El hito que marcó el diálogo interreligioso: Nostra aetate

7:00 p.m. | 16 dic 25 (VTN/LOR).- Una fe sin muros. En 1965, el Concilio Vaticano II promulgó Nostra aetate, una declaración que transformó la relación de la Iglesia católica con las religiones no cristianas. Reconoció la riqueza del judaísmo, el islam, el hinduismo y el budismo, y su mensaje central —la fraternidad universal y el respeto mutuo— marcó un giro radical frente a siglos de distancia y desconfianza. Sesenta años después, sigue siendo un texto fundamental: inspira encuentros interreligiosos, condena la discriminación y reafirma que la paz puede construirse desde la cooperación entre credos diversos.

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Nostra aetate nació como un giro decisivo en la historia de la Iglesia: no fue solo un documento, sino la puerta abierta hacia un modo distinto de relacionarse con religiones no cristianas. En esta publicación proponemos revisar el origen y alcance de esa declaración, primero desde quienes la impulsaron y defendieron: los pontífices que, desde Pablo VI hasta hoy, asumieron el desafío de pasar del recelo al reconocimiento y de la teología del enfrentamiento a la fraternidad. Ese recorrido tiene su última parada en un reciente discurso de León XIV -por los 60 años de la declaración- cuya lectura coloca en primer plano la urgencia contemporánea del diálogo.

Luego, compartimos el testimonio del arzobispo de Rabat, que ofrece un contrapunto vivo: muestra cómo, antes del Concilio, el encuentro interreligioso era frágil y limitado, y cómo la transformación conciliar cambió no solo el discurso, sino la vida cotidiana de comunidades cristianas en contextos plurales.

Con esas bases, pasamos a un ensayo de La Civiltà Cattolica que reconstruye cómo surgió el documento: un proceso en el que la interacción entre credos no fue adorno, sino motor. La Shoah y la identidad judía de Jesús explican el foco hacia el judaísmo, pero el documento evitó reducirse a un gesto político o parcial. Se revela, más bien, cómo tensiones iniciales dieron paso a un consenso que permitió incluir otras tradiciones y ampliar el horizonte universal del texto. Y el cierre, mediante una entrevista centrada en la sensibilidad hacia lo judío, retoma esa pregunta esencial: cómo construir una fraternidad real sin olvidar el dolor histórico ni sacrificar la apertura hacia todos.

Los pontífices y Nostra aetate

Nostra aetate, que celebra su 60.º aniversario, es una Declaración sobre las Relaciones de la Iglesia católica con las religiones no cristianas. Este documento, aprobado por los Padres del Concilio Vaticano II y promulgado por el papa Pablo VI, se considera un texto fundamental para el diálogo con otras confesiones religiosas. Su publicación, que tuvo lugar el 28 de octubre de 1965, fue precedida, incluso antes de su redacción, por el encuentro: la del papa Juan XXIII con el historiador judío Jules Isaak, quien, el 13 de junio de 1960, presentó al Pontífice un memorando con la solicitud de promover una nueva visión de la relación entre la Iglesia y el judaísmo. Era una época en la que las heridas infligidas a la humanidad por la Segunda Guerra Mundial aún eran profundas.

Nostra aetate nació en un contexto histórico posterior al Holocausto, es decir, el intento de la Alemania nazi de imponer su supremacía y aniquilar a los judíos. E inmediatamente se centra en un aspecto central de la humanidad: la interdependencia de los diversos pueblos. El párrafo introductorio invita a la reflexión sobre lo que las personas tienen en común. Abundan las referencias a las Sagradas Escrituras para demostrar que toda la familia humana tiene un único origen: el plan de salvación y el amor misericordioso de Dios abarcan a todos. Se reconocen las diferencias, pero se reconoce una unidad fundamental: “Los diversos pueblos —dice— constituyen una sola comunidad. Tienen un mismo origen, pues Dios ha hecho habitar a todo el género humano sobre toda la faz de la tierra”. Es imposible ignorar a Dios, enfatizó el papa Pablo VI en la audiencia general del 18 de diciembre de 1968:

“No digamos que antes de Jesucristo, Dios era desconocido: el Antiguo Testamento ya es una revelación y forma a sus seguidores en una espiritualidad maravillosa y siempre vigente: basta pensar en los Salmos, que aún hoy nutren la oración de la Iglesia con una riqueza insuperable de sentimiento y lenguaje. Incluso en las religiones no cristianas, se puede encontrar una sensibilidad religiosa y un conocimiento de la Divinidad, que el Concilio nos exhortó a respetar y venerar (véase la Declaración Nostra aetate)”.


Respeto mutuo entre cristianos y judíos

La fuerza de este documento y su interés perdurable residen en que “se dirige a todos los pueblos y de todos los pueblos desde una perspectiva religiosa”. El 6 de diciembre de 1990, en el marco de las celebraciones del 25.º aniversario de Nostra aetate, el papa Juan Pablo II se reunió con delegados del Comité Judío Internacional para las Consultas Interreligiosas y miembros de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo. Juan Pablo II destacó la vitalidad de este texto conciliar, “breve pero significativo”, considerado también un hito en las relaciones entre la Iglesia y la religión judía. “La Iglesia de Cristo”, leemos en Nostra aetate, “reconoce que los inicios de su fe y su elección se encuentran ya, según el divino misterio de la salvación, en los patriarcas, en Moisés y en los profetas”.

