Sobre la ética sexual de la Iglesia: historia, crítica y nuevos desarrollos

5:00 p.m. | 13 nov 19 (RM).- La escasa recepción hacia las normas sobre moral sexual que promueve la Iglesia no se debe exclusivamente a los múltiples casos de abuso, pero la actual crisis es ocasión para una revisión de esa doctrina. El alemán Eberhard Schockenhoff, especialista en teología moral, propone una evaluación sin alejarse completamente de las convicciones básicas de la doctrina tradicional.


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No hay una conexión directa entre el escándalo de los abusos que está sacudiendo a la Iglesia católica en todo el mundo y la pérdida de validez de las enseñanzas eclesiásticas sobre la sexualidad humana. Sin embargo, es muy cierto que el hecho y la magnitud del abuso sexual a menores y personas dependientes de ambos sexos por parte de clérigos es un escándalo vergonzoso que cuestiona masivamente la credibilidad de la Iglesia y sus enseñanzas.

En primer lugar, el hecho del abuso demuestra que muchos de los representantes oficiales de esa institución no siguieron las pautas de la moral sexual que defendían y, a menudo, exigían a los fieles. Este desconocimiento de las normas éticas sexuales por parte de representantes de la Iglesia, en quienes sus víctimas habían depositado un alto grado de confianza, también es claramente contradictorio con importantes declaraciones básicas de la ética cristiana.

Lo ocurrido exige que quienes trabajan en nombre de la Iglesia se dediquen de manera especial a la protección de los más débiles y orienten su labor pedagógica hacia el respeto de la dignidad, la libertad y la autodeterminación de quienes les son confiados.

La crisis actual representa una ocasión para reflexionar con urgencia sobre las razones que hacen imperativa una revisión de las declaraciones de la doctrina sobre moral sexual. La razón esencial de que, mucho antes de que se conocieran los escándalos de los abusos, los planteamientos de la Iglesia en esta materia hayan perdido plausibilidad radica en el hecho de que sus postulados normativos ya no tienen respaldo alguno en los conocimientos de diversas ciencias humanas sobre las dimensiones de sentido de la sexualidad humana.

Además, el Magisterio de la Iglesia no logra dejar claro a nivel moral y normativo por qué las enseñanzas singulares sobre la sexualidad prematrimonial y del mismo sexo, así como sobre la concepción artificial y sobre la sexualidad de las personas no casadas, no pueden asumirse como un desarrollo significativo del principio básico del recto amor propio y del amor al prójimo.

En el caso de la doctrina sobre la evolución humana —el evolucionismo—, la Iglesia ha encontrado ahora una manera de interpretar el mensaje central de la fe en la creación sin contradecir el conocimiento seguro de la biología sobre el origen de las especies y la aparición del ser humano. Al contrario, en el caso de la sexualidad humana, aún no ha logrado una apropiación constructiva de los conocimientos provenientes de las ciencias humanas.

Genealogía histórica de la doctrina sexual de la Iglesia

El magisterio eclesial todavía pretende establecer una relación vinculante entre la revelación divina y las declaraciones centrales de la enseñanza sexual tradicional. El papa Juan Pablo II señaló en un encuentro de teólogos morales en Roma en 1988 que la doctrina sexual de la Iglesia “no es una doctrina inventada por el hombre: está más bien inscrita por la mano creadora de Dios en la naturaleza de la persona humana, reafirmada en la Revelación” (discurso del 12 de noviembre de 1988). Esta es una afirmación que elimina de raíz toda base para una posible crítica a las declaraciones individuales de esta doctrina. Debido a su concentración en el aspecto doctrinal de la revelación y su transmisión en juicios individuales con oraciones de carácter normativo, esta afirmación también revela una comprensión teológicamente cuestionable de la revelación, que se encuentra en una clara tensión con el concepto de autocomunicación de Dios y con la actual teología de la revelación.

