Diversidad y comunión entre los primeros cristianos

6:00 p.m. | 5 may 22 (LCC).- Sumergirse en el mundo religioso del siglo I requiere un esfuerzo notable. Se trata de un mundo diferente del que conocemos, aunque solo sea porque el término “religión” no siempre indica las mismas cosas para las personas de aquel tiempo y para nosotros. Y es un mundo en el cual el cristianismo es una realidad modesta, pero también muy diversa. Ese último rasgo fue parte esencial del cristianismo, que fue el origen de conflictos, excomuniones y cismas, pero esas mismas comunidades diversas también fueron animadas por un fuerte deseo de comunión y por un recuerdo común de Jesús. Este artículo publicado en La Civiltà Cattolica desarrolla rasgos de esa realidad dispar al inicio del cristianismo.

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Un mundo muy religioso

Debemos imaginarnos, ante todo, un mundo en el cual la dimensión religiosa está presente por todas partes. No hay religiones claramente definidas, por un lado, y Estados, estructuras políticas autónomas por el otro: el Imperio romano, como todos los Estados de la época, tiene un fuerte componente religioso y un culto al emperador que está muy extendido. El emperador tiene el poder de hacer “morir a cuantos no adorasen la imagen de la bestia” (Ap 13,15). Cada pueblo puede mantener su culto, pero, al mismo tiempo, debe aceptar la difusión de la propaganda imperial romana de tipo religioso. Esta dimensión religiosa de los lazos sociales planteará a los cristianos un problema particular y estará en el origen de la actitud cada vez más represiva de Roma con respecto al cristianismo.

En segundo lugar, se trata de un mundo en su mayoría pagano, en el que los cultos de una multiplicidad de dioses más o menos importantes se reparten los espacios de las ciudades, de los ámbitos lingüísticos y de los pueblos. En semejante variedad politeísta más o menos jerarquizada, cada lugar tiene su dios preferido. El mundo pagano es rico, exuberante y fácilmente sincretista. La magia y las supersticiones coexisten con tendencias más místicas, de naturaleza casi filosófica. Los Hechos de los Apóstoles evocan de manera significativa esta atmósfera cultural. No obstante —y este es el tercer elemento fundamental—, se trata de un mundo en el que la fe judía se ha extendido mucho, hasta tal punto que miles de personas se volvieron simpatizantes suyas.

La cultura helenística dominante

Según el historiador Erich Gruen, el judaísmo es la religión helenística por excelencia. Esta afirmación nos sorprende, porque, erróneamente, estamos acostumbrados a contraponer con facilidad judaísmo y helenismo. En realidad, el judaísmo es una religión que, por su universalismo y por la importancia que da a la moral, resulta de particular interés en el mundo helenístico de la época. En efecto, atrae a muchos, aunque, justamente por este hecho, inspira temor a otros y suscita numerosos prejuicios. Lleva a pensar en la situación del islam en las sociedades occidentales actuales. El judaísmo es una religión que, al mismo tiempo, atrae (tal como resulta de las numerosas conversiones) y es objeto de crítica. La mayor parte de los estereotipos antijudíos difundidos por sacerdotes egipcios como Manetón se remontan a aquella época y seguirán actuando a lo largo de los siglos (cosmopolitismo, odio a los no judíos, etc.).

En el siglo I el cristianismo aparece como un arbusto diminuto a la sombra, por así decirlo, del árbol que es el judaísmo, y que está dividido en corrientes muy diversas. Hay principios comunes, pero también muchas diferencias según los lugares, las prácticas religiosas y las clases sociales. El primer cristianismo se difunde en ambientes culturales diversos, caracterizados por idiomas diversos. Dos son las grandes áreas lingüísticas: el mundo de lengua griega, es decir, el mundo helenístico, cuyas metrópolis son Alejandría, Antioquía, Tarso, Éfeso y Atenas, y el mundo de lengua aramea, que va de Judea a Siria pasando por Galilea, y que, más al Este, se extiende también más allá de las fronteras del Imperio romano.

