Por una Iglesia más cercana al Evangelio que a la religión

1:00 p m| 21 mar 19 (RD).- “Jesús no quiso templo. No quiso sacerdotes. No quiso rituales. No quiso ceremonias sagradas. No quiso obediencia y sometimiento de nadie a él”, escribe el teólogo español José María Castillo, en un texto donde argumenta que la religión puede encasillarse en “satisfacer la necesidad de nuestras propias carencias”, y no alcanzar a potenciar la “generosidad para resolver las carencias de los demás, que es lo que nos aporta el Evangelio”. Luego, precisa que Jesús no hace a un lado la religión, sino busca reubicarla, “la arranca de ‘lo sagrado’ para llevarla hacia lo humano”.

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J.M. Castillo: “En la Iglesia preocupa más el esplendor de la religión que la fidelidad a Jesús”

En el libro “El Evangelio marginado” (más sobre el libro al final del texto), he intentado explicar –en cuanto eso es posible– por qué la Iglesia se interesa más y se preocupa más por el “sometimiento a la religión” que por el “seguimiento de Jesús”. Creo que, sin miedo a exagerar, se puede afirmar que en la Iglesia preocupa más el esplendor de la religión que la fidelidad al seguimiento de Jesús.

El “sometimiento a la religión” dio resultado y fue eficaz hasta finales del s. XV. A partir del Renacimiento, la Reforma (s. XVI), la Ilustración (ss. XVII-XVIII), la Resistencia y la Restauración (s. XIX), la industrialización y la violencia (dos guerras mundiales), que marcaron el s. XX, y finalmente la Modernidad y la Posmodernidad, todos estos grandes fenómenos históricos y culturales, han hecho que la religión nos sirva para creer en El Dios falsificado (Thomas Ruster). Un “Dios falso”, que ha llevado al mundo más avanzado al abandono de la religión. O en otros casos (que abundan) nos ha conducido, sin darnos cuenta, a que “la experiencia religiosa de todos nosotros ya no sea de fiar, porque nos remite a una falsa religión” (o.c., pg. 228).

La Iglesia de los dogmas, las normas y los ritos fue útil y tranquilizaba las conciencias mientras los “mitos”, los “ritos” y las “jerarquías” eran útiles y servían para explicar tantas cosas que los humanos no sabíamos cómo explicarlas o pensábamos que servían para darle sentido a la vida o tener una esperanza última, que suavizaba el hecho inevitable de la muerte.

Hoy todo eso ha perdido (sobre todo, en las generaciones jóvenes) su utilidad y su razón de ser. Hasta el extremo de que los adolescentes, apenas llegan a cumplir los doce o trece años, cortan con toda la “jerga” de temas, teorías y creencias, que enseña el clero, y sencillamente para ellos se acaba y ya no interesa más la “religión”.

Y lo mismo que veo esto, pienso también que este problema (más grave de lo que mucha gente se imagina) no tiene más solución que lo que vio Lutero cuando, siendo todavía un monje joven, viajó a Roma. Y allí comprobó que lo que interesaba a la Iglesia era la sumisión al papa y los rituales (indulgencias) que daban dinero (Lyndal Roper, Martín Lutero, p. 75-76).

“La religión no responde a lo que necesita el ser humano”

Mi convicción es que veinte siglos antes de lo que sienten las últimas generaciones, fue Jesús de Nazaret, el “personaje-centro” y central del Evangelio, quien se dio cuenta de que la “religión” del templo y de los sacerdotes, de los dogmas y de las normas, de los rituales y las observancias, del poder y del dinero, todo eso fue útil para las culturas de la Antigüedad, pero no responde a lo que necesita el ser humano como tal.

Lo determinante, para el ser humano (lo que nos humaniza) no es satisfacer la “necesidad” de nuestras propias carencias (esto es lo que hace la “religión”), sino potenciar la “generosidad” para resolver las carencias de los demás (esto es lo que nos aporta el “Evangelio”).

Aquí es fundamental -incluso enteramente necesario- hacer una distinción clave. Hay dos formas de hacer teología y, por eso, hay “dos modelos de teología”:

1) La “Teología especulativa”, que se elabora a partir de “teorías”, que se basan en el pensamiento escolástico (con su “mortificante dependencia del pensamiento de Aristóteles”, según la acertada fórmula de Lyndal Roper) o tienen sus raíces en el pensamiento estoico (Pitágoras y Empédocles) (E. R. Dodds), en cuanto se refiere a la moral.

