Los primeros cristianos y enseñanzas en la cuarentena

1:00 p.m. | 2 may 20 (AM).- Ante la pandemia por el coronavirus y las restricciones del aislamiento, los católicos en todo el mundo hemos tenido que buscar alternativas para practicar nuestra fe. Entonces, resulta interesante reflexionar sobre los primeros días del cristianismo, antes de la institucionalización de la Iglesia, cuando era común que el culto organizado se compartiera con la familia en el hogar.

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Por ejemplo, en Estados Unidos, muchas imágenes que siguieron a la suspensión de las misas -ya sea de autos haciendo fila para las confesiones en auto o sacerdotes desfilando una custodia por las calles de la ciudad- iluminan una piedad y hambre sincera por los sacramentos. Pero ese hambre puede a veces revelar una forma singular de excepcionalismo egocéntrico.

Centrados en los impactantes cambios recientes en nuestra propia práctica de la fe, muchos católicos parecen no recordar que hay hermanas y hermanos de todo el mundo que se ven privados de un acceso regular a los sacramentos. Entre ellos se pueden considerar a los refugiados por hambre y guerra, los migrantes en centros de detención y las comunidades geográficamente aisladas como los habitantes indígenas de la Amazonía. Si lo pensamos, nos decimos que es triste que estas personas no puedan asistir a misa o confesarse. Pero está fuera de nuestro control. Tal vez más puntualmente, no nos afecta directamente.

Hay católicos en todo el mundo que pasan meses, incluso años, sin acceso a la Eucaristía y otros sacramentos. Pero en países sin conflictos y sin esas crisis endémicas, ni siquiera pasó un mes completo después de la suspensión de las misas públicas, y algunos fieles ya estaban presionando a los obispos para el restablecimiento de las liturgias comunales. Esta preocupación egocéntrica por el culto “normal” evidencia un sentido de privilegio y derecho con respecto a los sacramentos, en lugar de llevarnos a una mayor dependencia y confianza en Dios. Ignora la experiencia de la Iglesia en la Amazonía o en Papúa Nueva Guinea, donde la gente sólo podría recibir la comunión una vez cada pocos meses.

Así, por ejemplo, se dan casos de misas celebradas con fieles, desafiando las órdenes de los obispos locales. No importa cuán noble sea el deseo de recibir la Eucaristía, arriesgarse a la transmisión de una enfermedad mortal prioriza las necesidades espirituales personales por encima de la solidaridad con el cuerpo de Cristo que sufre. Durante la pandemia, la comunión exige una especie de auto-abnegación para que las otras partes puedan sanar.

En muchos sentidos, los católicos están confundidos. Desde pequeños se les dice que la Eucaristía es la “fuente y cumbre” de la fe. En las aulas de las escuelas primarias y en las sesiones de educación religiosa, se les advierte que es un pecado mortal faltar a la misa, y que “cumplir con la obligación del domingo” es una prioridad para vivir la fe. Escuchar, de repente, a sus obispos locales diciéndoles que no es necesario asistir a la misa en la iglesia o recibir la Eucaristía es desorientador.

Para los sacerdotes, también, es un momento frustrante y agonizante. Agobiados por la impotencia ante esta pandemia, consumidos por la ansiedad ante los inminentes desafíos financieros y acosados por la incertidumbre de cuándo podrán abrir sus puertas, los sacerdotes están sufriendo. Tras años de formación y preparación para dispensar los sacramentos, se les ha dicho que no pueden ejercer su ministerio sacerdotal de esta manera. Muchos sacerdotes desean desinteresadamente y con celo sacrificar su propio bienestar si eso significa poner los sacramentos a disposición de todos los que están sufriendo. Están dispuestos a seguir los pasos de santos como Aloysius Gonzaga, Teresa de Calcuta, Damián Molokai y Maximiliano Kolbe, que ofrecieron sus vidas en un servicio radical a los fieles. Y que el obispo local les diga que no pueden ofrecer la Comunión en los asilos es, en verdad, brutal.

