger el patrimonio histórico-artístico durante los periodos de guerra. Las conferencias de Bruselas (1884) y de La Haya (1907) fueron las primeras en hacerse cargo de la protección de edificios utilizados con fines artísticos, científicos o caritativos, tales como, por ejemplo, monumentos, museos o iglesias.
Los acuerdos a los que se llegó en este sentido –dictaminándose, por ejemplo, que los países en conflicto debían señalar al enemigo dónde se encontraban los edificios históricos– fueron un fracaso. Durante la Primera Guerra Mundial, la Catedral de Reims fue bombardeada indiscriminadamente por la aviación alemana, por ser está un símbolo nacional de Francia. A raíz de episodios como éste, más tarde, en la Conferencia de Washington de 1922, se prohibió terminantemente cualquier ataque aéreo sobre objetivos que no fueran militares. Esto también se ignoró.
En este sentido, la Unesco lleva años tratando de llevar un registro de los monumentos destruidos por las guerras de todo el mundo, pero es una tarea difícil. Para comprobarlo, solo hay que echar un vistazo al amplio repaso realizado por el investigador Nicola Lambourne en «War Damage in Western Europe: The Destruction of Historic Monuments During the Second World War» (2001), sobre la destrucción organizada del patrimonio francés, alemán e inglés durante la Segunda Guerra Mundial.
La mayoría de los bienes de Polonia declarados de interés histórico y cultural, por ejemplo, quedaron arrasados de manera deliberada entre 1939 y 1945. El 85% de la capital quedó convertida en escombros y el 43% de los monumentos del país fueron destruidos. La Archicatedral de San Juan de finales del siglo XIV, el Castillo Real de Varsovia, la Iglesia de Santa Ana de mediados del siglo XV y el Palacio Staszic de comienzos del XIX, son algunos de los 782 edificios que desaparecieron.
En Francia fueron atacados hasta 550 monumentos, algunos tan importantes como la Catedral de Reims. Fue bombardeada en dos ocasiones. La segunda, poco después de que se concluyeran los trabajos de restauración de los ataques sufridos en la Primera Guerra Mundial.
La imagen de Winston Churchill visitando las ruinas de la Catedral de Conventry, destruida por la Luftwaffe en 1940, es casi icónica. El primer ministro inglés utilizó las ruinas de este enclave construido en el siglo XV como arma propagandística, alimentando el sentimiento heroico y épico de su población. Igual suerte corrieron el Palacio de Wurzburgo, en Alemania, del que sólo se conserva el 2% del edificio original.
Siglo XXI, la destrucción continúa
El ensañamiento contra los bienes culturales no se ha detenido en el siglo XXI, a pesar de la fuerte legislación internacional vigente en este aspecto. El ejemplo más reciente son las destrucciones llevadas a cabo recientemente por el Estado Islámico. En 2001, la retransmisión en directo de la demolición con dinamita de los budas gigantes de Bamiyán dio la vuelta al mundo. Hasta que los talibanes acabaron con él, era uno de los monumentos más espectaculares del mundo del budismo.
Cuatro años más tarde, le tocó el turno a la Gran Mezquita de Samarra, que llegó a ser la más grande del mundo. Construida en el siglo IX en Irak, la parte superior de su inmenso minarete de más de 50 metros de alto y gran parte de sus paredes fueron destruidas como consecuencia de las bombas.
Se podría incluir aquí la destrucción masiva del patrimonio cultural en Tombuctú, entre junio de 2012 y enero de 2013. Grupos como Al Qaida derribaron mezquitas, bibliotecas y mausoleos, y quemaron miles de manuscritos preislámicos y medievales.
Son solo algunos ejemplos. Quizás los más llamativos de una lista infinita. En 2013, la directora general de la Unesco, Irina Bokova, expresó hoy su «consternación» por las nuevas destrucciones del patrimonio cultural en Siria, como es el caso de la Gran Mezquita Omeya de Alepo, una de las más antiguas del mundo. En su opinión, acabar con estas herencias del pasado «no tiene otra finalidad que la de intensificar el odio y la desesperanza y debilitar aún más los fundamentos de la cohesión de la sociedad siria». Pidió que cesen de inmediato, pero eso no ha ocurrido.
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