Cardenal Roberto Tucci, S.J.: El Concilio Vaticano II y los retos que enfrentó Juan XXIII
1:00 p m| 05 feb 16 (MENSAJE/BV).- El cardenal Roberto Tucci, jesuita, fallecido el año pasado (abril del 2015), fue uno de los últimos testigos del gran evento conciliar que “puso al día” (aggiornato) -usando un vocablo querido por san Juan XXIII- a la Iglesia católica, proyectándola hacia los nuevos desafíos de la modernidad. El Concilio fue ciertamente un “nuevo Pentecostés”, un evento de comunión y de gracia. Lo que en él se discutió y aprobó ha acompañado el camino de la Iglesia en uno de los momentos más delicados de su larga historia. Ya en el 2013 referenciamos una reseña que daba cuenta de la publicación, en La Civiltà Cattolica, de los diarios del padre Tucci, en los que relata sus conversaciones con el Papa Juan XXIII. En esta ocasión recogemos una entrevista difundida hace unos meses por la revista Mensaje, pero concedida en el año 2007.
—————————————————————————
En los años del Concilio, el padre Tucci era director de La Civiltà Cattolica, cargo que ejerció desde julio de 1959 a 1973. Luego fue director de Radio Vaticana (1973-85). En septiembre de 1982 se le confió la responsabilidad de la organización de los viajes pontificios fuera de Italia. En el año 2001 fue creado cardenal por san Juan Pablo II. El padre Tucci colaboró en las actividades conciliares no solo como vocero de la Sala de Prensa del Concilio para los periodistas de lengua italiana —y, a veces, también para los extranjeros—, sino que además como perito nombrado por el Pontífice en diversas comisiones. Tuvo un rol significativo en la redacción de algunos documentos conciliares, sobre todo en el del apostolado de los laicos (Apostolicam actuositatem) y en la redacción de ciertas partes de Gaudium et spes, en particular las relativas a la cultura contemporánea y al compromiso del cristiano en la política.
Eminencia, comencemos por sus recuerdos, partiendo en particular por los acontecimientos que Ud. vivió en primera persona, desde la fase de gestación del Concilio. ¿Cuándo tuvo por primera vez noticia de la convocatoria de un Concilio para la Iglesia universal?
—Solo supe de ella cuando fue anunciada oficialmente. Durante el pontificado de Juan XXIII, tuve una decena de audiencias privadas con el Papa. Fui nombrado director de La Civiltà Cattolica en julio del 1959 y Angelo Roncalli ya era Papa. No me dijo nada sobre su intención pero, una vez convocado el Concilio, me confirió, junto a otros, el cargo de perito de nominación pontificia. Luego, hablamos muchas veces. De cada audiencia escribí un pequeño reporte, comenzando en 1962. La primera vez que Juan XXIII comenzó a hablarme del Concilio, lo hizo en la siguiente circunstancia: tenía ante sí uno de los volúmenes que contenían los documentos confeccionados por las comisiones preparatorias y estaba un poco desilusionado. Me dio a entender que no era justo decir que él había aprobado esos textos, porque se los habían traído ya impresos y, además, con el envío de estos a los obispos no quería por ningún motivo limitar la libertad del Concilio. Luego hizo críticas específicas: tomó y abrió uno de esos volúmenes y me mostró que en una página había catorce condenas. “Y entonces —dijo— este no es el estilo de Concilio en el que he pensado”.
¿Cuál era el estilo que el Papa quería dar al Concilio, de acuerdo a lo que percibió en sus encuentros con él?
—Digamos que el Concilio, no obstante todos sus lados débiles, realizó a fondo lo que el Papa proclamó en el gran discurso del 11 de octubre de 1962, pero también —en lo que respecta a Gaudium et spes, la libertad religiosa y el diálogo con las otras religiones— sobre lo que dijo el 11 de septiembre en un discurso radial trasmitido por Radio Vaticana y que se fundaba en el doble concepto relativo a la Iglesia que se reforma ad intra, pero también ad extra.
Diferencias ante la apertura de la Iglesia
Entre los grandes protagonistas del Concilio, usted conoció particularmente al cardenal Agostino Bea, jesuita, muy estimado por Juan XXIII, y al que le confió la presidencia del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, que después de poco tiempo fue equiparado a las comisiones conciliares. ¿Qué nos puede decir sobre el rol que tuvo el cardenal Bea en el Concilio?
—Fui a visitarlo días después de que fuera creado cardenal. Fui a pedirle que nos proveyera colaboradores capaces de escribir artículos innovadores que ayudaran a los que trabajaban en las comisiones conciliares en los cambios en el ámbito bíblico. Aceptó. Y agregó: “Prometo ayudarlo”. Publicó en ese periodo diversos artículos en la Civiltà Cattolica, tanto sobre el problema bíblico y la historicidad de los evangelios como sobre el ecumenismo, y nos entregó una óptima colaboración.
