Sobre la esperanza cristiana: ¿qué la hace creíble y la caracteriza?
9:00 p m| 15 abr 16 (AMERICA/BV).- Marcel Uwineza, un jesuita que vivió el genocidio ocurrido en Ruanda en los años 90, describe situaciones que ilustran el sufrimiento de la población en aquellos días, y reflexiona cómo, guiados por la esperanza (en su caso alentada desde el perdón), después de dos décadas se puede percibir una real reconciliación entre su gente. Una reconciliación que además a venido de la mano con una recuperación económica y una mejora sostenida en educación. Desde su experiencia de vida, Uwineza propone cinco rasgos que hacen críeble la esperanza cristiana.
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El genocidio que tuvo lugar en Ruanda en 1994 se produjo por divisiones étnicas entre los Hutus, los Tutsis y los Twa; y los efectos de esta división se hicieron sentir dolorosamente en el país por muchas décadas, que condujeron a esa atrocidad. Durante el genocidio que duró unos tres meses, a partir de abril de ese año, cerca de un millón de tutsis fueron asesinados, incluyendo mis padres y muchos de mis parientes. El país quedó arruinado: cadáveres por todas partes que dejaron innumerables viudas y huérfanos, y casas demolidas rodeaban el paisaje. Todo ruandés resultó herido, independientemente de su afiliación étnica, aunque las heridas si variaban de gravedad. Las cárceles se llenaron con los genocidas. En los pueblos, la gente vivía con recelo; los que habían sobrevivido no estaban seguros si iban a vivir un día más. Todos nos preguntamos: ¿Brillaría el sol para Ruanda otra vez? (Ese izuba rizongera kuva mu Ruanda?) ¿Dónde se fue el Dios de Ruanda? (Mana y’u Ruanda wagiye él?)
Más de 20 años después, el país ha experimentado una gran recuperación; y las mejoras en el gobierno, la economía, la comunidad, la tecnología y la educación han dado a mucha gente razones para tener esperanza. Entonces, ¿brilló de nuevo el sol en Ruanda? La respuesta es sí. Esperamos que siga brillando en los corazones de las personas y de los líderes a medida que la reconciliación entre todos continúa. Pero el éxito económico no será suficiente si los corazones no se curan y siguen divididos.
Así que, ¿dónde estaba el Dios de Ruanda? Está claro ahora que Dios nunca nos dejó. Fuimos nosotros los que abandonamos a Dios; nos damos cuenta de esto cada vez más a medida que buscamos la verdad y profundizamos nuestra fe.
Durante los últimos 20 años, Dios me ha enseñado mucho sobre el perdón. Un día me encontré con uno de los asesinos de mis hermanos y hermanas. Al verme, él vino hacia mí. Pensé que iba a matarme también, pero no pude creer lo que pasó. Como en una película, se arrodilló delante de mí y me pidió que lo perdonara. Después de un momento de confusión, mientras me preguntaba qué estaba pasando, y por una fuerza que no podía describir, me acerqué, lo abrazé y le dije: “Te perdono; el Señor ha sido bueno conmigo”. Desde ese momento, me he sentido libre.
Me he dado cuenta que el perdón cura al que perdona incluso más que al perdonado. Mis heridas han sido capaces de curar a otros. Más tarde me encontré deseando dar el regalo de mi propio ser al Señor como jesuita. Los jesuitas llamaron mi atención por la profundidad de su predicación y conversación en el Centro Christus, un centro de espiritualidad jesuita en Kigali, capital de Ruanda. Los percibía “diferentes”; sabían del quebrantamiento de nuestro mundo y nos hicieron dar cuenta que el Hijo de Dios sufrió también. El poder de Dios se manifiesta a través de la debilidad en la cruz. “Ruanda puede levantarse”, predicaban.
Pensé que Dios nunca me podría llamar al sacerdocio, pero Dios trabaja de maneras extrañas. Como jesuita, he experimentado la serenidad. He aprendido cómo la profundidad de mis heridas me relaciona con Dios. Soy capaz de ayudar a otros que están heridos en su lucha y oscuridad, ya que todos buscamos la reconciliación y la salvación.
Signos de esperanza
Mi experiencia y el encuentro con el sufrimiento en Ruanda me han llevado a creer que, sea cual sea nuestra situación, debemos buscar continuamente la esperanza. Creo que los cinco puntos a continuación son marcadores distintivos y señales creíbles de la esperanza cristiana que encaran el sufrimiento humano.
