“Es idolatría pensar que nuestra religión agota a Dios”

6:00 p.m. | 23 jul 20 (RM).- El teólogo y antropólogo jesuita Javier Melloni durante años ha desplegado esfuerzos para promover una mayor comprensión del diálogo interreligioso en el enriquecimiento de la espiritualidad cristiana. En una entrevista publicada en la revista Mensaje explica sus ideas y experiencias, que muestran todo su interés en los puntos de contacto que los distintos credos ofrecen para la construcción de la convivencia y la inclusión: “Debemos observar honestamente nuestras carencias y mirar amablemente las aportaciones de los demás… Hay que escuchar cómo Dios se manifiesta en otras tradiciones y enriquecernos mutuamente de sus inacabables experiencias”.

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Entiendo que viene saliendo de una experiencia muy significativa, participando de una comunidad en la que convivía con personas de diversas creencias, religiones y espiritualidades.

En efecto, vengo de un período de exploración de cuatro años en el que hemos intentado crear una comunidad “transreligiosa”. Transreligioso lo distingo de interreligioso. Una comunidad interreligiosa habría sido un lugar donde cada tradición religiosa cultivara su especificidad y, al mismo tiempo, compartiera espacios en común con las demás. Pero este no era nuestro modelo, porque, si bien hay un punto de partida que son las identidades iniciales, están todavía por conocer las identidades finales. Toda “ciencia” es móvil, se va construyendo.

Las identidades, que creemos tan claras, en el fondo están en continua mutación. Si no lo están, mueren, se fosilizan. Una comunidad transreligiosa pone el acento en la imagen de que cuando los ríos llegan al mar, entregan su agua y pierden su nombre. Esta comunidad transreligiosa estaba conformada por gente que había pasado por el budismo, por el hinduismo, aunque la mayoría éramos de origen cristiano, pero lo que nos unía a todos era el silencio como lugar de escucha y de entrega.

¿Y qué aprendizajes pudo obtener de esa experiencia?

Durante estos cuatro años he constatado que, si bien los ríos están llegando al mar, no llegan secos sino repletos de agua. Por lo tanto, también hay que cuidar de las fuentes y de todo el recorrido. En el discernimiento por todo ese tiempo, yo sentía que no podía dejar la Compañía ni la Iglesia, porque es un linaje espiritual que sigue vivo, que da vida y en el que me siento vivo. El río es río tanto en las fuentes como en el delta, y yo me siento formando parte de los dos extremos y de todo el recorrido.

Hacia una nueva Teología y Antropología

Javier Melloni subraya que la actual crisis de la Iglesia es una oportunidad de replantear tanto nuestra teología como nuestra noción del ser humano, buscando beber de diversas tradiciones religiosas y espirituales.

¿Cómo incorporar en nuestras perspectivas la sabiduría que viene de otros sitios?

Después de los años que he ido yendo a Asia, particularmente a la India, constato que Oriente tiene aportes significativos que hacer a Occidente. Digo esto sin idealizar, porque está claro que la India, por ejemplo, tiene muchos temas por resolver. Al analizar las relaciones interculturales e interreligiosas existe el peligro de las comparaciones asimétricas: solemos comparar lo mejor de lo nuestro con lo peor de los otros, o lo peor de lo nuestro con lo mejor de los otros. O es una flagelación o es una idealización de “lo otro”. Eso no es adulto, ni en el encuentro de las culturas ni en el encuentro de las religiones.

¿Cómo construir un camino adecuado, entonces?

Asumiendo que hay fecundidad en la complementariedad. Al encuentro entre Oriente y Occidente agregaría un tercero: el indígena, que nos lleva a nuestros vínculos con la tierra. Debemos mirar honestamente nuestras carencias y mirar amablemente las aportaciones de los demás. Hemos de pasar de competir entre totalidades a compartir plenitudes. Es lo que las religiones han de hacer, humildemente.

Es idolatría pensar que nuestra religión agota a Dios, es una barbaridad teológica. Hemos recibido una Revelación que nos colma, y la irradiación del gozo pascual nos lleva a anunciar lo que ha sucedido en Jesús. Pero esto no impide que escuchemos cómo Dios se ha manifestado en otras tradiciones y que mutuamente nos enriquezcamos de las inacabables experiencias de Dios -o del Absoluto- que provienen de las distintas religiones. Hoy esto es necesario para la supervivencia, tanto de las mismas religiones como de la especie humana.