“La apertura universal de Nostra aetate se fundamenta y se orienta en un profundo sentido de la absoluta singularidad de la elección de Dios por un pueblo particular, ‘su’ pueblo, Israel según la carne, ya llamado ‘Iglesia de Dios’ (Lumen gentium, 9). Así, la reflexión de la Iglesia sobre su misión y su verdadera naturaleza está intrínsecamente ligada a la reflexión sobre el linaje de Abraham y la naturaleza del pueblo judío (cf. Nostra aetate, 4). La Iglesia es plenamente consciente de que las Sagradas Escrituras dan testimonio de que el pueblo judío, esta comunidad de creyentes y custodios de una tradición milenaria, es parte esencial del ‘misterio’ de la revelación y la salvación”.


La estima de la Iglesia por los musulmanes

Nostra aetate sigue inspirando a los miembros de la Iglesia católica, en diversos niveles, a fomentar relaciones respetuosas y el diálogo con personas de otras confesiones. Respecto al islam, el documento conciliar enfatiza que “la Iglesia también considera con estima a los musulmanes, que adoran al único Dios, vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, creador del cielo y de la tierra, que ha hablado a la humanidad”. Cuarenta años después de la publicación de la Declaración, el papa Benedicto XVI enfatizó en el Ángelus del 30 de octubre de 2005 que este documento no ha perdido nada de su relevancia:

“Es sumamente relevante porque se refiere a la actitud de la comunidad eclesial hacia las religiones no cristianas. Partiendo del principio de que ‘todos los hombres constituyen una sola comunidad’ y de que la Iglesia ‘tiene el deber de promover la unidad y el amor’ entre los pueblos, el Concilio ‘no rechaza nada de lo que es verdadero y santo’ en otras religiones y proclama a todos a Cristo, ‘camino, verdad y vida’, en quien los hombres encuentran la ‘plenitud de la vida religiosa’. Con la Declaración Nostra aetate, los Padres del Vaticano II propusieron varias verdades fundamentales: recordaron claramente el vínculo especial que une a cristianos y judíos, reafirmaron su estima por los musulmanes y los seguidores de otras religiones, y confirmaron el espíritu de fraternidad universal que prohíbe cualquier discriminación o persecución religiosa”.


La contribución del hinduismo, el budismo y otras religiones

Nostra aetate también destaca la contribución de las diferentes religiones: “En el hinduismo”, afirma el documento, “los hombres exploran el misterio divino y lo expresan a través de la inagotable fecundidad de los mitos y las penetrantes exploraciones de la filosofía”. El budismo reconoce “la insuficiencia radical de este mundo cambiante y enseña un camino por el cual los hombres, con corazones devotos y confiados, son capaces de alcanzar el estado de perfecta liberación”. Otras religiones, recuerda la Declaración, también se esfuerzan por superar “la inquietud del corazón humano proponiendo caminos, es decir, doctrinas, preceptos de vida y ritos sagrados”.


Fraternidad universal

“No podemos invocar a Dios como Padre de todos los hombres si nos negamos a comportarnos como hermanos con algunos de entre los hombres, creados a imagen de Dios”. Estas palabras abren el capítulo final de Nostra aetate. Con motivo del 50.º aniversario de la promulgación de la declaración conciliar, el papa Francisco, en la Audiencia general del 28 de octubre de 2015, indicó el camino de la fraternidad. “Somos hermanos”, afirmó el Pontífice, dirigiéndose a judíos y musulmanes, hindúes y budistas, jainistas y sijs, representantes del confucianismo, el tenrikyo y las religiones tradicionales africanas. “Somos hermanos”, llamados a recorrer el camino del diálogo, enfatizó el Papa argentino quien, el 4 de febrero de 2019, junto con el Gran Imán de Al-Azhar, firmó el “Documento sobre la Fraternidad Humana por la Paz Mundial y la Convivencia”.

“El diálogo que necesitamos no puede ser sino abierto y respetuoso, y entonces se revela fructífero. El respeto recíproco es condición y, al mismo tiempo, fin del diálogo interreligioso: respetar el derecho de otros a la vida, a la integridad física, a las libertades fundamentales, es decir a la libertad de conciencia, pensamiento, expresión y religión. El mundo nos mira a nosotros los creyentes, nos exhorta a colaborar entre nosotros y con los hombres y las mujeres de buena voluntad que no profesan ninguna religión, nos pide respuestas efectivas sobre numerosos temas: la paz, el hambre, la miseria que aflige a millones de personas, la crisis ambiental, la violencia, en particular la cometida en nombre de la religión, la corrupción, la degradación moral, la crisis de la familia, de la economía, de las finanzas y sobre todo de la esperanza. Nosotros creyentes no tenemos recetas para estos problemas, pero tenemos un gran recurso: la oración. Y nosotros creyentes rezamos. Tenemos que rezar”, dijo el Papa en la audiencia.


