El buen humor. Un estilo de vida.
8.00 p m| 1 jul 14 (VIDA NUEVA/BV).- A los ocho meses de su pontificado, el Papa Francisco regaló a la Iglesia su primera exhortación apostólica -La alegría del Evangelio-, que comienza con estas palabras: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”. Ya antes, el nuevo Papa había ofrecido este mensaje con su estilo de vida. Ahora advierte que el gran riesgo del mundo actual, con su abrumadora oferta de consumo, es “una tristeza individualista”, y previene sobre la tentación de convertirnos en “pesimistas quejicosos y desencantados con cara de vinagre”.
La reflexión a continuación se centra en la alegría, más en concreto, en el buen humor, no como tema sino como hecho de vida. Por eso el autor pone el acento en el testimonio, incluso en la pequeña anécdota y, sobre todo, en historias personales.
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La alegría es el camino
El humor es causa y efecto de buena salud mental. Hablo, naturalmente, del buen humor. El sentido del humor no cabe en una definición filosófica a base de género y diferencia; es un arte demasiado sutil y hay que cazarlo a contravuelo. El humor tiene poco que ver con el chiste prefabricado, con la risa sacada –a veces con fórceps– por el gracioso de turno. Tampoco se reduce al ingenio (que puede ser amargo). Ni menos a la ironía. Como apunta André Comte-Sponville, “la ironía hiere, el humor sana. La ironía puede matar, el humor ayuda a vivir. La ironía aplasta, el humor libera. La ironía es implacable, el humor es misericordioso. La ironía humilla, el humor es humilde”. Parece claro de qué está hablando el filósofo francés.
La fuente del buen humor
La gran fuente del humor es la realidad vista con ojos inocentes. Por eso nos sorprenden tantas veces los niños con sus observaciones, hechas siempre con una lógica limpia, directa, impecable e implacable. Los ojos del niño –no importa la edad– alumbran, es decir, dan luz, y dan a luz ingredientes ocultos en el fondo de cada persona, de cada cosa, de cada acontecimiento. Y esos ingredientes ayudan a superar tanto el dramatismo como la euforia.
Nombrar a Chesterton es traer el ejemplo del hombre que sabe ofrecer de cualquier cosa una lectura inesperada. Chesterton lamentaba que nos maravillásemos el día de Reyes al encontrar nuestros zapatos llenos de regalos, y no cada día al encontrar un par de pies para meter en los zapatos. Mirar la realidad es, por lo pronto, mirarse uno a sí mismo, y el primer paso comienza por no tomarse uno a sí mismo demasiado en serio.
Oí a dos obispos contar la misma anécdota como ocurrida a cada uno de ellos cuando iniciaba una procesión: “Mamá, mamá –se oyó una voz de niño–, mamá, mira: ¡un payaso!”. Los “excelentísimos señores” fueron los primeros en reír la ocurrencia, que luego contaban con regocijo. De no ser así, hubieran caído en el amable comentario de Robert Schuman, el gran político (de quien, por cierto, está introducida la causa de canonización): “No me hablen de la gente que nunca se ríe, no es gente seria”.
Peter Seewald preguntó al Papa Ratzinger si Dios se manifiesta siempre lleno de respeto o también manifiesta su humor. “Personalmente –le respondió el Papa teólogo–, creo que tiene un gran sentido del humor. A veces le da a uno un empellón y le dice: ¡no te des tanta importancia!”. En su libro “El Dios de Jesucristo” llega a decir: “Donde hay tristeza, donde muere el humor, allí no está ciertamente el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo. La alegría es una señal de gracia”. No hay que añadir que el Papa Francisco muestra su gran sentido del humor de mil formas.
Saber relativizar
De hecho, pocos despiertan tanta simpatía como quienes saben dibujar su propia caricatura. Con la pluma, con la palabra, con el gesto. Lo cual, reconozcámoslo, no es una ciencia ni un oficio: es un don. Hay ejemplos gloriosos. El mariscal de Mac-Mahon, conde, duque, expresidente de la República francesa y un tipo divertido, trataba un día de convencer a su auditorio sobre los estragos de la fiebre tifoidea, y dio una explicación convincente: “La fiebre tifoidea es algo terrible: o te mata o te deja idiota. Lo sé bien porque la tuve”.