¿Qué pensaba del Concilio el cardenal Bea? ¿Cómo lo veía al inicio de sus labores? ¿Qué debía ser el Concilio?
—Más que un teólogo de gran altura, el cardenal Bea era un hombre de amplia cultura, en particular de profunda cultura bíblica. Tenía un sentido de la historia que muchos en ese tiempo no tenían, debido a la formación que habían recibido. Se daba cuenta de que también en la Iglesia se debía evolucionar, avanzar. Tenía una concepción bastante abierta del desarrollo del dogma, sosteniendo que las formulaciones, siempre que se conservase la sustancia de la verdad, debían ser puestas al día (“aggiornate”). Era muy sensible al problema de la relación con los judíos. Además, por ser de nacionalidad alemana, le interesaba mucho el tema de la libertad religiosa.
¿Cuál era, para usted, el grupo de obispos menos abiertos a las novedades que el Concilio proponía?
—Diría que los españoles. Y, enseguida, los italianos.
¿Quizás más los españoles que los italianos?
—Más los españoles. Eran demasiado franquistas y por eso apoyaban mucho la idea del poder fuerte, de la religión de Estado. Entre los italianos, al menos había diversas personalidades que se separaban de ese cliché. Estaban algunos obispos, como Montini, Lercaro, Guano o Bartolucci, que tenían ideas más avanzadas que las de los españoles. Entre los italianos, además, había teólogos muy “progresistas”, como Pavan (que todavía no era obispo), Vagaggini o Bugnini, y luego estaban también los historiadores de la Iglesia, como Alberigo. Una vez, monseñor Parente me recibió para discutir cierto artículo. Tenía en su escritorio el texto de una intervención de Giuseppe Alberigo que demostraba cómo hasta el año 1.000 se realizaban habitualmente consistorios del Papa con los cardenales para discutir y decidir juntos sobre el gobierno de la Iglesia: hasta dos veces a la semana, en algunas ocasiones. El texto afirmaba que en el pasado hubo una colegialidad, que después fue interrumpida. Y me elogió ese artículo. Monseñor Parente fue uno de los que durante el Concilio se “convirtió” a la tesis de la colegialidad.
Tensiones en la curia… y la prudencia del Papa
¿Cuál era la posición de la Curia al inicio de los trabajos conciliares?
—Los miembros de la Curia al principio fueron, digamos, pillados un poco de sorpresa; no se lo esperaban. Pensaron que era un disparate que se le pasó por la cabeza al Papa y que ellos tenían que estar atentos. En ese entonces el secretario de Estado era Domenico Tardini. Una vez lo detuvieron en uno de los corredores del Palacio Vaticano y dijo: “¡Déjenme pasar! Si no subo de inmediato, ¡me hace otra de las suyas!”. Lo dijo en tono jocoso, pero dejando ver un trasfondo de verdad.
Para Ud., ¿cómo era la relación entre la Curia y el Papa sobre el Concilio?
—La Curia quería gobernar, dirigir el Concilio. Pero el papa Juan lograba, siempre con prudencia y respetando a todos, mantener la situación en su mano. En febrero de 1963 comenzaba a sentirse mal y sabía que tenía algo grave; incluso antes –creo que en septiembre–, durante la primera sesión, se sintió mal por primera vez. Y en una ocasión le dijo a su secretario, monseñor Loris Capovilla, que sabía lo que tenía: “Todos mis hermanos han muerto de cáncer al estómago”. Efectivamente, tenía cáncer al estómago y se daba cuenta. En la última audiencia, en febrero del 1963, me dijo que los padres conciliares habían comprendido lo que él quería del Concilio, como lo había expresado, sobre todo, en el discurso fundamental Gaudet Mater Ecclesiae, del que reivindicaba plena paternidad: “Harina de mi costal”, me dijo. Entre septiembre y diciembre de ese año se dieron las intervenciones de Lercaro, Suenens y Montini. El Papa comentó: “Finalmente han comprendido; he preferido que lo hicieran por sí mismos”.
¿Estas palabras son del Papa?