2) La “Teología narrativa”, que se construye mediante relatos tomados de la vida diaria. El ejemplo más patente (de esta teología) lo tenemos en los Evangelios. Se trata, en este caso, de narraciones en las que lo determinante no es la “historicidad”, sino la “significatividad”. En el caso concreto del Evangelio, ¿qué nos dicen esos relatos para nuestra forma de vivir, para ser fieles al “seguimiento de Jesús”?

Con toda razón y precisión, J. B. Metz escribió: “La teología no es hoy teología de profesores, no se identifica con la teología de oficio. Con mayor razón, pues, no debe la teología histórico-vital encerrarse en los esquemas de expresión de un lenguaje científico exacto y reglamentado. De ahí que deba evitar a toda costa someterse incondicionalmente al vocabulario de la exactitud. Precisamente la teología no es –ni ha sido nunca– una ciencia natural de lo divino” (La Fe, en la Historia y en la Sociedad, p. 230).

En esta dirección tiene que girar la teología, la liturgia y el gobierno de la Iglesia. Como nos lo está indicando sabiamente el papa Francisco. Yo sé que darle este giro a la vida no es posible, si nos atenemos a lo que da de sí la condición humana. Por eso me parece tan genial la fórmula que nos dejó I. Kant: “La praxis ha de ser tal que no se pueda pensar que no existe un más allá” (en Gesammelte Schriften, VII, p. 40).

Sólo si tomamos en serio y aceptamos de verdad que Jesús de Nazaret fue (y es) “un hombre en el que vemos a Dios” (Jn 1, 18; 14, 9-10; Mt 11, 27; Fp 2, 6-11; Col 1, 15; Heb 1, 2), es decir, solamente cuando sabemos y aceptamos que el Dios Trascendente se hizo presente en nuestra inmanencia mediante la vida, la forma de vivir y actuar, de Jesús de Nazaret, sólo así y en eso encontramos a Dios.

Ahora bien, lo que encontramos en el Evangelio es que la forma de vivir y de actuar de Jesús fue una vida marcada por una profunda espiritualidad (su oración frecuente y prolongada) y una constante preocupación por el sufrimiento humano.

Por eso Jesús no quiso templo. No quiso sacerdotes. No quiso rituales. No quiso ceremonias sagradas. No quiso obediencia y sometimiento de nadie a él. No mencionó para nada la división y la diferencia entre lo sagrado y lo profano. No habló nunca de orden (“ordo”) ni de ordenación. Intencionadamente curó a los enfermos cuando la religión prohibía curarlos. Rechazó con firmeza la observancia de rituales religiosos (Mc 7). Andaba frecuentemente con “malas compañías” (los pecadores, los samaritanos, los recaudadores de impuestos, etc.). Nunca denunció las conductas criminales de los políticos (ni a Herodes, cuando degolló a Juan Bautista, ni a Pilatos cuando asesinó a los galileos que ofrecían sacrificios en el templo). Puso sus preferencias en los débiles, niños, mujeres, extranjeros. La fe en Jesús fue un hecho solamente para el excomulgado por la religión: el ciego de nacimiento (Jn 9).

Conclusión: los cristianos tenemos una “religión” que cada día interesa menos. Porque cada día cobra más fuerza el rechazo al “poder vertical” (Peter Sloterdijk, Has de cambiar de vida, p. 151-153) y al “poder opresor” (Byung-Chul Han, Psicopolítica, p. 27-30). Lo que motiva a la mayoría de la gente es el “poder participativo” y el “poder seductor”.

Si algo destacan los evangelios, es el poder seductor que mostró Jesús. No para hacerse él importante y famoso. Jesús fue así y se comportó así, para remediar el sufrimiento humano. Y mediante ese remediar el sufrimiento, así revelar lo que nosotros podemos saber de Dios; y cómo podemos relacionarnos con Dios: “Lo que hicisteis con uno de uno de estos hermanos míos tan insignificantes lo hicisteis conmigo” (Mt 25, 40).

Jesús no prescinde de la religión, sino que desplaza la religión: la arranca de “lo sagrado” y la pone en el centro de “lo profano”, “lo laico”, “lo más plenamente humano”. Lutero dijo: “El hombre es incapaz por naturaleza de querer que Dios sea Dios. Quiere ser Dios él mismo, no desea que Dios sea Dios” (Luther’s Works 31, 10; Martin Luthers Werke 1, 17, 225). Lo que hace el Evangelio es “dejar a Dios ser Dios, en cada ser humano”.

