El Papa del Concilio Vaticano II: Perfil humano y eclesial de Pablo VI

Pablo VI

11.00 p m| 23 oct 14 (VIDA NUEVA/BV).- El día 19 de octubre, después de la clausura del Sínodo sobre la familia, fue beatificado el Papa Pablo VI, el primer Papa moderno, como tituló su amplia biografía el escritor Peter Hebblethwaite. Lo más conocido de la trayectoria pastoral de este Papa de “nuestro tiempo”: el Concilio Vaticano II. Podríamos añadir también: el Papa del difícil, hermoso y consolador posconcilio. Papa o timonel de una Iglesia en trance de alumbramiento (toda la Iglesia lo es, sobre todo después de un Concilio).

Elegido Papa con 66 años en junio de 1963, a la muerte de Juan XXIII, Pablo VI sirvió a la Iglesia durante quince años, hasta el 6 de agosto de 1978 en que murió. Dos años y medio de Concilio en sus tres últimas sesiones (de septiembre de 1963 a diciembre de 1965) y trece de duro y gozoso posconcilio.

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A Pablo VI le correspondió pastorear la Iglesia del Señor en un momento particularmente difícil: fue Papa en un tiempo de inclemencia, con fuertes borrascas y granizadas. Con embestidas a babor y a estribor, a derecha e izquierda de la barca de Pedro. Todo un cambio de época. Y más de una tormenta le cayó encima.

Pero poco a poco, se ha ido haciendo justicia a este gran Papa, a este hombre de Iglesia, a la que amó profundamente y por la que, en aras de su unidad, sufrió mucho. No en vano, en su testamento dejó escrito:

“Siento que la Iglesia me rodea: ¡Santa Iglesia, una, católica y apostólica, recibe con mi bendición y saludo, mi supremo acto de amor! Ruego que el Concilio se lleve a término felizmente y se trate de cumplir con fidelidad sus prescripciones. Cierro los ojos sobre esta tierra doliente, dramática y magnífica, implorando una vez más sobre ella la Bondad divina”.


Montini y el norte italiano

Recordamos hoy a Pablo VI como aquel Papa norteño (de la Italia del Norte), nacido en Concesio (1897), a pocos kilómetros de Brescia, admirador de los montes y montañas de su tierra; nostálgico siempre del verde prealpino y de aquellos colores amarillos del otoño que él evocaba en sus cartas y que dejaron honda huella en el alma sensible de Giovanni Battista Montini. Con veinte años, fascinado por el paisaje, escribía desde Verolavecchia, el hogar familiar de su madre, Giuditta Alghisi, una postal a los suyos, en la que decía:

“Querría que la abuela viniese aquí abajo, a disfrutar del sol del otoño. La vendimia ha concluido, pero todavía queda uva para que la abuela y tía María hagan una de sus bebidas medicinales, preferidas”.

Su familia

La abuela Francesca, mamá Giuditta y una tía soltera (María) se encargaron de cuidarle con esmero e inculcarle los valores de la fe cristiana. Su padre, Giorgio Montini, abogado, periodista y diputado por el PPI (Partido Popular Italiano), le buscó buenos colegios, maestros y orientadores. Giambattista tuvo, además, dos hermanos, distintos a él, pero con los que congenió siempre: su hermano Francesco ejerció de médico (murió siendo Pablo VI papa); y el mayor, Ludovico, abogado, diputado y, más tarde, en 1963, senador de la República italiana. Con su hijo, Fausto Montini (uno de los sobrinos más queridos de Pablo VI), estuve hablando en Concesio, hace poco más de un año, con motivo del congreso, allí celebrado, sobre Pablo VI y el Concilio Vaticano II, y él guarda celosamente la memoria de la familia…

El trozo de tierra italiana donde Giovanni Battista Montini respiró su formación primera fue Brescia (via delle Grazie, 17), muy cerca del santuario de la Virgen de las Gracias. Allí estuvo su hogar familiar y espiritual. Montini tenía la marca que imprime el norte italiano… Norte y sur, en Italia, podríamos decir que marcan carácter. No es lo mismo haber nacido o haber crecido en Brescia, en Milán, en Turín o en Bérgamo (la tierra de Juan XXIII) que haber venido a este mundo en Nápoles, Salerno o Sicilia (sin quitarle ninguno de sus encantos al sur, donde se encuentran sencillos y nobles corazones).