—Sí. Hubo también dificultades de otra naturaleza: por ejemplo, cada presidente, cada cardenal prefecto de una congregación, nombrado por el Papa presidente de la comisión conciliar, pretendía tener un secretario elegido por él, y el Papa se opuso. Para el nombramiento de esos prefectos de las congregaciones como presidentes de las comisiones conciliares, tuvo que actuar con prudencia, porque arriesgaba que toda la Curia se pusiese en su contra. El Papa veía todo en relación con el cónclave sucesivo. Sobre eso, me dijo: “Sé que yo no clausuraré el Concilio y que, si no hubiese actuado con prudencia, habría provocado un cónclave que habría destruido todo esto que he solamente comenzado a hacer y no he podido llevar a término”. Además, tenía un buen conocimiento histórico del Concilio de Trento y, en particular, de la obra reformadora de san Carlos Borromeo. También sentía una verdadera veneración por el cardenal Baronio, sobre el que, siendo un joven estudioso, había dado algunas conferencias. Tenía un profundo sentido de la historia. Y había aprendido a conocer a los hermanos separados en Bulgaria y Turquía, y también a no católicos y no cristianos.
El papa Juan era muy sensible al tema del ecumenismo. Había sido visitador y delegado apostólico en Bulgaria y en Turquía. Me contó un episodio. La sede de la nunciatura en Bulgaria todavía hoy es la que ocupó el papa Juan y está en la misma calle donde vive el Patriarca de Bulgaria. Un día sonaban las campanas de la sede patriarcal; preguntó qué estaba pasando y le dijeron que se reunían todos los obispos de la Iglesia ortodoxa búlgara en torno a su Patriarca. Entonces Roncalli se puso su tenida solemne de nuncio y fue a rendir homenaje al Patriarca. Después, cuando hizo el informe a Roma, no solo lo reprendieron, sino que le dijeron que, para otra vez, debía primero pedir el parecer de Roma. Ante eso, expresó: “Y, claro… ¿cree que ellos habrían esperado a que recibiese la respuesta de Roma?”. Tenía gran respeto por los otros, sobre todo por los ortodoxos; un gran respeto. Era consciente de los errores históricos cometidos también por nosotros con los ortodoxos.
Relatos del Concilio
¿Qué le pidió el Papa a la Civiltà Cattolica sobre el Concilio?
—El Papa pidió de inmediato que se hiciese lo mismo que se había hecho durante el Concilio Vaticano I, cuando la Civiltà Cattolica fue casi la fuente oficial de las informaciones. Se lo encargó al padre Caprile. Hubo muchas objeciones; se había ya discutido antes que fuera yo donde el Papa. Pero yo dije: “Señores míos, lo siento, pero las órdenes del Papa son superiores a sus opiniones (o algo así). Hay que hacerlo”. Luego, el padre Caprile y otros comenzaron a decir que necesitaban un canonista, un experto en historia de la Iglesia y un teólogo y que, por tanto, no se podía hacer, etc. Fui donde el Papa, quien rebatió: “Deben hacerlo como lo hicieron para el Concilio Vaticano I”. Regresé y dije: “El Papa ha dicho que se debe hacer y se hará”. Y así se hizo. Luego, el papa Juan quería tener siempre los facsímiles de la revista. Le mandábamos cada número con la crónica del Concilio del padre Caprile, pero a veces quería que se le hiciese un pequeño volumen con todos los extractos.
¿El Papa hizo correcciones a estas crónicas?
—No. Le gustaba ver las informaciones sobre la preparación del Concilio. El padre Caprile trabajaba en un rango amplio y mostraba las variadas reacciones: cómo se vivía el evento en los diversos países; las oraciones que se hacían, etc. Es decir, observaba cuáles eran las actitudes de la gente ante el Concilio. Y, prácticamente, lo único que pedía el Papa era que esos fascículos no se los hicieran en “camisa de dormir”, es decir, que no se los empastaran en blanco. “Cuando lo hacen en blanco —me dijo una vez—, no se lee bien lo escrito en dorado”. Pero esa era la tradición: al Papa se le entregaban los libros empastados en blanco —no sé de qué material, quizás de seda— y los títulos todos en oro. Él, en cambio, deseaba “oro sobre rojo, ¡porque así se puede leer!”.
Por el diario de La Civiltà Cattolica se sabe que el Papa lo recibió a usted apenas fue nombrado director. ¿Es cierto?
—Me recibió en septiembre. Yo fui nombrado a principios de julio. En ese tiempo yo no estaba ni siquiera en Italia: estaba de vacaciones en Alemania y me lo comunicó el padre Caprile. En septiembre tuve la primera audiencia en Castel Gandolfo. Juan XXIII me dijo que su predecesor, Pío XII, había sido muy amigo de los jesuitas y que había una tradicional colaboración con la revista, pero que ahora el Papa debía estar atento a no comprometerse demasiado, como antes. Luego agregó: “Porque no sé sobre muchas cosas, tampoco estaría en condiciones de dar una opinión sobre tantas cuestiones. Ud., sin embargo, vaya donde el cardenal Tardini y siga sus indicaciones, incluso si fueran contrarias a las mías”. Entonces, me hizo un gran elogio de Tardini y me dijo que, después de su elección como Papa, no había dudado ni un momento en nombrarlo Secretario de Estado; de hecho, le entregó el birrete al final del cónclave. Agregó: “El cardenal Tardini es un hombre leal, inteligente, aunque creo que nunca me ha estimado mucho”.