1) Jesús es nuestra única esperanza. Estaba de pie en el medio de un templo conmemorativo del genocidio en Nyange, al este de Ruanda, y no pude contenerme. Percibí que estaba de pie en lo que el teólogo católico alemán Johann Baptist Metz llama “un paisaje de gritos”. Emmanuel Katongole, del Instituto Kroc de Estudios Internacionales para la Paz de Notre Dame, ha escrito: “El 12 de abril de 1994, tres mil personas se refugiaron en este templo. El párroco y un hombre de negocios ordenaron a algunos trabajadores a utilizar dos máquinas excavadoras para derribarlo. Demolieron la iglesia, matando a casi todas las personas en su interior”.
Al visitar este sitio, me dijeron cómo fueron enterrados los cuerpos. Algunos están enterrados debajo de lo que solía ser el altar de la iglesia. Me arrodillé allí en oración, en lo que era un espacio de Dios convertido en un lugar de masacre. Lamenté, “¿Cuándo, Señor, castigarás a los habitantes de la tierra y vengarás a nuestros familiares?” ¿Cuando? “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Hasta cuándo te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves?” (Hab 1:2).
Cuanto más tiempo clamé a Dios delante de los restos enterrados, más tuve la certeza de que Jesús es nuestra única esperanza. En estos recuerdos peligrosos y el dolor que traen, solo podía recordar la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Estaba arrodillado donde la pasión y la resurrección de Jesús se habían celebrado durante la liturgia. De hecho, el Domingo de Pascua fue el 3 de abril en 1994. La iglesia de Nyange fue tristemente destruida al final de la octava de Pascua. Lo que mi oración en Nyange me ayudó a ver -entre las ruinas, cráneos y huesos de ese edificio-, es que a través de la oración de lamento hay esperanza, pero solo si llegamos al punto de quiebre de llorar juntos ¿Hasta cuándo? La esperanza cristiana se une a nuestras voces como uno, al volvernos hacia Cristo.
2) Estamos destinados para cosas mejores. Estamos hechos para algo diferente. A pesar de la pobreza, la discriminación, el racismo y genocidios, la historia demuestra que eso no es el final. Si la humanidad estuvo de acuerdo en aceptar todos estos males, entonces debemos estar seriamente preocupados, pero de hecho, parece imposible que alguien en su sano juicio, pueda decir públicamente: “Yo apoyo el nazismo”, o “Yo apoyo el genocidio en Ruanda”. En cambio, hay algo en nosotros que tiene sed de conocimiento y por descubrir la verdad.
Durante el genocidio en Ruanda, las personas fueron asesinadas, quemadas y detenidas. Les soltaron los perros. Les dispararon. Las mujeres fueron violadas. Los bebés fueron aplastados contra las paredes. Otros fueron arrojados a pozos negros (incluyendo mis hermanos y hermana), y madres fueron arrojados a los ríos. Pero al final, en última instancia, la libertad gana. Hitler pensó que tenía demasiado poder ¿Dónde está hoy? Mussolini pensó que tenía demasiado poder ¿Dónde está hoy? Idi Amin y Mobutu Sese Soku pensaban que tenían demasiado poder, y ¿dónde están hoy?
Reconocer la verdad sobre nuestra bondad es más importante que nunca. Estamos hechos no solo como Dios, sino también para Dios. Plantado en el centro de nuestro ser está el anhelo por lo trascendente. Al estar hechos para Dios significa que cualquier cosa menos que Dios no será suficiente para nosotros. Además, como dice el padre Metz, “Al final, nuestra esperanza es que Dios hará lo justo, incluso con aquellos que han muerto.” Eso es una tremenda distinción y don de esperanza cristiana. Esta esperanza no es solo para mí, es la esperanza para la salvación de los demás.
3) Nuestra identidad está enraizada en el amor. Mientras que la historia demuestra que la persona humana tiene una notable capacidad para ser violento, cruel y casi desprovisto de humanidad, a la vez experimentamos la notable capacidad de las personas para perdonar a quienes los torturaron, oprimieron y abusaron de ellos. Eso fue cierto en mi caso, cuando me encontré con el hombre que mató a mi familia y luego sentí un nuevo aire fresco en mi vida.
Nuestra esperanza cristiana radica en el valor de ese pequeño grupo de personas que entienden su cristianismo en términos no étnicos, que van por la vida repartiendo justicia y misericordia, y con valentía pagan un fuerte precio, en términos físicos y materiales, por su fidelidad. Esta esperanza manifiesta la iglesia que no puede morir. Cito nuevamente a Emmanuel Katongole:
“Al otro lado de la calle de la iglesia que fue demolida en Nyange es donde estudiantes se negaron a separar hutu de tutsis en 1994. En 1997, los milicianos vinieron de noche, rodearon la escuela y mataron al guardia. Estos hombres entraron en un salón de clases y exigieron que los alumnos se separen por líneas étnicas, pero estos se negaron, y decían, ‘Somos ruandeses’. Frustrados, la milicia lanzó indiscriminadamente un ataque que mató a muchos de ellos.