¿Recuerdan ustedes aquella película de Luchino Visconti, Rocco e i suoi fratelli (Rocco y sus hermanos), cuando unos muchachos sencillos, apegados a su tierra del sur siciliano, llegan a Milán con su madre, la señora Paroni, (la mamma) buscando trabajo, y la gran urbe los degrada y literalmente los devora? Pablo VI era del norte italiano, lo cual no es una anécdota menor. El norte montañoso, verde, con sus tradiciones y su cultura. Pero, sobre todo, con sus industrias y sus grandes concentraciones de obreros en ciudades, como Milán, “buscándose la vida”. El norte rico.

Alumno externo del seminario

Giovanni Battista Montini fue ordenado sacerdote (1920) en la catedral de Brescia, siendo muy joven, con 23 años, tras haber realizado como externo sus estudios del seminario, debido a su delicada salud. Conoció, siendo muy joven, los años trágicos de la Gran Guerra (algunos de sus amigos más mayores nunca volvieron del frente).

Su adolescencia estuvo espiritualmente cuidada y protegida al lado de los Oratorianos de Brescia, el padre Giulio Bevilacqua
y el padre Paolo Caresana. Allí hizo grandes amigos. Pronto fue enviado a ampliar estudios a Roma, residiendo en el seminario lombardo. Montini ya entonces amaba la vida interior, el estudio tranquilo, las relaciones sin prisas. En todo caso, Roma, después de Brescia, fue la “segunda patria” del futuro Pablo VI.

Lecturas de juventud

Las lecturas de Montini fueron las de los teólogos, filósofos y literatos que, en aquel momento, estaban en el candelero. Sus maestros se llamaron Jacques Maritain, Charles Journet, Henri de Lubac, Yves-Marie Congar, Jerôme Hamer…

Es curioso constatar que todos habían sido grandes eclesiólogos y algunos, como Congar, pioneros del ecumenismo católico. Y todos o casi todos, del área francófona. Jean Villot, secretario de Estado en la Santa Sede con Pablo VI (1967) era, precisamente, francés. Todo lo cual llevó a algunos a tildarle de “afrancesado”. A Montini le gustaba la literatura de su tiempo (siendo joven sacerdote, había hecho una recensión para la revista Studium de El diario de un cura rural, de G. Bernanos), conocía la pintura y, en general, el arte del momento.

Si en los Museos Vaticanos se puede contemplar hoy una sección de “arte contemporáneo”, es gracias a una iniciativa suya. Un hombre de una total lucidez de pensamiento y de una gran fuerza de voluntad, de una tenacidad a prueba de bombas, que le llevó, en una ocasión, a decir aquello de “soy frágil, pero soy Pedro”.

Montini era, ciertamente, un hombre frágil; pero espiritualmente fuerte y de una gran capacidad de trabajo.


Al servicio de la Iglesia

Giovanni Battista Montini se aclimató muy bien a la Ciudad Eterna. Y no porque en ella quisiera “hacer carrera”, sino porque Roma le ofrecía de todo para su formación: en la universidad de los jesuitas (la Gregoriana), se matriculó en filosofía; en la Facultad de Letras de la Sapienza (universidad civil de Roma), se aplicó a la filología clásica; pero donde tuvo que dedicarse a fondo fue en la Academia Diplomática de la Plaza de la Minerva, al lado del Panteón (1921).

Fue por obediencia a monseñor Pizzardo, sustituto de la Secretaría de Estado con Benedicto XV, ya que –según hemos dicho– su vocación específica como estudiante era la teología, las letras, el pensamiento, el arte. Muchas veces comentaba que, “por obediencia”, le había tocado hacer lo que no le complacía.