Sobre todo, tal estrategia de inmunización impide que la Iglesia admita la dependencia que existe entre sus enseñanzas sexuales y desarrollos históricamente erróneos. Para comprender la pérdida de validez de la doctrina sexual de la Iglesia no es suficiente quejarse de su carácter extemporáneo y de su distancia insuperable con el estilo de vida de la modernidad. Más bien, desde una perspectiva genealógica, es necesario reconstruir históricamente las razones de esta pérdida de significado. San Agustín ejerció un influjo duradero en el tiempo, que caracterizó la moral sexual de la Iglesia mediante una actitud extremadamente ambivalente hacia la sexualidad. Por un lado, en sus “Confesiones”, informa de manera imparcial sobre su experiencia sexual cuando era adolescente y los años en que vivió junto con una concubina, antes de su conversión. Al mismo tiempo, no teme explicitar sin rodeos las implicancias corporales del deseo sexual. El historiador Kurt Flasch, incluso, le atribuye a Agustín el mérito de ser el primer autor moderno en haber hecho de la sexualidad un asunto literario.

Por otro lado, Agustín oscureció la visión cristiana del eros durante mucho tiempo. Después de su conversión, ya no experimentó su sexualidad como la fuente clara de la afirmación de la vida y del amor por la vida, como lo había sentido en su juventud. La experimentó, más bien, como una profunda humillación, puesto que sentía que su cuerpo estaba controlado por un poder que se oponía a su voluntad. Interpretó esta pérdida de control como una rebelión de la carne contra la razón, como una consecuencia vergonzosa del pecado original, que le recordaba constantemente la mancha que, desde el pecado de la primera pareja humana, ha basado su interpretación del peccatum originale transmitido a toda la raza humana. Con el supuesto de que la corrupción de la naturaleza humana debida al pecado original se transmite a la descendencia mediante la procreación carnal, Agustín crea una imagen tóxica de la sexualidad. Con esta concepción también se asocian inconsistencias y contradicciones en su pensamiento. Porque, ¿cómo pueden los padres, que han sido lavados de la mancha del pecado original por el bautismo, transmitirla a sus descendientes en el acto de la procreación?

Aun con la doctrina de los llamados “bienes del matrimonio”, Agustín no logra corregir de manera sostenible la visión teológica pesimista de la sexualidad, deudora de su teología del pecado original. Los bienes de la prole, de la fidelidad y del sacramento no pueden sanar y santificar internamente la maldad del placer sexual. Solo representan valores compensatorios externos que justifican su uso en el matrimonio y liberan de la culpa grave. Incluso esta tolerancia limitada a la sexualidad que se circunscribe al espacio matrimonial sigue estando sujeta a la condición de que la intención del amante no afirme el placer como tal, sino que esté orientada hacia el logro de los propósitos procreativos del matrimonio. La voluntad, según el extraño supuesto de Agustín, asume el mal del placer para el único propósito por el cual el Creador ha creado el matrimonio: para la generación de descendientes y para evitar la fornicación. Solo de esta manera restringida es posible tolerar el placer sexual.

La objeción obvia acerca de que estas conexiones históricoteológicas han sido ya reconocidas desde hace mucho tiempo por la investigación, y corregidas como unilaterales, pierde de vista un punto decisivo. Lo pierde, porque en sus declaraciones doctrinales sobre la sexualidad prematrimonial y extramatrimonial —así como en el caso de la sexualidad entre personas del mismo sexo— siguen siendo efectivas la evaluación negativa del placer sexual y la incapacidad de apreciarlo positivamente como una fuente de alegría humana de la existencia personal y por la vida. En sus juicios normativos singulares sobre determinados actos sexuales, el Magisterio de la Iglesia aún no ha salido de la sombra de Agustín, a pesar de que el Concilio Vaticano II concretó un cambio fundamental de paradigma teológico en orden a una comprensión holístico-personal del matrimonio.