Remar “mar” adentro

En su visita a Chile, Ud. ha expresado interés especial por la experiencia que observó de los jesuitas en Tirúa.

Me ha impresionado la opción que ha hecho la Compañía de que no sea un lugar con misión propia, sino una inculturación en territorio mapuche. Es notable lo que se está haciendo con la promoción de las actividades artesanales, con la recuperación del lenguaje mapuche y de la vegetación originaria, así como la experiencia de ingesta de plantas. Los compañeros que han sido enviados allí están descubriendo el conocimiento que se puede tener de uno mismo a través de lo que comemos y de lo que somos corporalmente. Están descubriendo una vía espiritual que podría ser una bendición para el resto de los jesuitas chilenos.

El contacto con los mapuches comporta abrirse a una cosmovisión que se debe tomar en serio. La relación debe ser de igual a igual. Hemos de estar con ellos y con otras cosmovisiones con la convicción que no tenemos más que nadie. Nosotros, como cristianos y occidentales, tenemos una determinada visión que la compartimos con las demás. Esto implica un radical “humildación” de nuestra Revelación respecto de otras.

¿Cómo hacer ese camino?

Cuando Jesús dice “hay que remar mar adentro” nos está diciendo que vayamos más adentro. Debemos arriesgarnos más adentro y mar adentro, y pescar nuevos peces. ¿Qué significa eso? Dejar las certezas de la orilla y entrar con todo el riesgo de lo que significa adentrarse en aguas más profundas, donde se pierde la referencia de la costa y donde hay más viento y las olas son más altas, pero también hay grandes bancos de peces. El límite nos lo pone nuestro miedo, no nuestros dogmas, o nuestro miedo de cómo interpretar los dogmas.

¿Cómo podemos aplicar esto a nuestro modo de ser Iglesia?

No basta con leer los cuatro Evangelios y las cartas contenidas en el canon de lo que llamamos el Nuevo Testamento. ¿Por qué sólo consideramos Palabra de Dios unos textos que tienen dos mil años? ¿Qué pasa con la Palabra de Dios hoy? Nos hemos contentado con una recopilación que se acabó en el siglo II. ¿Por qué no leemos cartas, por ejemplo, de Casaldáliga en nuestras liturgias? ¿Por qué no leemos otros textos que nos inspiran y que son Palabra de Dios para hoy? No lo hacemos, ¿por temor a qué? Si tenemos temor, es porque en el fondo no nos vivimos verdaderamente.

Cristo resucitante

¿Qué significa “vivirse verdaderamente”?

Vivir plenamente la experiencia de Cristo resucitado y resucitante. Referirnos a Cristo resucitado es quedarnos con la mitad del mensaje. Jesús no solo ha resucitado, sino que está resucitando. Los textos de la Resurrección no son unívocos, ya que detrás de cada aparición hay una desaparición. Cada vez que Jesús aparece, primero no lo reconocen, tardan bastante tiempo en hacerlo. Y cuando lo reconocen, vuelve a desaparecer. Cristo les dice: “¡Cuidado, no me liguéis a esta manifestación, no me reduzcáis a ella!”. Si creemos de verdad, deberíamos reconocer que todavía no sabemos bien qué es la Resurrección, porque su exceso nos sobrepasa. Anunciamos una cosa que no sabemos bien qué es lo que es. No hemos muerto suficientemente a nosotros mismos para poder anunciar en nosotros mismos lo que es la Resurrección.

Si no sabemos, ¿cómo anunciar algo que desconocemos?

La crisis de credibilidad de la Iglesia tiene mucho que ver con esto. Hemos repetido un catecismo, unas ideas, una teología, unos textos, una liturgia, y la vida se nos está yendo. Además, no somos creíbles, porque incluso lo que decimos no lo cumplimos. Hay mucho por rasurar. Creo que la oportunidad que tenemos hoy es comprender a Cristo –y a nosotros mismos– de un modo diferente.

Me ha sorprendido en Chile que la gente está muy abierta, tiene necesidad de escuchar palabras que le suenen verdaderas. Está cansada de repeticiones. En el mundo globalizado en el que vivimos, compartimos todos cada vez más el mismo destino y esto requiere una nueva comprensión respecto de las visiones tradicionales. No se trata de crear una nueva religión, sino una nueva manera de comprender la religión.