 

Sobre el libro “El Evangelio marginado” (comentario del teólogo y dominico Jesús Espeja)

Con agrado he leído “El Evangelio Marginado”. Una exposición muy clara, resumida y de gran valor para estos momentos de la Iglesia. Después de presentar muy someramente el contenido del contenido del libro, trataré de situarlo en el contexto de la Iglesia que busca la reforma, indicaré algunas cuestiones que deja abiertas y finalmente algunos condicionamientos para la conversión de la Iglesia al Evangelio.

-El contenido del libro en líneas generales

Parte de una constatación: “Hay contradicción entre lo que la Iglesia dice y lo que la Iglesia hace en cuestiones fundamentales que se refieren a planteamientos y problemas centrales que encontramos en los evangelios”. “No se trata de que la Iglesia haya traicionado el Evangelio. Lo que sí creo que se puede y se debe afirmar es que la Iglesia a lo largo de su historia ha dado cabida (en su vida y en la gestión de su gobierno) a una serie de condiciones y circunstancias que, al mismo tiempo que nos ha conservado el recuerdo peligroso y liberador de Jesús en cuestiones de enorme importancia ha marginado el Evangelio”.

Y se van confirmando esas afirmaciones en distintos capítulos: “el evangelio para ricos y poderosos”, “evangelio, religión y tristeza”, “religión y evangelio”, “sacramentos de la Iglesia y mandatos de Jesús”, “la Iglesia rota, los privilegiados y los olvidados”.

¿Dónde buscar la génesis de esta contradicción? Castillo no da como hipótesis sino “como hecho enteramente seguro” que “la Iglesia nació, se organizó y empezó vivir y actuar sin conocer el Evangelio de Jesús”. “En la Iglesia que se fue configurando durante más de veinte años, no se mencionaba para nada el Evangelio de Jesús”. Sencillamente porque Pablo, el fundador de las primeras iglesias en el ámbito grecorromano, no tenía detalles del Jesús histórico ni conoció los evangelios.

Y así en la teología de Pablo el punto de partida no es Jesús del Evangelio y su mensaje. “Al no conocer a Jesús, humano, histórico y terreno, Pablo no pudo conocer a Dios que se nos reveló en Jesús “visible, tangible, plenamente humano”. La modificación de Pablo fue decisiva porque partir de entonces “se dio pie para entender y vivir el evangelio no en la vida de cada día mediante el seguimiento de Jesús, sino en la fe y esperanza de la vida eterna mediante la fe y el culto sagrado”.

-Para trabajar por la reforma evangélica de la Iglesia sin caer en un ataque de nervios

Primera consideración. Tras un segundo periodo postconciliar con diletancias y retrocesos, hoy con el papa Francisco la Iglesia, siguiendo la llamada del Vaticano II, promueve la conversión de la Iglesia al Evangelio, pero esa conversión como el reino de Dios sufre violencia incluso dentro de las mismas instancias eclesiales. La conversión será trabajosa no sólo por la complejidad de la nueva situación cultural sino también por la situación actual de la misa Iglesia.

La fe no existe en abstracto ni en los libros; solo existen los creyentes. Y muchos creyentes cristianos siguen entendiendo su fe como asentimiento a verdades formuladas más que como seguimiento de Jesús. Se han fabricado una imagen de Dios como juez implacable que para satisfacer su honor ofendido exigió la muerte del Hijo como sacrificio expiatorio, cuando según la fe o experiencia cristiana esa muerte fue epifanía del amor de Dios encarnado en la humanidad que, transformada por ese amor es capaz de dar la propia para que todos puedan vivir con dignidad.

Esa imagen de la divinidad que como Señor en las alturas ha dictado una mandamientos y al final ajustará cuentas da lugar una moral prioritariamente preceptiva e impide caminar hacia una moral de la gracia, prioritariamente indicativa, que sea seguimiento de Jesús.

Finalmente el lenguaje sacrificial y expiatorio en las celebración eucarìstica, la sombra del pecado original en el bautismo, la excesiva referencia a la omnipotencia de Dios y otras expresiones litúrgicas donde un lenguaje conceptual sustituye al simbólico, se prestan a interpretaciones sobre la misma divinidad que nada tienen que ver con la vida y muerte de Jesús como epifanía del amor, ni con el “Abba”, ternura infinita, revelado en aquella conducta histórica que culminó en la resurrección.

Estas dificultades, lejos de paralizarnos en el compromiso por la conversión de la Iglesia al Evangelio, recomiendan un cambio en las estructuras eclesiales y sobre todo la conversión personal imprescindible para que ese compromiso no se quede en palabras. Este libro de José Mª Castillo, desbroza el terreno, plantea bien los interrogantes y sugiere cual es el camino a seguir.

ENLACE: Comentario completo de Jesús Espeja

 

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Fuente:

Religión Digital

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