Incluso la teología del cuerpo, que el papa Juan Pablo II entendió como una profundización personalista de la enseñanza sexual oficial de la Iglesia, no puede superar su aporía. Sin duda, esa perspectiva proveniente de una antropología personalista reconoce que el ser humano es un ser sexuado debido a su corporeidad. Esto representa, además, un avance significativo sobre la visión teológica del pecado original de Agustín. Sin embargo, en la teología del cuerpo y en la antropología personalista, que sustenta la doctrina sexual de la Iglesia, sigue siendo dominante la advertencia de que los esposos no deben abusar de sí mismos como objetos de su deseo sexual. Por cierto, existe el peligro de una fijación auto-referencial en el placer propio, incluso dentro del matrimonio. Pero la parcialidad con la que Juan Pablo II repetía regularmente estas advertencias revela el hecho de que la teología del cuerpo no puede reconocer el deseo sexual y el carácter instintivo del eros como una expresión incondicionalmente positiva de la corporalidad humana y del placer por la vida.

Un punto luminoso en medio de esta visión doctrinal defensiva, desconfiada y restringida de la sexualidad es la exhortación apostólica postsinodal del papa Francisco Amoris laetitia, que ya en su título reconoce la alegría lúdica asociada con la experiencia sexual. Sin duda, el actual pontífice también advierte de una “mentalidad venenosa” (AL 153) de usar y botar, que utiliza los cuerpos sexuados como objetos que uno desdeña cuando pierden su atractivo. Como ningún otro documento anterior, Amoris laetitia reconoce la dimensión erótica del amor como un enriquecimiento con sentido propio y como expresión de la vida compartida de los esposos; también aprecia positivamente la naturaleza instintiva del deseo sexual como fuente de alegría existencial. Todo esto, como teólogo moral que quiere poner su trabajo al servicio de una renovación de la Iglesia y una proclamación creíble del Evangelio, solo puedo apreciarlo con alegría y gratitud. Pero es solo el principio. Una golondrina no hace la primavera. El trabajo de revisión de contenido sobre la construcción de la moral sexual de la Iglesia debe llevarse a cabo de modo que la esperada primavera pueda llegar de verdad. En lo que sigue, se explicitan reflexiones, a modo de indicaciones, sobre la dirección que debe recorrerse.

Esbozos de una ética sexual humana justa

Por suerte, no hay que empezar desde cero. La investigación teológica ha realizado un gran trabajo preparatorio en las últimas décadas y también ha pedido que se hagan correcciones en las controvertidas declaraciones singulares normativas de la ética sexual magisterial. Estos pasos no son, de ninguna manera, el resultado de una adaptación superficial al espíritu de los tiempos, sino el fruto de una apertura a las ideas de las ciencias humanas actuales. De afirmaciones psicológicas, sociológicas y antropológicas sobre el significado de la sexualidad humana no pueden derivarse directamente postulados normativos sobre su forma concreta. Pero estos hallazgos ayudan a la ética teológica a superar la parcialidad del discurso anterior sobre el propósito principal de la sexualidad y a ampliar las bases antropológicas de sus afirmaciones. De esta manera, se pueden evitar los cortocircuitos normativos a los que está sujeta la moral sexual magisterial por la prohibición sin excepciones de cualquier actividad sexual en el matrimonio que no esté abierta a la procreación.

Para dejarlo claro en la terminología especializada de la teología moral, podemos señalar que estas prohibiciones siguen la lógica argumentativa de la idea clave: “no permitida, porque contraria a la naturaleza”. Si el concepto de “contrario a la naturaleza” se toma demasiado estrechamente, en el sentido en que se reducen solo al fin reproductivo los múltiples factores determinantes del significado de la sexualidad humana, las conclusiones normativas extraídas sobre esta limitada base antropológica pierden su rigor argumentativo.