La incandescencia de la resurrección explosionó más allá de Jesús a través de Jesús. Si no sucede lo mismo en nosotros, explosionando más allá de nosotros, acabamos convirtiendo a la Iglesia en una secta, porque la reducimos a nuestra medida. La Iglesia deja de ser católica, porque católico (kata holón) significa “según la totalidad”. No estamos abrazando la totalidad, sino que, desde nuestro pequeño pensamiento, tratamos de que todo quepa en nuestra estrechez. Y el misterio no cabe en nuestro recinto. Está siempre desbordándolo y excediéndonos.

Discernimiento y oración

Javier Melloni S.J. plantea cómo un buen ejercicio de discernimiento puede permitir vislumbrar los dinamismos personales y colectivos en los que está presente Dios, o bien puede ayudar a hacer una lectura profunda de los textos canónicos (“el problema no está en el texto sino en cómo lo leemos: eso es el discernimiento”) para hacernos más libres, estar menos a la defensiva y con mayor disponibilidad. Para esto, se hace importante saber orar, porque orar es abrirse y ayudarse a estar plenamente presente en sí mismo, sin las distracciones ni las contaminaciones habituales de hoy:

¿Qué oramos en el Padrenuestro?

Decimos: “Que se haga tu voluntad así en la Tierra como en el cielo”. Pedimos que eso que está pleno y es libre (el “cielo”), se haga verdadero en eso que todavía no está pleno ni es libre, la Tierra. Pero en verdad, no se trata de hacer su voluntad, sino de ser su voluntad. No se trata de que Dios nos dé el pan, sino de que seamos pan. No se trata de que nos dé su perdón, sino que seamos su perdón.

¿Cómo aprender entonces a orar así?

Cada uno tiene que descubrirlo por sí mismo. Es natural que partamos de las palabras que hemos recibido, porque en las palabras primigenias de Jesús hay un sabor inagotable, pero eso no justifica que nos dé miedo lo otro, lo que procede de otra fuente. A lo largo de los siglos, ha sido tanta la repetición, la domesticación o la imposición, que hoy la gente se está yendo o ya se ha ido del todo.

Hablamos de un Jesús que salva. ¿De qué nos salva? La misma palabra “salvación” es muy equívoca. Parece como si, de entrada, estuviéramos condenados. Es cierto que necesitamos ser salvados del ego, del narcicismo, de muchas cosas, pero esa palabra se ha desgastado, porque se ha usado para generar sumisión y dependencia. Hay que encontrar nuevas palabras, pero, sobre todo, hay que vivir de tal manera que no digamos palabras, sino que nosotros seamos esa palabra que decimos.

Incorporar estas comprensiones requiere replantearse muchísimas cosas.

Cada vez me resisto más a repetir las oraciones eucarísticas que están escritas. Inicialmente no había textos preparados. La Eucaristía brotaba de la verdadera vida, no solo del sacerdote, sino de la comunidad. Hemos de vivir nuestras celebraciones más natural y vitalmente, dejándonos que nos sorprenda el Espíritu. En cada consagración aparecerán las palabras adecuadas, que darán sentido a lo que está sucediendo en ese momento y lo que la comunidad está llamada a recibir, para que pueda desplegarse y participar de ese infinito misterio, que es Cristo haciéndose de nuevo materia en el pan y el vino, para entrar en nosotros y convertirnos en él mismo.

Humildación

Es un desafío fuerte…

En esta crisis eclesial eso es lo que la gente nos está pidiendo: un cambio valiente que llegue a la raíz. Si somos capaces de hacerlo, esta dura situación habrá sido una bendita crisis, y una bendita humillación que se convierte en “humildación”: la humillación del ego se convierte en camino hacia la “humildación”. No se trata de que seamos humillados, sino de que estemos “humildados”, y la humildad es libertad, sencillez, vulnerabilidad compartida.

Todo esto con una visión amplia, porque no deberíamos tener nostalgia del pasado sino del futuro. El cristianismo apenas ha empezado, porque apenas ha empezado la humanidad. Es necesario un radical descentramiento de nosotros en Dios. Sin vida de oración es imposible. Damos por supuesto que oramos, pero nuestra oración con frecuencia es pueril, precaria y rutinaria. Creo que no rezamos proporcionalmente a los retos que tenemos personal y colectivamente. Estoy hablando de una oración que es entrega, apertura, abandono y receptividad. No se trata de una cuestión devocional, sino existencial.