Orar juntos

Este año, para celebrar el 60.º aniversario de la Declaración, se celebró en octubre un encuentro especial titulado “Caminando Juntos en la Esperanza”. El momento culminante del evento fue el discurso del papa León XIV, seguido de una oración silenciosa por la paz. Este mismo camino es uno de los sellos distintivos de este documento. Nostra aetate ha demostrado, desde su publicación, ser un hito en las relaciones con otras religiones. A raíz de este documento conciliar, se han llevado a cabo importantes iniciativas y encuentros a lo largo de los años, como el de Asís, convocado por Juan Pablo II. El 27 de octubre de 1986, en la ciudad de San Francisco, el papa Wojtyla calificó ese evento, al que asistieron líderes religiosos de diferentes confesiones, como “un signo muy elocuente para la causa de la paz”. Siguiendo los pasos de Nostra aetate, este compromiso común se ha fortalecido y el diálogo interreligioso ha adquirido cada vez más el carácter de una oración.

VIDEO. Celebración en la Santa Sede por el 60.º aniversario de Nostra aetate

León XIV: Nostra aetate sigue siendo tan urgente como siempre

“Hace 60 años”, con la publicación de Nostra aetate, “se plantó una semilla de esperanza para el diálogo interreligioso”. Así se dirigió León XIV a los representantes de las religiones del mundo, a los miembros del cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede y a los responsables vaticanos y eclesiásticos comprometidos en el diálogo interreligioso, reunidos en el Aula Pablo VI para celebrar el aniversario de la histórica Declaración del Concilio. “Hoy, la presencia de todos ustedes da testimonio de que esa semilla se ha convertido en un árbol fuerte, cuyas ramas se han expandido a lo largo y ancho, ofreciendo refugio y dando ricos frutos de comprensión, amistad, cooperación y paz”, añadió.


El diálogo como forma de vida

Nostra aetate, dijo el Papa, “nos abrió los ojos a un principio sencillo pero profundo: el diálogo no es una táctica ni una herramienta, sino una forma de vida, un viaje del corazón que transforma a todos los involucrados, tanto al que escucha como al que habla”. Refiriéndose al título de la celebración del aniversario, “Caminando juntos en la esperanza”, León dijo: “Recorremos este camino” no comprometiendo nuestras creencias, sino permaneciendo fieles a nuestras convicciones. El diálogo auténtico continuó, “no comienza con el compromiso, sino con la convicción, con las raíces profundas de nuestra propia fe que nos da la fuerza para acercarnos a los demás con amor”.

El Santo Padre comenzó su discurso recordando a las muchas personas de todas las creencias que han trabajado en los últimos sesenta años “para dar vida a Nostra aetate“, hasta el punto de dar su propia vida, “mártires del diálogo que se opusieron a la violencia y al odio”. Estamos donde estamos hoy, dijo, “gracias a su valor, su sudor y su sacrificio”.


Nostra aetate
: todavía de gran actualidad

Insistiendo en que el mensaje de la Declaración sigue siendo “de gran actualidad”, León XIV recordó las lecciones del Concilio: que la humanidad se está uniendo cada vez más, que todos los seres humanos pertenecen a una única familia humana con un único origen y una única meta; que todas las religiones intentan responder a “la inquietud del corazón humano”; y que la Iglesia católica “no rechaza nada de lo que es verdadero y santo en estas religiones”. El Papa recordó, asimismo, los orígenes de la Declaración en el deseo de un documento que describiera “una nueva relación entre la Iglesia y el judaísmo”, un deseo realizado en el capítulo cuarto de Nostra aetate, que forma “el corazón y el núcleo generador de toda la Declaración”.

Ese capítulo continuó el Papa, conduce al capítulo final, que enseña que “no podemos invocar verdaderamente a Dios, Padre de todos, si nos negamos a tratar como hermanos y hermanas a cualquier hombre o mujer creados a imagen de Dios”. En la parte final de su intervención, el Papa recordó a los líderes religiosos que “compartimos una responsabilidad sagrada: ayudar a nuestros pueblos a liberarse de las cadenas del prejuicio, la ira y el odio; ayudarlos a superar el egoísmo y el egocentrismo; ayudarlos a vencer la codicia que destruye tanto el espíritu humano como la tierra”.

“De esta manera”, dijo, “podemos guiar a nuestros pueblos para que se conviertan en profetas de nuestro tiempo: voces que denuncien la violencia y la injusticia, que sanen las divisiones y proclamen la paz para todos nuestros hermanos y hermanas”. Les recordó la “gran misión” que se les ha encomendado: “despertar en todos los hombres y mujeres su sentido de la humanidad y de lo sagrado”.

“Esto es precisamente, amigos míos, por lo que nos hemos reunido en este lugar”, dijo, “asumiendo la gran responsabilidad, como líderes religiosos, de llevar esperanza a una humanidad que a menudo se ve tentada por la desesperación”. El papa León concluyó su intervención con las palabras de Juan Pablo II, quien, en Asís en 1986, dijo: “Si el mundo debe continuar y los hombres y las mujeres deben sobrevivir en él, el mundo no puede prescindir de la oración”. Y así les invitó a todos a detenerse juntos en oración silenciosa, con la invocación: “Que la paz descienda sobre nosotros y llene nuestros corazones”.