Lucas nos informa de que en Jerusalén había “unos cuantos de la sinagoga llamada de los libertos, oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia” (Hch 6,9). Y esa sinagoga, de lengua griega, se opondrá a los primeros cristianos, también ellos de lengua griega, representados por Esteban, que había alcanzado —no sin dificultades, como nos refiere Lucas (cf. Hch 6,1-5)— un puesto importante en la comunidad de Jerusalén. Los nombres de los primeros diáconos son griegos, y la ciudad de Antioquía se menciona en Hch 6,5 por primera vez. Lucas nos dirá después que “fue en Antioquía donde por primera vez los discípulos fueron llamados cristianos” (Hch 11,26): en Antioquía, y no en Jerusalén, para distinguir a estos discípulos tanto de los judíos como de los paganos. Los cristianos son los que adoran al “Cristo”, al Mesías, pero este término está referido en griego.

Así, poco a poco surgen algunas comunidades en las grandes ciudades del Mediterráneo oriental, como también en las zonas rurales de Galilea y Samaria. A esta diversidad de comunidades y de lenguas corresponden escritos de naturaleza diversa. Ellos dan cuenta de teologías algo diferentes y también de posiciones divergentes sobre algunas cuestiones concretas. Ahora tomaremos en consideración algún ejemplo significativo.

Los debates entre los primeros cristianos

Sobre la cuestión de la ley hay una diferencia entre los escritos que insisten en la observancia de la ley de Moisés —en sus elementos más identitarios, como la circuncisión y las normas alimentarias, que crean una “barrera” entre los que las observan y los otros— y los que subrayan el primado de la fe. Después está la cuestión del divorcio: Marcos y Lucas transmiten una tradición que se remonta a Jesús según la cual un hombre no debe repudiar a su mujer (por ningún motivo, se sobreentiende). En cambio, las comunidades que reconocieron el evangelio atribuido a Mateo admiten que haya una excepción, con una cláusula de difícil traducción: “Pero yo les digo que, si uno repudia a su mujer —no hablo de unión ilegítima— y se casa con otra, comete adulterio” (Mt 19,9). El contenido de tal excepción motiva discusiones sin fin: ¿se trata de normas sobre el incesto, que eran más tolerantes entre los paganos en comparación con la ley judía? Es difícil establecerlo.

Otro caso típico es la posición de los cristianos frente a Roma y al Imperio. Algunos grupos cristianos consideran el Imperio romano como el lugar de la hostilidad radical hacia Dios. Es el caso del libro del Apocalipsis, que ataca duramente a Roma comparándola con una bestia feroz, sedienta de sangre. Hay una referencia a los textos de Qumrán, que hablan de aquellos hombres —los kittim, los romanos— que adoran las águilas de sus legiones, la fuerza bruta. Estos textos ven en el mundo romano ante todo el mal, el pecado, la hostilidad hacia Dios. Otros textos, por el contrario, subrayan que los magistrados romanos son una institución querida por Dios, que ha creado un mundo ordenado y ha acrecentado la fuerza de Roma. Pablo escribirá a los cristianos de Roma que se debe respetar a los jueces romanos y pagar los impuestos (cf. Rom 13,3-6). Muchos piensan que Pablo también tiene que desmentir la acusación según la cual él era un rebelde que había estado en prisión, un sedicioso.

Podemos notar cómo estas dos tendencias, que se basaban en una situación local, corresponden también a las dos grandes perspectivas teológicas que la historia cristiana entera ha mantenido en tensión entre sí: por una parte, una teología de la creación que valoriza el orden de las criaturas y, por la otra, una teología apocalíptica impresionada por la radicalidad del mal en el mundo.

Esta tensión permanece todavía hoy: se quiere denunciar el mal radical que está presente en muchas formas en nuestro mundo y, al mismo tiempo, aceptar trabajar humildemente con los otros a fin de que se manifieste más plenamente la belleza del mundo. Estas cuestiones de teología y de praxis son las que dividen a los cristianos. Y la experiencia nos muestra que los problemas no son necesariamente doctrinales, sino que tienen que ver, más bien, con los ritos y las praxis. Aunque forman fervorosas pequeñas comunidades —o, tal vez, justamente porque las forman—, los cristianos experimentan divisiones. La mayor parte de los escritos del Nuevo Testamento muestra los signos de estas divisiones más o menos importantes.

Conflictos personales

Aparte de las divisiones sobre los ritos, están los conflictos personales. Así, Pablo es informado sobre las divisiones que se dan en Corinto, donde los cristianos reivindican su pertenencia a uno u otro líder: “Me he enterado por los de Cloe de que hay discordias entre ustedes. Y les digo esto porque cada cual anda diciendo: ‘Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas, yo soy de Cristo’. ¿Está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por ustedes?” (1 Cor 1,11-13).