Cómo ser palabra verdadera

Javier, lo quisiera llevar al ámbito de la relación de la fe con la cultura. En Chile hemos visto que la Iglesia pareciera, en ocasiones, “no dar el ancho” para abordar, o hacerse cargo, de experiencias potentes de reconocimiento que últimamente se han estado manifestando en nuestro país. Ha sido la “cultura secular”, por ejemplo, la que ha visibilizado el terrible trato desigual aún presente hacia la mujer, hacia los pueblos originarios, hacia la diversidad sexual, hacia un modelo económico que explota. ¿Cómo, en, este marco eclesial que parece estar desconectado o fuera de tiempo, desde la Compañía de Jesús podemos ser palabra verdadera?

Lo propio de la Compañía de Jesús son las tensiones fecundas. No las tensiones imposibles. Tensiones que han estado presentes en san Ignacio desde el principio. Se halla, por ejemplo, en el cuarto voto. Paradójicamente, el voto que se supone que nos debería hacer más obedientes al Papa, es el que nos ha hecho más desobedientes. Ahí está la clave: porque creemos profundamente en la fidelidad al Papa, podemos cuestionar al mismo Papa; porque creemos en esa comunión, nuestro voto es incondicional, pero nuestra incondicionalidad no es sumisión, ni estupidez, ni repetición. Nuestra incondicionalidad es poner en cuestión, precisamente porque no está en cuestión la fidelidad.

Tal es la paradoja de la Compañía que el mismo Benedicto XVI reconoció durante la Congregación General 35 al decirnos: “Continuad siendo un incordio para la Iglesia, pero no dejéis de estar en comunión con la Iglesia”. Esa es la complejidad. Por un lado, seguimos amando a la Iglesia y siendo plenamente fieles a ella; continuamos siendo jesuitas porque creemos que la Iglesia es portadora de un mensaje por el que vale la pena entregar la vida; y al mismo tiempo, precisamente por eso, nos sentimos plenamente libres dentro de ella, ya que la razón de la Iglesia es servir a la humanidad, no a sí misma.

Ante una Iglesia que pareciera, sin embargo, no escuchar, muchos decidieron dar un paso al costado.

Monseñor Gaillot, un obispo que dimitieron en Francia en los años noventa, dijo dos cosas chocantes y de plena actualidad: “Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada”. Y también dijo: “Tenemos miedo de ser libres, y, cuando somos libres, entonces damos miedo”. Estamos ante todos estos retos, necesitados de la fuerza del Espíritu. Lo que personalmente me hace estar en la Iglesia son dos cosas: porque en ella se transmite el pan partido y repartido, Cristo mismo haciéndose Cristo en nosotros, y porque en ella se anuncian las Bienaventuranzas, Carta Magna de la Humanidad.

Por otro lado, como yo tengo infinitos defectos, puedo entender que el grupo en el que estoy también los tenga. Pero confío en que tanto ella como yo no dejemos de desear ser fieles a tal ideal. La razón de ser de la Iglesia es ser para el mundo. Hemos de poder mantener la doble mirada: fidelidad a la Iglesia y fidelidad a la humanidad. No son dos fidelidades distintas sino la misma fidelidad. Para ello hay que ser cautos como serpientes e ingenuos como palomas, y ser conscientes de cada uno de nuestros actos, discerniéndolos en todo momento. Hay que aumentar el grado de consciencia de todo lo que hacemos. De este modo aumenta también la comprensión global de lo que está en juego.

Esas “comprensiones globales”, sin embargo, muchas veces son disímiles, y hoy, de forma evidente, la diversidad ha ganado ciudadanía; la tarea de aprender a comprender y reconocer las posturas del otro.

Totalmente, así es. Lo que nos salva es reconocer al otro y ser reconocidos por el otro. Dios, siendo Uno, se ha manifestado en la multiplicidad y en singularidad de cada forma de vida. Cuando reconocemos al otro, nos completamos a nosotros mismos; el reconocimiento de lo diverso permite la riqueza de la complementariedad. Reconocer al otro no significa fusionarse con él. Un verdadero reconocimiento implica que, al mismo tiempo que te reconozco, me estoy reconociendo a mí mismo.