La sexología actual distingue diferentes dimensiones en el significado de la sexualidad. Con más precisión se habla de la función de deseo, de la función de relación, de la función de identidad y de la función reproductora. Ya el documento de trabajo Sinn und Gestaltung menschlicher Sexualität (Sentido y configuración de la sexualidad humana), que se presentó en el Sínodo de Würzburg (1971-1975), acogió estos conocimientos básicos sobre el significado de la sexualidad humana y los tradujo a un lenguaje sensible y positivo. Específicamente, el documento de trabajo, que los obispos alemanes en ese momento no aprobaron, propuso los siguientes factores determinantes acerca del significado:

  • La sexualidad determina toda la existencia del ser humano, moldea el ser varón o el ser mujer.
  • La sexualidad brinda a las personas experiencias existenciales: autoafirmación y confirmación por parte de la pareja, la asignación de roles sociales y la promoción del desarrollo personal; en la experiencia del placer; en el amor de la pareja, en la aceptación por parte de la pareja y en las expresiones sexuales de ese amor; en la procreación y educación de los hijos/as, en el hecho de ser profundamente influenciado por los hijos y por la experiencia personal de la paternidad y la maternidad.
  • La sexualidad del ser humano sigue siendo socialmente significativa a través de la generación y educación de los hijos/as (cf. Gemeinsame Synode der Bistümer der Bundesrepublik Deutschland, Offizielle Gesamtausgabe: Ergänzungsband, Freiburg i.Br. 1977, 167s.).

A estos factores dadores de sentido, que proporcionan información sobre el significado antropológico de la sexualidad humana, se les pueden asignar tres aspectos del comportamiento sexual responsable a la luz de los principios éticos. El concepto de “conducta sexual” no refiere solo a actos sexuales individuales, sino la “conducta general en el curso de la vida” (cf. op. cit. 168).

De acuerdo con el principio del amor propio, los propios deseos y metas legítimos deben expresarse en el comportamiento sexual del individuo. Esto incluye la experiencia placentera de la sexualidad en el hecho de ser deseado por la pareja y en la realización del propio deseo sexual. La experiencia sexual representa una confirmación significativa de la propia identidad, ya que el significado de la propia existencia se experimenta de una manera fundamental en el hecho de ser deseado por otro.

De acuerdo con el principio del amor al prójimo, las preocupaciones legítimas y los deseos del partner deben ser tomados en cuenta. Esto debe ser afirmado por su propio bien, el cual no debe estar subordinado a los propios intereses. Finalmente, el principio de responsabilidad social exige que sean afirmados internamente el sentido social de la sexualidad y su importancia para la preservación de la sociedad humana. La sexualidad no debe reducirse a ser un vehículo de felicidad privada, sino que debe incluir la apertura básica hacia los hijos/as.

La siguiente consideración es crucial para la corrección de rumbo requerida en la ética sexual, cuyo objetivo es afirmar el significado de la sexualidad humana en sus posibles y positivas formas, liberando a estas de las cadenas normativas de la moral sexual tradicional. Según el axioma bonum ex integra causa, malum ex quolibet defectu (el bien requiere los componentes completos, el mal proviene de cualquier defecto), la opinión tradicional era que un acto sexual singular solo puede ser aprobado incondicionalmente si está abierto a la realización de todos los valores de sentido concebibles. Por otro lado, la exclusión voluntaria temporal (como en la concepción artificial) o la incapacidad natural para realizar un significado (como el sentido procreativo, en el caso de las relaciones entre personas del mismo sexo) ya constituyen un defecto que hace que la acción sea moralmente inaceptable. A diferencia de esto, la ética sexual contemporánea considera que la configuración responsable de la sexualidad humana requiere la integración de todos los valores de sentido en el propio comportamiento sexual, pero que los actos sexuales individuales siguen siendo afirmativos, incluso si no se concretan todos los factores al mismo tiempo.

Esto significa que, en el encuentro sexual de una pareja, a veces pueden resultar más decisivos los deseos de una persona, y en otras ocasiones las expectativas de la otra. No todo acto sexual debe permanecer abierto a la procreación. Además, la experiencia placentera del propio cuerpo (hoy en día a menudo se denomina self sex, autogratificación) puede significar una conducción responsable de la propia sexualidad, por ejemplo, si alguien vive solo o quiere cuidar de su pareja. Por último, los actos de las personas del mismo sexo también tienen un significado positivo en la memedida en que pueden ser una expresión de amistad, confiabilidad, lealtad y apoyo en la vida.