Que nadie espere a ser feliz el día en que hayan desaparecido sus defectos, porque entonces será siempre desgraciado. Preguntaron a un monje anciano qué hacían en el monasterio, y él respondió con paz: “Oh, caemos y nos levantamos, caemos y nos levantamos, caemos y nos levantamos”.
Se quiere insinuar que la mirada de cada uno a sí mismo debe ser tranquila, honda y benévola, abierta a la sorpresa y ajena al artificio y a la solemnidad, porque sabe no absolutizar más que lo absoluto. La mirada estrecha y superficial absolutiza casi todo; por eso tensa a la persona. Podrá hacerla escéptica, nunca ponderada, y menos todavía jovial. Lo cual sugiere que el humor conserva una distancia prudencial de las posiciones extremas y, al tiempo que las ve con objetividad, sabe rodearlas y penetrarlas de una nueva luz que brota de los ojos que miran.
Quien mira con amor sonríe siempre, al menos con el alma. Ver a Don Quijote montado en el rucio de su escudero o a Sancho Panza encaramado en el Rocinante de su amo es un buen ejercicio de equilibrio en el proceso de ajuste personal. Permite ir por la vida sin exaltaciones ni depresiones, sin paranoias ni complejos de inferioridad, manteniendo la grandeza de alma, pero sin obsesiones de grandeza.
La vida en relación
Una vida de relación está inevitablemente cargada de tensiones. La persona inmadura intenta eliminarlas con el enfrentamiento o con la huida; el adulto las supera afrontándolas con humor. El primer comportamiento consigue que la tensión degenere en conflicto; el segundo logra que las dificultades ayuden a crecer. El primero, lo adopta quien quiere; el segundo, solo quien puede (hablando en términos psicológicos, naturalmente).
Es la vieja anécdota: alguien golpea con rabia la puerta de una oficina pública porque necesita un servicio urgente. Al comprobar que está cerrada, pregunta malhumorado al conserje: “Por favor, ¿aquí no trabajan por la tarde?”. Y el conserje responde con aparente ingenuidad: “No, por la tarde no vienen; cuando no trabajan es por la mañana”. En dos segundos ha cerrado todos los caminos. Menos uno: el de la sonrisa.
Solo el buen humor es capaz de curar una herida antes de que se produzca. En una celebración litúrgica, un hombre probo leía el pasaje evangélico de Zaqueo. Donde el texto pone aquello de “si he defraudado a alguien le devolveré el cuádruplo”, el lector creyó ver otra palabra y dijo muy serio: “Y si he defraudado a alguien, le devolveré el cuadrúpedo”. Iba a añadir “Palabra de Dios”, pero la asamblea no pudo contener la risa, mientras al pobre lector le salían a la cara todos los colores.
El cura permanecía impasible para contribuir a serenar la situación. Al fin, se dispuso a hablar, sonrió y dijo dirigiéndose al lector por su nombre: “Gracias, Pedro, aunque el arameo no mienta esa palabra, tu traducción tiene más miga de lo que parece, y es seguro que ninguno de nosotros la va a olvidar”. El lector sonrió también y se sintió liberado. Estoy tratando de insinuar que el humor, así entendido, es todo un carisma, un don para la comunidad, para la familia, para el grupo. Porque no disimula ni elimina ningún problema, pero ayuda a afrontarlos todos con un talante positivo, lo que no tiene precio.
Contemplación para alcanzar humor
Curiosamente, la verdadera experiencia contemplativa –que se desarrolla en el silencio– no es ajena a esta manera de ser. Florencio Segura, especialista en Ejercicios ignacianos, hablaba de la “contemplación para alcanzar humor”, muy consciente de lo que significaba para Ignacio la “contemplación para alcanzar amor”, cima de sus Ejercicios. Una vida humana y cristiana que ha ido madurando en la contemplación aprende a superar con buen humor esos cuatro enemigos del alma que son el escándalo, la frustración, el ridículo y el miedo.
No me resisto a resumir unas frases de Teresa de Calcuta, para quien el humor (aunque no mienta la palabra) sería fruto de la alegría, como esta lo es del amor. El parentesco entre esos tres sentimientos lleva muchas veces a identificarlos. Dice Teresa: la alegría es el fruto normal de un corazón que arde de amor. La alegría es oración; la alegría es fortaleza; la alegría es amor. Da más quien da con alegría. Si estáis alegres, se verá en vuestros ojos. No podréis ocultarlo, porque la alegría es incontenible. La alegría es muy contagiosa. Así que tenéis que procurar desbordar alegría allá donde vayáis.