En efecto, los escritos cristianos —al igual que los de Qumrán— contienen serias advertencias en el sentido de no acoger a los herejes y a los promotores de discordias: “Todo el que se propasa y no se mantiene en la doctrina de Cristo, no posee a Dios; quien permanece en la doctrina, este posee al Padre y al Hijo. Si les visita alguno que no trae esa doctrina, no lo reciban en casa ni le den la bienvenida; quien le da la bienvenida se hace cómplice de sus malas acciones” (2 Jn 9-11). En este caso parece ser preeminente la cuestión doctrinal.

Por lo tanto, no debemos pensar acerca de los comienzos del cristianismo como de un tiempo privilegiado en el que no había divisiones o problemas culturales. Los primeros escritos cristianos dan abundante testimonio de la existencia y de la intensidad de tales divisiones. Aunque eran poco numerosos, los cristianos tenían que afrontar profundos conflictos relacionados tanto con la doctrina como con la praxis, divisiones entre comunidades locales y en el seno de ellas. No olvidemos que los cristianos vivían en un mundo religioso exuberante, del que provenían sus miembros. Algunos estaban marcados por alguna práctica judía, otros por alguna costumbre pagana. Las redes de amistad y de socialidad del mundo antiguo los obligaban continuamente a tomar decisiones fundamentales y los interpelaban de continuo acerca de lo que se podía aceptar o no.

Un reconocimiento recíproco

En esta situación, ¿cómo pudo llegar a formarse el Nuevo Testamento tal como lo conocemos? ¿Cómo es posible que, a pesar de tales divisiones, esos cristianos hayan logrado poco a poco constituir la que en el siglo II se llamará la “gran Iglesia” o la Catholica? ¿Cómo es posible que los discípulos de Santiago, de Pedro, de Pablo y de Juan hayan podido reconocerse mutuamente? ¿Por qué las fuerzas de la división no lograron extinguir el común sentimiento de pertenencia a una misma comunidad? Por una simple razón: porque junto a las fuerzas centrífugas de la división estaban, por lo menos con igual fuerza, las fuerzas centrípetas de la comunión. Había un gran deseo de unidad, ligado al sentimiento profundo de compartir la misma fe. Cuando Lucas compone los sumarios de los Hechos (cf. Hch 2,42-47; 4,32-37; 5,12-16) ciertamente idealiza, pero, al mismo tiempo, tiene en cuenta este fuerte sentimiento de comunión que une a los primeros cristianos de Jerusalén. Cuando el autor del evangelio de Juan compone la gran oración sobre la unidad (cf. Jn 17) da testimonio de esta gran aspiración.

En conclusión, puede afirmarse que la diversidad forma parte de la esencia del cristianismo. Desde los comienzos el cristianismo fue cultural, lingüística, étnica y teológicamente plural. Fue formado por comunidades que se encontraban dentro y fuera del Imperio, por comunidades de lengua litúrgica griega y de lengua litúrgica aramea, por comunidades que se remontaban a una tradición apostólica precisa, y por otras que no. Estas diferencias suscitaron conflictos reales que, a veces, dieron lugar a excomuniones y a cismas. Pero tales comunidades estuvieron también animadas por un fuerte deseo de comunión, por un recuerdo común de Jesús y de los ritos comunes, ante todo el bautismo y la eucaristía.

Es este deseo el que ha permitido que textos y tradiciones diferentes fuesen recogidos en un mismo cuerpo, el Nuevo Testamento. Así como la Torá de Israel había resultado de la unificación de la corriente sacerdotal y de la deuteronomista, así el Nuevo Testamento es la unificación del patrimonio de los cristianos de Judea-Galilea y del de las comunidades del Asia Menor de lengua griega, de las comunidades fundadas por Pablo y de las fundadas por el “discípulo a quien Jesús amaba”.

El Antiguo y el Nuevo Testamento no pueden comprenderse sin un fuerte deseo de comunión y de reconocimiento recíproco entre escuelas teológicas y literarias diferentes arraigadas en comunidades diferentes. Los siglos siguientes estuvieron marcados por las mismas tensiones: las fuerzas de separación, debidas a teologías diferentes y a cuestiones litúrgicas —por ejemplo, sobre la fecha de la Pascua—, se vieron opuestas a un movimiento de comunión cada vez más organizado. Es este movimiento el que hizo posible el tiempo de los concilios. Pero esta es otra historia.

Fuentes

Extracto de artículo publicado en La Civiltà Cattolica / Foto: The Chosen

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