¿El Papa le dijo que siguiera las indicaciones del Secretario de Estado aunque fueran contrarias a las suyas?
—Sí. Lo que significa que tenía un gran respeto por sus colaboradores. Me dijo además: “De tanto en tanto, también lo recibiré yo para darle alguna indicación y, sobre todo, un poco de prestigio”.
“Censura” a un artículo de la Civiltá Cattolica
Con ocasión de sus audiencias, ¿qué le dijo el Papa del Concilio?
—Me dijo que quería que el Concilio se pudiera desenvolver con gran libertad y que, por tanto, no debía haber condicionamientos. Es lo mismo que me señaló a través del cardenal Cicognani cuando me llamó después de la publicación de la constitución apostólica Veterum Sapientia, para la restauración del latín en la Iglesia. Este documento fue interpretado como un medio para bloquear la posibilidad de que el Concilio introdujese las lenguas vernáculas en la liturgia, y el Papa no quería de ninguna manera que se diese esa interpretación. Entonces, el cardenal Bea fue donde Juan XXIII con una propuesta. Él la aceptó y pidió que se publicase en la Civiltà Cattolica un artículo en la línea indicada por el cardenal Bea. Sin embargo, el artículo, escrito con la colaboración del padre Dezza, fue rechazado.
¿El Papa no dijo nada sobre el artículo rechazado?
—No, pero expresó que era necesario publicar un artículo en La Civiltà Cattolica para afirmar muy claro que el Papa con ese documento no pretendía quitarle al Concilio, de ninguna manera, la libertad para discutir el problema de la introducción de las lenguas vernáculas en la liturgia.
Por tanto, el Papa, fue muy prudente: por un lado indicaba, sugería; por otro, trataba de no entrar en conflicto con la Curia.
—Sí. Pero, para comprender a algunas de las personas de la Curia de entonces, yo recibí una carta firmada por el cardenal Pizzardo, que era prefecto de la Congregación para los seminarios, y de monseñor Staffa, que era entonces secretario y que después llegó a ser cardenal. En esa carta ellos me “amenazaban”, sabiendo que yo estaba escribiendo el artículo por mandato del Papa, ya que yo mismo les había informado y había ido a pedirles que me ayudasen un poco a estudiar la situación desde todos los puntos de vista. En la carta escribieron: “Hemos sabido que Ud. tendría la intención de escribir una crítica a Veterum Sapientia”. Y me avisaron que tomarían providencias eclesiásticas en mi contra, si osaba hacer algo similar. Llevé esa carta al cardenal Cicognani y él me dijo “la firma es de Pizzardo, ¡el estilo es de Staffa!” y me aseguró: “Bah, no se preocupe”. Sin embargo, ellos lograron que el artículo no fuese publicado.
El aislamiento
Entonces, Ud. se movía entre el Papa, por una parte, y las resistencias de la Secretaría de Estado y de la Congregación para los Seminarios, por otra.
—Esto es lo que llaman “el aislamiento”, la soledad institucional de Juan XXIII. Las personas más fieles a él eran monseñor Capovilla y monseñor Dell’Acqua, quien lo apreciaba mucho.
Eminencia, ¿qué más recuerda de su experiencia en el Concilio?
—Recuerdo la cuestión sobre el documento relativo al apostolado de los laicos. Algunos dijeron que, aunque fuera un texto práctico, debía tener una introducción teológica. Para ello, se estableció una pequeña comisión mixta, de la que formé parte. Fui uno de los redactores más dedicados de ese texto, el que, en mi opinión, no vale mucho. Había una gran división entre las varias concepciones, también relativas a la Acción Católica. No había grandes teólogos en esa comisión. Luego trabajé en el comité de redacción de la Gaudium et spes, pero no para los textos de la segunda parte —los, llamémoslos así, “de aplicación”—, sino para aquellos de la parte teológica y de la introducción sociológica. Trabajé, particularmente, en las cuatro partes teológicas. Luego colaboré en los capítulos sucesivos, en aquel sobre cultura, y mucho en el pequeño capítulo agregado de improviso —pues no estaba previsto— sobre “La Iglesia y la comunidad política”. Tuvimos que hacerlo rápidamente, entre tres o cuatro personas, porque se sentía que faltaba tratar ese tema. Después, con algunas enmiendas, el texto fue mejorado.
Fuente:
Revista Mensaje