Como católicos, nuestra insistencia en la importancia de la antropología de la encarnación y la teología sacramental que se realiza a través de liturgias comunales y símbolos físicos es una fuente de nuestra fuerza compartida y unidad eclesial. Pero también puede inhibirnos de preguntarnos: ¿Cómo vivimos nuestra fe cuando no podemos estar físicamente presentes para la Misa y recibir la Eucaristía?

Cuando no podemos expresar nuestra fe a través de nuestra celebración conjunta más importante, podemos y debemos mirar a nuestra propia historia de salvación en busca de orientación. Podríamos pensar en nosotros mismos actuando en solidaridad con el pueblo judío durante el cautiverio babilónico. Exiliados de su patria, con su templo destruido e imposibilitados de hacer sacrificios en el altar, la comunidad judía obtuvo alimento espiritual y guía vivencial de la palabra. Nuestra propia Liturgia de la Palabra, en la que escuchamos las Escrituras y reflexionamos sobre lo que estos pasajes pueden significar para nuestras circunstancias contemporáneas, es fruto directo de la resiliencia del pueblo judío durante un tiempo de crisis y de la confianza indefectible en la capacidad de Dios para continuar santificando la comunidad, incluso sin acceso al templo.

También nos sirven de inspiración las primeras comunidades cristianas que se reunían en los hogares para compartir la Palabra de Dios, ofrecer peticiones y compartir la comida eucarística. Antes de que existiera una organización formalizada de clérigos ordenados, nos dice San Justino Mártir, existía la reunión eucarística, la iteración primaria y primordial de la iglesia doméstica.

Como ya hemos visto durante este tiempo de aislamiento social, las familias están empezando a retomar su vocación bautismal para cultivar la fe a través de la iglesia doméstica. Los padres se sientan con sus hijos a ver misas en línea y discuten por qué nos persignamos antes de escuchar el Evangelio. Pequeños grupos que comparten la fe recurren a la videoconferencia para reunirse, como lo hicieron los primeros cristianos, para participar de las palabras de las Escrituras, articular sus súplicas y compartir una comunión espiritual.

Las misas transmitidas en vivo y los grupos virtuales para compartir la fe no son un sustituto de nuestra celebración comunal de la misa. Una vez que podamos reabrir nuestras templos, debería haber un momento de Pascua, con todos reunidos proclamando que la muerte no ha vencido. Pero representaría una escasez, tanto de nuestra imaginación espiritual como de nuestra comprensión de la infinita capacidad de Dios para llegar a nosotros, si nos permitiéramos, mientras tanto, seguir convencidos de que la presencia física es necesaria para canalizar la gracia sacramental.

Así que las parroquias podrían aprovechar este momento para enseñar a las familias cómo rezar la Liturgia de las Horas. El Oficio Divino surgió de la experiencia monástica de estar aislado en un espacio confinado y comenzar a organizar todo el día en torno a la oración, el trabajo y la comunidad. A medida que la gente se refugia, muchos buscan una estructura para organizar su día. ¿Qué mejor manera que los sacerdotes ofrezcan la oración virtual diaria de la mañana, del mediodía y de la tarde para quien quiera participar? Además, las parroquias podrían tener sesiones de formación, enseñando a los padres cómo navegar por el Breviario y rezar el Oficio Divino con sus hijos.

Al regresar del exilio, el pueblo judío restauró la gloria del templo y reanudó el culto público, pero continuó integrando las reflexiones comunitarias sobre las Escrituras como un componente central de sus prácticas espirituales. Asimismo, aunque los seguidores de Jesús dejaron de ser un grupo perseguido que se veía obligado a reunirse en secreto en casas y pudieron construir catedrales de gran altura, los cristianos entendieron el valor de formar grupos pequeños. En plena pandemia, nuestro Señor nos invita a discernir cómo renovarnos para ser cada vez más la comunidad de discípulos que Jesús imaginó.

Fuente:

Traducción libre del artículo “What the first Christians can teach us about missing the sacraments and still growing in faith” de Michael Bayer, publicado en America Magazine / Foto: You Local Rome

 

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