Las correcciones propuestas de ninguna manera requieren una ruptura completa con las convicciones básicas anteriores de la doctrina sexual de la Iglesia. Sin embargo, representan una adaptación más abierta de sus ideas sobre los cambios en las condiciones de vida y los conocimientos modificados de las ciencias humanas acerca del significado de la sexualidad humana. Por lo tanto, ha sido ampliado el principio de la paternidad responsable (a menudo referido en el lenguaje de la moral secular como el derecho a la autonomía reproductiva) sobre la planificación familiar mediante la libre elección de un método anticonceptivo adecuado a las circunstancias de la vida. La paternidad responsable implica, entonces, el derecho de una pareja a hacer un juicio conjunto responsable sobre el número de hijos, sobre los intervalos entre los nacimientos y sobre los medios concretos de la planificación familiar. Dado que este juicio de conciencia se basa en el respeto mutuo de los partner y en la preocupación por el bienestar de los hijos e hijas, la planificación familiar con medios artificiales de anticoncepción no representa un acto hostil a la vida (como lo suponen los juicios magisteriales), sino un servicio a la vida.

El matrimonio monógamo

El principio de que el matrimonio es el lugar exclusivo de las relaciones sexuales legítimas es sometido a una reformulación más abierta, en la medida en que la valoración exclusiva del matrimonio es reemplazada por una valoración de él como una expresión de valor máximo. De acuerdo con esto, el matrimonio monógamo, celebrado con un firme compromiso de fidelidad de por vida, es el mejor marco biográfico dentro del cual la sexualidad humana puede encontrar su desarrollo. Sin embargo, hay personas que permanecen cerradas a este espacio de desarrollo. El consejo que se formula acerca de que ellas deberían permanecer en condiciones de vida célibe, a menudo no libremente elegidas, representa para muchas de las personas afectadas una demanda excesiva.

El documento de trabajo del Sínodo de Würzburg, por lo tanto, planteó cautamente la cuestión de si la relación de los no casados, en la medida en que es permanente y caracterizada por la exclusividad, no constituye una forma moderna del matrimonio clandestino. Tal suposición podría proporcionar una base para apreciar positivamente la vida sexual compartida de tales parejas, siempre y cuando no hagan daño a nadie, se respeten mutuamente y cooperen entre sí. En cualquier caso, tales relaciones entre personas no casadas deben ser juzgadas de manera diferente a las relaciones en las que al menos un partner está casado. En este caso, la infidelidad conyugal viola la exigencia de que nadie debe ser perjudicado. Sin embargo, tales relaciones deben confrontarse con la pregunta de si un matrimonio es realmente imposible.

Por otro lado, la Iglesia debe adherirse a la comprensión del matrimonio que entiende el vínculo matrimonial como una relación emocional y holística entre mujeres y hombres. Esto corresponde no solo a la visión positiva de la sexualidad humana, que está firmemente anclada en la antropología bíblica, sino también a la información unánime proveniente de la historia cultural de la humanidad. Para contrarrestar de manera creíble la acusación de discriminación contra personas del mismo sexo e intersexuales, así como contra las personas transgénero, es necesario reconocer incondicionalmente las comunidades de vida entre personas del mismo sexo y abstenerse de descalificar moralmente la práctica sexual en la que viven. Del mismo modo, la Iglesia debe reconocer con un lenguaje valorativo que hay personas que no pueden asociarse de manera inequívoca con el género femenino o masculino. Los dos sexos corresponden a un patrón antropológico básico del ser humano, pero este no se realiza de la misma manera en todos los seres humanos. Sin embargo, el discurso público sobre la llamada heteronormatividad corre el riesgo de botar al niño con el agua del baño. No representa un lenguaje neutral, sino que tiene como objetivo desacreditar el discurso del patrón antropológico básico del ser humano.