LEER. Discurso completo del papa León XIV

VIDEO. León XIV reivindica el papel de las religiones en un mundo dividido

Arz. de Rabat, Mons. López Romero: Un solo Dios, una sola familia humana

Hace sesenta años, el Concilio Vaticano II nos regaló uno de los grandes tesoros del magisterio de la Iglesia: la Declaración Nostra aetate. Aquel breve texto fue un documento absolutamente necesario y radicalmente revolucionario, que cambió por completo la mirada de los cristianos hacia los demás creyentes. Sembró diálogo donde antes había confrontación, respeto en el lugar que antes ocupaba la sospecha y fue decisivo para reconocer la presencia de Dios más allá de las fronteras del cristianismo.

Personalmente he conocido otro tiempo, marcado por otra mentalidad. Recuerdo una anécdota que escuché de un sacerdote que en los años 50 del siglo pasado formó un grupo de selectos jóvenes cristianos a los que, lejos de leer la Biblia, ayudar a los pobres o ir a misa, lo que se les encargó fue tirar piedras contra el templo protestante de su ciudad, porque a su modo de ver eran herejes y había que combatirlos. En aquella época se entendía así el celo por la fe.

Hoy, gracias a Nostra aetate, muchos religiosos podemos, por ejemplo, desempeñar nuestra labor en Marruecos —un país de mayoría musulmana y donde la religión oficial es el islam— y frecuentar con asiduidad un instituto ecuménico, fundado y gestionado por protestantes y católicos conjuntamente, donde cristianos y musulmanes dialogan y trabajan juntos. ¡Cuánto camino recorrido! Y, sin embargo, todavía queda más por andar de lo que hemos ya recorrido. Por eso es necesario compartir estas historias, no solo para aprender algo del pasado, sino para comprometernos a continuar el camino común que, como creyentes, debemos hacer.

Nostra aetate nos otorga responsabilidades sociales y espirituales como creyentes. Nos invita a revisar nuestra imagen de Dios, para hacerla más auténtica y completa. Concretamente nos ayuda a descubrir un Dios que es más grande que nosotros, que es Padre de todos; un Dios que no puede ser patrimonio exclusivo de nadie. Ninguna nación ni confesión puede apropiárselo. Es el Dios de todos, un Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos. Nosotros pertenecemos a Dios, no al revés.


Una sola familia humana

Es también importante aceptar a un Dios que quiere la salvación de todos, que Dios es el Dios de todos y que es un Dios de Amor. Como Jonás, a veces nos resistimos a un Dios que perdona al enemigo, que salva a los ninivitas, que muestra compasión con quienes consideramos ajenos. Dios ama a todos los pueblos, su Providencia es para todos. La bondad y la voluntad de salvar a los hombres son universales.

“De un solo hombre hizo Dios todo el género humano”, dice el libro de los Hechos. Si tenemos un único origen y un único destino, ¿cómo pueden existir cristianos que consideran enemigos a otros pueblos que no sean el suyo, o a otras religiones que no sean la suya? ¿Cómo podría un cristiano vivir en pie de guerra? ¿Cómo podría un cristiano considerar que su misión consiste en combatir a los no cristianos? El papa Francisco, con sus encíclicas Laudato si’ (sobre la casa común) y Fratelli tutti (sobre la fraternidad universal) prosiguió con el camino de Nostra aetate y recordó que la humanidad entera es una sola familia, que habita en una sola casa común.


Una tarea que continúa

Desde Marruecos, donde la convivencia entre cristianos y musulmanes es signo de esperanza, quisiera renovar el compromiso que nos ha dejado Nostra aetate y proponer tareas precisas para alcanzar esa fraternidad universal y fundamentar la unidad y la caridad entre los hombres. Algunas de ellas son mostrar en la vida cotidiana y con actos concretos espíritu de apertura y diálogo; formar a las nuevas generaciones contra el fundamentalismo y el fanatismo; reconocer y promover los valores espirituales y morales de todas las religiones.

También es importante conocer y difundir el conocimiento de otros documentos que dan seguimiento a Nostra aetate, como Redemptoris Missio, Fratelli tutti, Evangelii nuntiandi, Evangelii gaudium, el Documento sobre la fraternidad humana de Abu Dabi y la carta Una palabra común entre ustedes y nosotros. Es fundamental trabajar juntos por la justicia, la paz y la fraternidad humana. Porque, al fin y al cabo, nuestra casa es el mundo y nuestra familia, la humanidad.

LEER. Columna completa del cardenal Arzobispo de Rabat en L’Osservatore Romano

VIDEO. Nostra aetate cumple 60: Seis décadas de compromiso católico con judíos y musulmanes

¿Cómo fue escrita la declaración Nostra aetate?

Hasta la publicación de Nostra aetate, los no cristianos habían sido considerados como perdidos en la superstición y en la ignorancia, pero la declaración marcó el inicio de un enfoque que promovía el diálogo permanente como parte integrante del testimonio católico de la verdad de la fe cristiana. La elaboración del documento lleva la impronta del encuentro entre el jesuita alemán Augustin Bea, nombrado por el Papa presidente del Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y Máximo IV Saigh, patriarca de Antioquía de los Melquitas. El diálogo contemporáneo entre la Iglesia católica y el pueblo judío conserva la huella de las perspectivas elaboradas por ellos en el momento en que la Iglesia comenzaba a formular una posición que afirmara tanto el diálogo con los judíos como la conciencia de la trágica suerte de los palestinos.