Son mártires de la nueva identidad que los unía en la vida y en la muerte. La esperanza cristiana forja una identidad donde las aguas del bautismo son más densas que la sangre étnica. Escucho a esos niños diciendo a los ruandeses, ‘han destruído Ruanda, pero nosotros la vamos a recuperar’. Estos pequeños recibieron oficialmente los honores de héroes de Ruanda. Somos criaturas basadas en la esperanza, y lo que creemos que será nuestro futuro último determina cómo vivimos ahora”.
4) Somos agentes de transformación. Somos agentes de transformación que cooperan con Dios a transfigurar su mundo. Recuerda el pasaje de la conversación de Dios con Moisés: “He visto el sufrimiento de mi pueblo…” (Ex 3: 7). Nuestro Dios es un Dios que sabe, ve y oye. Existe la esperanza de que las pesadillas terminarán, la esperanza de que problemas aparentemente intratables encontrarán soluciones.
He tenido el privilegio de tener una conversación personal con Paul Farmer, M. D., quien ha estado en la vanguardia en la atención de salud en los países pobres. Le pregunté: “¿Qué le da fuerza mientras ayuda a los pobres?” El Dr. Farmer dijo, “Nuestra credibilidad y legitimidad provienen de la forma en que prestamos servicio a las personas, en cómo transformamos sus vidas. Y nuestra prioridad es hacerlo con amor”.
Estoy en deuda con personas como el Dr. Jim Yong Kim, presidente del Banco Mundial y un hombre de profunda fe, quien, junto con otros, ayudó a transformar el VIH / SIDA de una pandemia con sentencia de muerte a una condición en la que la vida de las personas puede ser prolongada, justo en un momento en que todo el mundo afirmaba que era imposible tratar el VIH en África.
En Burundi, donde trabajé durante algún tiempo, me encontré con algunas mujeres VIH-positivas que con frecuencia me dijeron: “Padre Marcel, si no hubiéramos conocido el Centro Jesuita VIH [Servicio Yezu Mwiza], ya estaríamos muertas. “Algunas de estas mujeres se infectaron con VIH por una violación, por conflictos o violencia doméstica, pero sus vidas habían cambiado por completo gracias al acceso a los medicamentos antirretrovirales. Ahora viven con grandes esperanzas de ver a sus hijos crecer y vayan a la escuela. Yo he experimentado “el efecto Lázaro” en el trabajo con las personas que viven con VIH. Todo esto suma a la esperanza. En la cara del sufrimiento, las lágrimas no sustituyen la acción.
5) La resurrección de Cristo. La resurrección de Cristo significa que creemos y sabemos que la muerte no es el final. El sufrimiento, el odio, la muerte no tienen la última palabra. En la hora de su muerte Jesús se sintió excluido y abandonado, y debido a que Dios trató a Jesús como nosotros merecimos, nuestra fe en Cristo resucitado nos da esperanza que Dios también nos tratará como trató a su Hijo resucitado. Esto abre un espacio de compromiso en el presente, sabiendo y creyendo que al final prevalecerá la vida. En consecuencia, esta esperanza escatológica implica un compromiso temporal. Esto se ilustra en la “resurrección” de la gente de Ruanda tras el genocidio, el compromiso con la educación y con el cuidado por el medio ambiente, el pensamiento de las generaciones que vienen. La vida no termina con nosotros.
La esperanza cristiana en la resurrección, en la vida después de la muerte, en los cielos nuevos y tierra nueva, en el cumplimiento de las promesas de Dios nos hace vivir nuestra vida en la tierra de una manera cristiana distintiva. Nos hace comprometemos a la justicia y la compasión, y a la paz de vivir la realidad del reino de Dios dentro de esa específica tensión cristiana del “ya” y el “todavía no”.
Hay una historia de un sacerdote en Rusia, que se enfrentaba a un agresivo joven físico que ensayaba todas las razones para el ateísmo, y arrogantemente dijo: “Yo no creo en Dios”. El cura, que no se desanimó en lo absoluto, respondió en voz baja, “Oh, no importa. Dios cree en ti”. Dios cree en nosotros. Ese es el objeto fundamental de nuestra esperanza cristiana, y hace que nos esforcemos por hacer de este mundo un gran hogar.
La esperanza cristiana se basa fundamentalmente en el amor de Dios para todos: ricos y pobres, blanco y negro, homosexuales y heterosexuales, judío y árabe, palestino e israelí, serbio y albanés, hutus y tutsis, paquistaní e indio; ninguno está fuera del ámbito del amor de Dios. Recuerde lo que Jesús dijo: “Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). No algunos, sino todos.
Fuente:
America Magazine. Texto de Marcel Uwineza, S. J. estudiante de doctorado en teología en la Universidad de Boston.