Uniformarnos en una única identidad empobrece el desarrollo orgánico de las personas, de los pueblos, de las culturas o de la comunidad eclesial. Pensamos que reconocer significa ceder. ¡No es así! Yo te reconozco y, al mismo tiempo, necesito y espero que me reconozcas en mi diferencia. Solo así podemos construir algo en común. Sin embargo, solemos bascular hacia la impotencia o hacia la prepotencia. Nos disminuimos ante el otro cayendo en la impotencia, lo cual nos crea tal angustia que nos convertimos en prepotentes para compensar la impotencia. Nos asusta la identidad del otro porque no tenemos clara nuestra propia identidad.

Una relación madura de pareja es cuando el hombre reconoce a la mujer, y ello no significa que se convierte en mujer; y la mujer reconoce al hombre sin convertirse en hombre y sin someterse a él. En el reconocimiento de la complementariedad y de la diversidad está la fecundidad. Es una de las tareas pendientes, también en las familias. Qué sanador es cuando los padres reconocen a cada hijo, sin compararlos entre ellos, y sin exigirles que sean lo que ellos no llegaron a ser.

Jesús, como encuentro

En nuestro país, cada vez se está haciendo más evidente la diversidad de nuestra sociedad, también en lo religioso. En este plano, ¿qué claves considera importante tener en cuenta a la hora de abrirse hacia el diálogo con otras creencias?

Diría dos cosas. Primero: el Cristo que queda conocer es mucho mayor que el Cristo conocido. Cristo, además de ser Él en Jesús, está en todo lo que es como Él. ¿Y qué es lo que es Él? Donación incesante. Jesús es el encuentro de dos vaciamientos: de lo humano en lo divino, y de lo divino en lo humano. Eso es Jesús. En todo lugar sobre la Tierra que una persona sale de sí misma, vaciándose de sí misma por amor, Cristo está manifestándose, bajo un nombre que tal vez no reconocemos, pero donde está incluido. Jesús “se vació de sí mismo, tomando la condición de esclavo, aceptando la muerte y una muerte de cruz (cf. Fil 2). Es la kenosis de Jesús. El texto prosigue diciendo que entonces, “Jesús fue exaltado como nombre por encima de todo nombre”.

Esta exaltación de su nombre no es para aplastar y abducir a todos los demás nombres, sino que, al estar vaciado de sí, contiene todos los nombres; es decir, permite reconocer a todos los que están viviendo lo mismo que Él vivió, aunque tengan otro nombre. ¿Cuál es el límite del alcance de Jesús? ¡No hay ningún límite! Él es donación continua y nada queda fuera de él. Eso es Cristo.

Lo segundo es escuchar lo que dice el otro desde él mismo, no desde mí. Descubrir de lo que nutre su fe, qué es lo que le da vida, lo que siente que le salva, escucharlo verdaderamente y descubrir cómo y en qué complementa mi fe. Se trata de compartir plenitudes, no de luchar entre pretensiones de totalidad. No presuponer, sino escuchar hasta dejar de percibir al otro o lo otro como amenaza. Cuando estamos atrincherados en nuestra propia identidad, no hay espacio para el otro. Esto hace imposible el diálogo, pues el otro también se siente amenazado.

Hemos de hacer un voto de confianza de que lo que otras tradiciones experimentan como fuente de vida y camino de salvación, son fuentes y caminos verdaderos, tanto como los propios. Este no significa dejar de discernir, sino que implica discernir a partir de lo que el otro vive, sin prejuicios, sin juzgar desde fuera, sino entrando en la tierra sagrada del otro. Discernir no es juzgar. En un juicio hay una sentencia que suele ser condenatoria. En el discernimiento no hay ningún juicio, sino una escucha de los dinamismos de vida y de los dinamismos de muerte. Cada vez estoy más convencido de que la verdad y la vida van juntas. Una verdad que no da vida no es verdadera. Dios es vida y verdad al mismo tiempo; por tanto, donde hay vida, hay Dios y hay verdad. Donde hay verdad, hay vida y hay Dios, y Dios es vida y verdad. Son inseparables.

Fuente:

Entrevista de Cristóbal Emilfork S.J. publicada en la Revista Mensaje / Foto: Foro Espiritual de Estella

 

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