Con 26 años, en 1923, le enviaron a Polonia: fue como agregado a la Nunciatura Apostólica de Varsovia (“sin paga ni siquiera ropa de abrigo”, según dijo él). Una experiencia poco reconfortante, que solo duró seis meses. De regreso a Roma, se entregó a la animación cristiana de los grupos apostólicos juveniles, como consiliario (o asistente eclesiástico) de la Federación Universitaria Católica Italiana (FUCI), cargo que simultaneó con tareas de colaborador en la vaticana Secretaría de Estado.

Llegó a ser, de 1925 a 1933, consiliario nacional de la FUCI. Y tuvo que sufrir humillaciones, ya que fue invitado a presentar la dimisión por la animadversión que tenía hacia él un alto curial, “tocado” de la ideología mussoliniana. No olvidemos que Montini había bebido ya los vientos democráticos en el seno de su familia bresciana.

La sede de la FUCI fue arrasada por los fascistas. Montini cuenta cómo algunas de sus reuniones eran violentamente interrumpidas. decía Giovanni Battista en una carta a sus padres:

“El fascismo morirá de indigestión, si continúa así, y será vencido por su propia prepotencia”.

Esto explica que monseñor Montini fuera muy crítico, aunque siempre prudente, con los Pactos de Letrán llevados a cabo por Pío XI (1929). La bota de Mussolini, pisando los mármoles vaticanos, le produjo malestar interior. Había que evitar pactos ideológicos con aquel régimen prepotente y excluyente y, por el contrario, lejos de las ideologías totalitarias –pensaba el futuro papa–, se debían reforzar las energías espirituales.

A Montini nunca le asfixió el trabajo curial, ya que supo compaginarlo con el trabajo apostólico entre los jóvenes de Acción Católica. No pocos, entre ellos, descubrieron la política como un servicio en la naciente Democracia Cristiana.

En la Curia vaticana

Su experiencia de curia y sus años como profesor de Historia de la Diplomacia Pontificia (1930-1937) tampoco le aprisionaron en las envaradas formas diplomáticas, sino que, con inquietud misionera, viajó por Francia, Alemania y Reino Unido. Le interesaba el genio cultural de los pueblos, su expresión en el arte y en la religiosidad.

En mayo de 1938 acompañó a Budapest al cardenal Eugenio Pacelli, legado pontificio en el 34º Congreso Eucarístico Internacional. Cuando Pacelli es elegido papa (1939), Montini tiene 42 años. En la Secretaría de Estado, al lado de Pío XII, es testigo de los acontecimientos terribles de la II Guerra Mundial. Montini redactó aquel dramático llamamiento de Pío XII:

“¡Aún estamos a tiempo! ¡Nada se pierde con la paz! ¡Todo puede perderse con la guerra!”

Concluida la conflagración, viaja a América del Norte. Estamos ya en 1951, y por entonces Montini ha perdido el pelo de la cabeza, pero sus ideas siguen siendo claras respecto a la misión pastoral de la Iglesia en el “nuevo orden” que surge de la II Guerra Mundial.

Con 55 años es nombrado prosecretario de Estado para los asuntos ordinarios (o internos) de la Iglesia, al lado de monseñor Tardini, que se ocupó de los asuntos extraordinarios, y siempre bajo la autoridad del papa Pío XII, quien, tras la muerte del cardenal Maglione, secretario de Estado, dijo que no quería más secretarios y que lo que él necesitaba eran “ejecutores”, no personas que gobernaran a su lado.

Arzobispo de Milán

El 1 de noviembre de 1954, el papa Pacelli lo envió a Milán como arzobispo, consciente de su valía, para que adquiriera “rodaje pastoral” y en previsión de misiones más importantes. Un mes después, era ordenado obispo por el cardenal Eugenio Tisserant en la Basílica de San Pedro.

Pastor, pues, durante casi diez años (1955-1963) en una de las Iglesias más grandes y complejas de Italia: la Iglesia de san Ambrosio de Milán. Con todos los problemas de una archidiócesis como es esta, en permanente misión, y con los conflictos del mundo obrero siempre a flor de piel.