Orígenes

La declaración Nostra aetate nació en el contexto posterior a la Shoah, es decir, al intento por parte de la Alemania nazi de aniquilar a los judíos en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra, la Iglesia tuvo que empezar a confrontarse con la dolorosa cuestión de hasta qué punto el discurso cristiano tradicional sobre el pueblo judío podía haber contribuido al arraigo del antisemitismo contemporáneo. El 28 de octubre de 1958, Angelo Roncalli se convirtió en el papa Juan XXIII. Roncalli había pasado los años anteriores y los de la Segunda Guerra Mundial en Bulgaria, Grecia, Turquía y Francia como representante diplomático de la Santa Sede. Era plenamente consciente de lo que estaba sucediendo a los judíos, y se le atribuye el mérito de haber salvado a miles de ellos.

En un principio, el Papa no tenía la intención de llevar la cuestión del pueblo judío a la atención del Concilio que estaba proyectando y que cambiaría el rostro de la Iglesia en el mundo moderno. La idea de un documento sobre los judíos surgió en su mente durante una audiencia privada, el 13 de junio de 1960. Ese día, poco después de nombrar a Augustin Bea presidente del Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, se reunió con el historiador y educador judío francés Jules Isaac, quien le entregó lo que había escrito sobre la enseñanza cristiana del desprecio hacia el pueblo judío. Más tarde, Isaac comentó: “Varias veces durante mi breve discurso él mostró comprensión y simpatía. […] Entonces le pregunto si puedo llevarme conmigo un poco de esperanza. Él exclama: ¡Tienes derecho a más que una esperanza!“.

El Papa envió a Isaac donde Bea, biblista especializado en el Antiguo Testamento y su consejero de confianza, y en septiembre de 1960 este último recibió el encargo de preparar un documento sobre el pueblo judío. Más tarde Bea escribió, en sintonía con los sentimientos del Papa: “El problema bimilenario, tan antiguo como el mismo cristianismo, de las relaciones de la Iglesia con el pueblo judío se ha vuelto más agudo y, por lo tanto, se ha impuesto a la atención del Concilio Ecuménico Vaticano II, sobre todo por el espantoso exterminio de millones de judíos a manos del régimen nazi en Alemania”. Este preveía que el documento no solo condenaría el antisemitismo, sino que también llamaría la atención sobre las raíces judías de la Iglesia y promovería un diálogo entre judíos y católicos. Aunque las discusiones sobre los judíos, posteriores al encuentro con Isaac, debían permanecer reservadas, Bea se confió a un periodista, quien publicó la noticia del cambio de actitud de la Iglesia hacia los judíos, suscitando ya entonces una primera reacción negativa en Medio Oriente.


Reacciones en Medio Oriente

La resistencia a un documento sobre los judíos se manifestó de tres maneras. En primer lugar, la de los antisemitas clásicos, contrarios a cualquier atenuación de la enseñanza de la Iglesia, pues consideraban al pueblo judío enemigo de la humanidad y de la fe cristiana. A esta se sumaba la oposición de los tradicionalistas, que rechazaban por principio cualquier cambio doctrinal. Finalmente, estaban quienes se oponían a un acercamiento a los judíos debido al conflicto aún en curso en Medio Oriente, donde un Estado, Israel, se definía como judío, mientras que el pueblo palestino había quedado sin patria tras 1948. En algunos casos, el antisemitismo, la resistencia al cambio y la preocupación por la justicia y la paz en Medio Oriente se entrelazaban.

En la historiografía posterior al Concilio, algunos acusaron a Máximo IV y a los obispos de Medio Oriente de antisemitismo o tradicionalismo debido a su oposición al documento sobre los judíos. Otros interpretaron esta postura como fruto del temor a reacciones musulmanas que pudieran desencadenar persecuciones contra los cristianos en países árabes en guerra con Israel. Al mismo tiempo, países árabes e Israel ejercieron presiones para orientar el resultado conciliar conforme a sus intereses políticos.

Estos factores influyeron en las posiciones de los prelados de Medio Oriente, pero la evolución de las opiniones de Máximo IV mostró el esfuerzo por afrontar la complejidad del conjunto. Dentro de la Iglesia, el diálogo entre Máximo IV y el cardenal Bea resultó decisivo para transformar el proyecto inicial en la declaración Nostra aetate. El encuentro entre Bea, defensor de una nueva relación con el pueblo judío, y Máximo IV, portavoz de la preocupación por Medio Oriente y por los palestinos, marcó profundamente las relaciones judeo-católicas de las décadas posteriores.

Figura representativa del mundo árabe en el Concilio, Máximo IV fue nombrado miembro de la Comisión Central Preparatoria en 1960. Su postura no se explicaba solo por su condición de árabe sirio o de guía espiritual de comunidades afectadas por los desplazamientos de 1948, sino también por su papel como portavoz de los católicos no europeos y no latinos, que reclamaban ser escuchados en una Iglesia aún predominantemente europea. Defensor de reformas orientadas a la apertura al mundo moderno, intervino con firmeza en los debates conciliares.