El mal humor
Quien carece del sentido de la vista lo ve todo negro. Esto da origen a situaciones llamativas y a veces cómicas. Lo cual se acentúa, sobre todo, cuando lo que a uno le falta no es precisamente el sentido de la vista, sino el sentido de la alegría auténtica. El psicólogo austríaco Paul Watzlawick (1921-2007), experto en teoría y práctica de la comunicación, tuvo la ocurrencia de demostrarlo gráficamente, sobre todo en el más célebre de sus libros: El arte de amargarse la vida. El simple título suscitó tal curiosidad en el mundo de la comunicación, que pronto lo convirtió en un best seller. De hecho, fue traducido a más de setenta idiomas.
Para entender esta reacción, basta reproducir el párrafo que en pocas líneas condensa las 144 páginas del libro. El párrafo se limita a contar “la historia de un martillo”. Hela aquí: Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta el martillo. El vecino tiene uno. Así pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo. Pero le asalta la duda: ¿y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Tal vez tenía prisa. Pero quizá la prisa solo era un pretexto, y mi vecino abriga algo contra mi persona. ¿Qué podrá ser? Yo no le he hecho nada; será algo que se habrá metido en su cabeza. Sin duda, si alguien me pidiera una herramienta yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no habrá de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como este le amargan la vida a uno. Y luego puede pensar que debo devolverle el favor… solo porque tiene un martillo. ¡Esto ya es el colmo! Después de este monólogo, nuestro hombre sale precipitado a la casa de su vecino. Toca el timbre. Se abre la puerta. Y antes de que el vecino tenga tiempo u ocasión de decir algo, nuestro protagonista le grita furioso: ¡quédese usted con su martillo! Hay caricaturas más fieles que las mejores fotografías.
Don Bosco
Precisamente por esas habilidades, es hoy considerado patrono de los ilusionistas. Pablo VI le cita entre los santos que mejor han aprendido y comunicado el carisma de la alegría. Es sabido que su forma de ser y de actuar sintonizaba perfectamente con las expectativas de los jóvenes. La simpatía y el buen humor de Don Bosco son proverbiales. Él fundó entre sus compañeros “La sociedad de la alegría”. Entendía la vida como fiesta, a pesar de sufrir el rechazo de algunos que malinterpretaban detalles simpáticos de su comportamiento: por ejemplo, ciertos números de magia blanca que hacían las delicias de quienes los presenciaban.
Las anécdotas que lo confirman son incontables. Sus biógrafos se detienen con fruición en algunas de ellas. Por ejemplo, en el caso de Bartolomé Garelli. El 8 de diciembre de 1841 entra en la sacristía de la iglesia de San Francisco de Turín y oye unos gritos airados. El sacristán está corriendo, escoba en mano, a un pobre niño, más bien tímido, que al fin logra escabullirse de aquella amenaza. Don Bosco reprende al sacristán y le ordena: “Llámalo enseguida, tengo que hablar con él, es amigo mío”. Llega el muchacho y el santo trata de entablar con él una conversación con unas cuantas preguntas elementales. Pero descubre que es huérfano, que no sabe leer ni escribir, ni conoce lo más elemental del catecismo; que no ha hecho la primera comunión.
Entonces, con el mayor interés y con una mirada complaciente, le pregunta: “¿Sabes silbar?”. Garelli ya tiene una cuerda a la que agarrarse. En su corazón ha nacido la confianza. Aquella sacristía tan poco acogedora se convierte enseguida en hogar, escuela e Iglesia.
Ante la sugerencia: “Si yo te diera catecismo aparte, ¿vendrías?”, el joven responde: “Con mucho gusto”. Don Bosco no espera al domingo siguiente, empieza de inmediato. Y lo hace invocando a la Virgen. Es –comenta un biógrafo– el avemaría de la fundación de toda su obra educativa, de la congregación y de toda la familia salesiana. Don Bosco acaba de responder a la llamada decisiva de Dios en su vida. Al domingo siguiente, Bartolomé Garelli viene acompañado de otros muchachos que, como él, habían llegado de los pueblos a la gran ciudad buscando trabajo. Ahora no basta la sacristía, tiene que buscarles un techo… un techo, una formación, un trabajo, una forma de vida.
Fuente:
Extracto de pliego de la revista Vida Nueva: “Sobre el humor”.