La fundamentación ético-antropológica de la ética sexual

En la ética teológica actual, el siguiente punto de partida para la fundamentación de la llamada ética de relación encuentra un amplio consenso: las relaciones en las que se viven valores como el amor, la amistad, la confiabilidad, la fidelidad, la disponibilidad mutua y la solidaridad ganan reconocimiento moral y respeto, independientemente de la orientación sexual en que esas relaciones se viven. Por el contrario, la promiscuidad, las relaciones múltiples abiertas, la infidelidad y las relaciones provisionales, si son así pretendidas en principio, son moralmente cuestionables, y esto también es independiente de la orientación sexual de las personas implicadas. Dado que la vinculación entre la sexualidad, por un lado, y el amor, la amistad y una relación sustentable por el otro, no es de ninguna manera evidente en el discurso ético secular, dicha vinculación debe explicarse más detalladamente. Aunque el modelo que entiende la sexualidad como un lenguaje corporal elemental y como expresión del amor no se cuestiona en lo fundamental, muchos modelos de percepción social enfatizan el carácter utópico-problemático de la armonía entre la sexualidad y el amor que, por lo tanto, no se convierte en el punto de referencia normativo para una evaluación moral de las diversas formas de comportamiento sexual.

La interacción o interdependencia entre la sexualidad y el amor no debe considerarse como una compensación externa, como la que correspondía a la antigua doctrina de los bienes del matrimonio que vio en la fidelidad al partner y a los hijos/as una compensación por el mal del placer. Más bien, la vinculación entre una vida sexual responsable con una relación de amor sustentable entre las parejas sigue a la idea de que la sexualidad, si se quiere vivir de una manera responsable, no debe entenderse en analogía con el hambre y la sed, sino según el modelo del lenguaje y la comunicación. Está bajo el mandato básico de la veracidad, porque es una forma intensa de comunicación humana en la que la mujer y el hombre expresan su afecto mutuo en la unidad cuerpo-alma.

Como un amor deseado y en la forma de un deseo sexual, la sexualidad representa una relación entre personas que deben referirse recíprocamente en su totalidad personal. Sirve para satisfacer una necesidad humana básica, a saber, la construcción de un refugio de intimidad y confiabilidad, comunicando así experiencias básicas existenciales tales como cobijo, protección, seguridad en sí mismo y la capacitación para actitudes de responsabilidad y entrega a los demás.

El amor cambia la estructura del tener en la experiencia sexual: no poseo al compañero para mí, sino que el otro es deseado como aquel a quien puedo entregarme y cuya entrega recibo. El teólogo protestante Eberhard Jüngel ha expresado esta fórmula memorable que diferencia el querer ser para los demás de una posesión parecida a un objeto: “En el amor no hay posesión que no corresponda a la entrega” (Gott als Geheimnis der Welt, Tübingen, 1977, 437). No obstante, por su propia naturaleza, el impulso sexual permanece como un amor deseante, que surge de una necesidad afectivo-instintiva y busca la realización en el otro. Es amor humano en la medida en que el amor deseado nace de una necesidad y busca la satisfacción de aquello que le falta.

La estructura extática del deseo sexual no debe ser equiparada, de ninguna manera, con un deseo egoísta de utilizar que ignora la dignidad de la pareja. El partner amado demanda ser deseado por el otro. No quiere que la otra persona sea indiferente con él y que solo lo encuentre desinteresadamente con una benevolencia respetuosa. Más bien, experimentar la atracción que uno siente por la pareja es parte de la autoestima que mujeres y hombres perciben como seres sexuados. Si el deseo sexual del otro se une con el amor, entonces el estar-fuera-de-sí-mismo, que corresponde a la estructura extática del deseo, coincide con el ser-con-otro, que da forma al deseo del amor. Esto puede ser exigente en relación con las relaciones sexuales realmente vividas de las personas, y a menudo parece también un ideal utópico. Sin embargo, en principio, no representa una exigencia excesiva para el ser humano, ya que este postulado corresponde a su carácter de ser corpóreo, capaz de amar y necesitado de reconocimiento.

Fuente:

Artículo traducido por Carlos Schickendantz y tomado de la revista “Mensaje”. Publicado en el No 679 / Edición mayo 2019 – pp. 15 – 20

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