En una nota de 1962, Máximo IV afirmó-1: “Comprendemos muy bien las razones que han motivado la propuesta de este “decreto” [sobre los judíos]. La Iglesia tiene el deber hacia sí misma de reconocer las glorias, las promesas y la misión del pueblo judío. Tiene también el deber […] de eliminar […] toda huella de desprecio, venganza o discriminación racial contra el pueblo judío”. No obstante, insistía en distinguir entre los judíos y el Estado de Israel, que debía ser tratado “según los mismos criterios que regulan las relaciones entre la Iglesia y las sociedades civiles”.

Asimismo, proponía preparar “un decreto análogo respecto al islam y a las otras religiones monoteístas”, que ofreciera una enseñanza positiva más allá de la mera condena. En 1962, el Sínodo greco-católico subrayó que la fe cristiana imponía no “alimentar odio ni rencor contra nadie”, aunque reconocía el derecho de los árabes palestinos a regresar a su tierra. El contraste entre la convicción, dominante en Europa y Norteamérica, de promover una enseñanza de respeto hacia el pueblo judío, y la resistencia prevalente en Medio Oriente, donde los judíos eran identificados con el poder del Estado de Israel y con la tragedia palestina, ilustra la dimensión verdaderamente universal del Concilio Vaticano II. Como señaló Karl Rahner, fue el primer gran acontecimiento en el que la Iglesia se comprendió a sí misma como Iglesia universal, configurada por el influjo recíproco de todos sus componentes.


Un diálogo difícil

El documento sobre los judíos fue presentado recién en la segunda sesión del Concilio, en 1963. Tras la muerte de Juan XXIII, Pablo VI confirmó el proyecto, pero dejó claro que concebía el diálogo en un horizonte más amplio. Al inaugurar esa sesión, afirmó que la Iglesia “mira más allá de su propia esfera y ve las otras religiones que conservan el sentido y el concepto de Dios, único, creador, providente, sumo y trascendente”. Su compromiso con el diálogo estuvo influido, entre otros, por el islamólogo francés Louis Massignon, cuya intuición respecto a los musulmanes fue comparable a la de Jules Isaac en relación con el judaísmo.

En noviembre de 1963, el cardenal Bea presentó el texto sobre los judíos como parte del esquema sobre el ecumenismo y subrayó su carácter estrictamente religioso: “No se trata de una cuestión nacional o política, y en especial no se trata de un reconocimiento del Estado de Israel por parte de la Santa Sede”. Pese a estas aclaraciones, los prelados de Medio Oriente expresaron su oposición durante el debate conciliar. Entre ellos, Máximo IV insistió en que el enfoque debía ampliarse: “Si se habla de los judíos, se debe hablar también de las otras religiones no cristianas, y sobre todo de los musulmanes, que son 400 millones y entre los cuales vivimos como minoría”. Más tarde, Bea reconocería que fueron sobre todo los Padres conciliares del Cercano Oriente quienes impulsaron la inclusión del islam y, posteriormente, una perspectiva general que abarcara a todas las religiones no cristianas.


Una nueva perspectiva

La segunda sesión del Concilio concluyó con un anuncio decisivo: Pablo VI viajaría a Tierra Santa en enero de 1964, el primer viaje papal fuera de Italia en más de 150 años. La tercera sesión del Concilio estuvo marcada por su visión del diálogo con el mundo, expresada en la encíclica Ecclesiam suam (1964), donde delineó los círculos concéntricos del diálogo interreligioso, que incluían al pueblo judío, a los musulmanes y a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas.

En vísperas de esa sesión, el Sínodo greco-católico envió una nota subrayando que el documento sobre los judíos debía dejar claro su carácter “puramente religioso” y excluir toda interpretación política. Durante el debate, el arzobispo Joseph Tawil advirtió que no era oportuno concentrarse exclusivamente en la cuestión judía cuando “un millón de árabes fueron injusta y violentamente expulsados de sus tierras”, e insistió en que el Concilio no debía intervenir en asuntos civiles o políticos.

El 25 de septiembre de 1964, Bea reafirmó ante el Concilio que el documento respondía a la fidelidad de la Iglesia al amor de Cristo y precisó que se estaba teniendo en cuenta la sensibilidad de los prelados de Medio Oriente. Subrayó que se trataba de una cuestión religiosa y no política: “Aquí no hablamos del sionismo ni del Estado político de Israel, sino de los seguidores de la religión mosaica”. Reconoció, sin embargo, que se trataba de una cuestión tan fundamental “que vale la pena exponernos incluso al peligro” de interpretaciones políticas abusivas.

Al término de la tercera sesión, Máximo IV describió el Concilio como un acontecimiento de diálogo universal, orientado a “reforzar la solidaridad humana y la unidad de la familia de Dios”. Al mismo tiempo, reiteró la necesidad de distinguir entre judaísmo como religión y sionismo como movimiento político, advirtiendo que cualquier declaración religiosa podía ser interpretada por Israel como respaldo a sus posiciones políticas, pese a que no fuera esa la intención del Concilio.


El fruto del diálogo

Entre la tercera y la cuarta sesión del Concilio Vaticano II persistía la necesidad de afirmar la publicación del documento sobre los judíos y, al mismo tiempo, tranquilizar a los países árabes respecto a que no implicaba una legitimación de las aspiraciones políticas israelíes. Tras la tercera sesión, Pablo VI viajó a India, gesto que expresó el nuevo espíritu de diálogo con las religiones no cristianas. En ese contexto, realizó una breve escala en Beirut, donde se reunió con líderes políticos y religiosos preocupados por las implicaciones del documento sobre los judíos. Poco después, envió una carta a los patriarcas de Oriente en la que expresó su respeto por las Iglesias orientales, la civilización árabe y el diálogo cristiano-musulmán.

En 1965, el Papa envió a Medio Oriente una delegación encabezada por Johannes Willebrands para conocer de primera mano el clima eclesial. A su regreso, el obispo informó del rechazo generalizado al documento por parte de los líderes cristianos locales y del contexto político y religioso que lo explicaba. Subrayó que, aunque la Iglesia no podía permanecer en silencio frente al antisemitismo, el acercamiento entre cristianos y judíos debía distinguirse claramente de la cuestión política del Estado de Israel.

Estas preocupaciones fueron escuchadas durante la cuarta sesión conciliar. El obispo François Charrière destacó que el Concilio no podía imponer decisiones por mayoría numérica y recordó que se trataba de un Concilio verdaderamente ecuménico. En este contexto, Máximo IV moderó su postura y apoyó la aprobación de un texto reformulado.

El diálogo entre Bea y Máximo IV dio un fruto decisivo: el documento sobre los judíos fue integrado en un marco más amplio sobre la actitud de la Iglesia hacia las religiones no cristianas. El texto incluyó un párrafo sobre los musulmanes, definido por la “estimación” de la Iglesia, y afirmó que esta, “impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica”, deplora toda forma de antisemitismo. Esta perspectiva, claramente enraizada en el Evangelio, orientó el posterior diálogo judeo-católico. Al presentar el texto final en octubre de 1965, Bea subrayó que el objetivo había sido expresar con claridad la naturaleza exclusivamente religiosa del documento y evitar cualquier interpretación política. El proceso culminó con la promulgación de Nostra aetate el 28 de octubre de 1965.


Conclusión

Bea afirmó: “A esta Declaración se le puede aplicar con toda justicia la imagen bíblica del grano de mostaza. Al principio, de hecho, se trataba de una simple declaración breve que concernía la actitud de los cristianos hacia el pueblo judío. Con el paso del tiempo, y sobre todo a causa de la discusión sostenida en esta aula, ese grano, gracias a su mérito, ha logrado convertirse casi en un árbol, sobre el que muchos pájaros ya encuentran su nido; es decir, en él, al menos de algún modo, todas las religiones no cristianas ocupan su lugar casi del mismo modo en que el Sumo Pontífice reinante felizmente abraza a todos los no cristianos en la Encíclica Ecclesiam suam“.

No menos importante que la formulación de Nostra aetate para la vida de la Iglesia fue el proceso mediante el cual la Iglesia latina se abrió a un fructífero diálogo con las diversas Iglesias orientales, ampliando la comprensión que la Iglesia tiene de sí misma como verdaderamente católica. En noviembre de 1964, el Concilio publicó un decreto sobre la comunión entre la Iglesia latina de Occidente y las Iglesias católicas de Oriente, Orientalium ecclesiarum, afirmando que “el Santo Sínodo se alegra extraordinariamente de la fructuosa y activa colaboración entre las Iglesias católicas de Oriente y Occidente”. Máximo IV y Bea fueron pioneros de este continuo proceso de escucha y aprendizaje mutuo.

En 1985, veinte años después de la publicación de Nostra aetate, la Iglesia aclaró aún más cómo el compromiso en un diálogo constructivo con el pueblo judío debía distinguirse de las cuestiones diplomáticas y políticas relacionadas con el Estado de Israel y el pueblo palestino. Los católicos pueden ciertamente comprender el apego religioso de los judíos a la tierra de Israel, pero Israel como Estado debe estar sujeto al derecho internacional. “Se invita a los cristianos a comprender este vínculo religioso, que hunde sus raíces en la tradición bíblica, sin que por ello deban adoptar una interpretación religiosa particular de dicha relación. […] En cuanto a la existencia del Estado de Israel y sus decisiones políticas, estas deben considerarse desde una perspectiva que no es en sí misma religiosa, sino que remite a los principios comunes del derecho internacional”.

Esta tensión entre el diálogo religioso, espiritual y teológico con el pueblo judío y el conflicto entre Israel y Palestina sigue estando en el centro de las relaciones entre los judíos y la Iglesia católica. En su discurso a los cristianos no católicos y a los representantes de otras religiones, al día siguiente de la inauguración de su pontificado, el papa León XIV afirmó: “Debido a las raíces judías del cristianismo, todos los cristianos tienen una relación particular con el judaísmo. La Declaración conciliar Nostra aetate (cf. n. 4) subraya la grandeza del patrimonio espiritual común entre cristianos y judíos, alentando al conocimiento y la estima mutuos. El diálogo teológico entre cristianos y judíos sigue siendo siempre importante y es muy valioso para mí. Incluso en estos tiempos difíciles, marcados por conflictos y malentendidos, es necesario continuar con entusiasmo este diálogo tan valioso”.

La solución de los “conflictos y malentendidos” en la relación entre la Iglesia católica y el pueblo judío se verá notablemente facilitada cuando los judíos israelíes y los árabes palestinos logren encontrar una forma de convivir en condiciones de igualdad, justicia y paz. Pablo VI, en su mensaje navideño de 1975, lanzó un llamamiento en este sentido: “Aunque conscientes de las tragedias recientes que han llevado al pueblo judío a buscar un resguardo seguro y protegido en un Estado soberano e independiente propio, […] quisiéramos invitar a los hijos de este Pueblo a reconocer los derechos y las legítimas aspiraciones de otro Pueblo, que también ha sufrido largamente: el pueblo palestino”. Todos los Pontífices posteriores han reiterado varias veces este llamamiento.

LEER. Ensayo completo publicado en La Civiltà Cattolica

VIDEO. Coloquio “Sesenta años de las Declaraciones Conciliares Nostra aetate y Dignitatis humanae”

Un documento que vale la pena releer ante la crisis actual

Dos décadas después del Holocausto, en un pueblo profundamente herido y tras siglos de incomprensión entre cristianos y judíos, este texto, que reconoce la herencia común de ambas religiones, allanó el camino para el diálogo. Se ha pasado una página de la historia. Para Jean-Dominique Durand, historiador de religiones y presidente de la Asociación de Amistad Judeo-Cristiana de Francia, este texto cambió radicalmente la perspectiva mutua. Sin embargo, las recientes tensiones en Oriente Medio, el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 y la respuesta militar israelí están poniendo a prueba seis décadas de diálogo.

Nostra aetate es un documento que ha marcado la historia de las relaciones entre judíos y cristianos. ¿Qué existía antes de esta declaración conciliar y qué página quería la Iglesia católica pasar al aprobar este texto durante el Concilio Vaticano II?

Anteriormente, no existía ningún documento oficial. Con un alcance teológico completamente nuevo, esta es la primera vez que la Iglesia católica ofrece un texto doctrinal sobre las religiones no cristianas. Nostra aetate, inicialmente destinada al judaísmo —tras varias vacilaciones y complicaciones—, se dirige a todas las religiones y ofrece a los católicos una visión oficial de la Iglesia sobre las religiones no cristianas. Es la primera vez que esto ocurre: un documento doctrinal sobre un tema como este. Nostra aetate representa una verdadera revolución.

-En este texto bastante breve, que dedica su párrafo más extenso al judaísmo, ¿podemos decir que la Iglesia católica absuelve claramente al pueblo judío de la acusación de deicidio?

Absolutamente. Este es precisamente el objetivo de este documento, insertado en la agenda del Concilio por el propio papa Juan XXIII, tras la audiencia concedida en junio de 1960 a un gran estudioso de la historia judía, Julio Isaac, quien ya había conocido a Pío XII en 1949. Julio Isaac había perdido a toda su familia en Auschwitz y dedicó su vida al diálogo entre judíos y cristianos, para que los cristianos adoptaran una visión diferente del judaísmo y abandonaran el desprecio que tenían hacia él.

Escribió un libro fundamental, Jesús e Israel, en el que desarrolló el vínculo que une al cristianismo y al judaísmo: Jesús era judío, su madre María era judía, y todos los apóstoles y los primeros mártires del cristianismo eran judíos. Esta fue la revolución iniciada por Julio Isaac. Pidió al Papa que revisara la oración del Viernes Santo, que los judíos consideraban ofensiva. La revisión se llevó a cabo en dos etapas: primero con Pío XII en 1955, luego con Juan XXIII en 1959, como preparación para el Concilio. Isaac convenció a Juan XXIII de que el Concilio representaba una oportunidad para repensar las relaciones entre judíos y cristianos, en particular eliminando la acusación de deicidio.

-Este texto sigue siendo de gran relevancia. En el contexto de tensión que vivimos en Oriente Medio, la conexión es inevitable. ¿Cómo puede este texto servir hoy para calmar las tensiones y recordarnos que “la fraternidad universal excluye toda discriminación”, como dice el título del último párrafo del documento?

Esta es una pregunta absolutamente fundamental. Se refiere a la recepción de Nostra aetate y a las consecuencias que debemos extraer de ella en nuestra vida cotidiana. Lamentablemente, hoy asistimos al regreso de viejos prejuicios, incluso en círculos cristianos, en parroquias y, a veces, entre religiosos y sacerdotes. Numerosos prejuicios antijudíos están resurgiendo con fuerza. El historiador judío Georges Bensoussan, profundamente involucrado en el diálogo judeo-cristiano, observó que, si ya no hablamos de deicidio, se sustituye por “genocidio”, un asunto muy grave.

Por lo tanto, nos encontramos en una crisis en las relaciones judeo-cristianas debido a la tragedia que se está desarrollando en Oriente Medio: primero con el terrible “pogromo” perpetrado por terroristas de Hamás en Israel, luego con la guerra resultante y las fuertes emociones que ha despertado en todo el mundo. A veces tendemos a olvidar la causa inicial de esta guerra, provocada por Hamás, y al mismo tiempo, resurgen antiguos prejuicios contra los musulmanes. Sin embargo, Nostra Aetate también nos invita a mirar al islam y a otras religiones.

LEER. Entrevista completa al historiador Jean-Dominique Durand

VIDEO. La Esperanza del Diálogo: 60 años de Nostra aetate

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