En la Iglesia de Milán trabajó denodadamente en estos frentes: en el mundo obrero, con una misión popular de hondo calado (1957); en el mundo de la cultura, cerca de la Universidad Católica del Sagrado Corazón; con los jóvenes de las Asociaciones Cristianas de Trabajadores Italianos (ACLI); al lado de las inquietudes pastorales de los sacerdotes y sus parroquias (algunas de ellas, perdidas entre las montañas prealpinas).

En octubre de 1958, muere Pío XII y es elegido papa Juan XXIII. Entre los primeros cardenales que elige ‘el Papa bueno’, destaca Giovanni Battista Montini (consistorio del 15 de diciembre de 1958). Las cartas que Roncalli y Montini se intercambiaron, signo de amistad, son elocuentes y están publicadas por el Instituto Pablo VI, bajo la supervisión y cuidado del longevo Loris Capovilla, secretario particular del papa Roncalli.

En 1960 –todavía en Milán– su empuje misionero le lleva a Norteamérica y a Brasil. Dos años más tarde, en el verano de 1962, visitará algunas de la Iglesias jóvenes de África. Cuando regresa, se dispone a participar en la primera sesión del Concilio Vaticano II, inaugurado el 11 de octubre de 1962.


El Papa del Concilio

Él mismo se había preocupado de predicar entre los fieles de su archidiócesis la importancia del Concilio para la Iglesia7. Elegido, en 1961, miembro de la Comisión central preparatoria, el cardenal Montini contribuyó a vertebrar y dar unidad al elenco de temas propuestos para los debates, y se alineó enseguida con algunos escogidos miembros de la Comisión central, sobre todo de las Iglesias centroeuropeas: Döpfner, Alfrink, Bea, Léger y Maximos IV Saigh. Pronto estos prelados destacaron por ser la avanzadilla del Concilio. Dice el historiador Giacomo Martina que, ya en la primera sesión, el cardenal de Milán había llegado a ser uno de los exponentes más conocidos de una línea de pensamiento teológico y pastoral que fue cobrando consensos siempre mayores con Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia; con Léo Joseph Suenens, arzobispo belga de Malinas; y con el arzobispo alemán de Munich, Julius Döpfner, que llegó al Concilio teniendo cerca como asesor a un joven teólogo llamado Joseph Ratzinger.

El 3 de junio de 1963 se apagó la lámpara del Papa Juan XXIII, que cerró los ojos a este mundo entre el reconocimiento de los hombres y mujeres de buena voluntad y las oraciones del mundo cristiano.

Elegido Papa en el quinto escrutinio

El 21 de junio fue elegido un nuevo papa en la persona del cardenal Montini, que tomó el nombre de Pablo VI. Fue elegido pronto: en la quinta votación. Recojo lo que por entonces escribía uno de los mejores cronistas que tuvo el Vaticano II (Martín Descalzo): “Si con Pío XII subió a la silla de Pedro la clase aristocrática y con Juan XXIII el mundo de los campesinos, con Pablo VI hemos podido ver en la silla de Pedro a la clase media (a los periodistas, a los médicos, a los abogados)”.

Este era el Papa que se asomó a la loggia central de la Basílica de San Pedro aquel 21 de junio de 1963: ojos claros, bajo unas bien pobladas cejas, mirada penetrante y clarividente, pulso enérgico. Insisto: “Enérgico”. A pesar de que algún precipitado periodista lo etiquetara de “hamletiano” (dubitativo), abusando de una cariñosa expresión del santo Juan XXIII. Hamlet, por cierto, no dudaba: se hacía preguntas, era más bien reflexivo, y las preguntas son signo de una inteligencia despierta.

Recordemos aquellas preguntas que, en el discurso de apertura de la sesión del Concilio (29 de septiembre de 1963), Pablo VI lanzaba a la Iglesia: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma? Recuerda, Iglesia, ¿de dónde vienes?, ¿dónde estuvo tu origen? ¿Cuál es tu misión?”. Montini poseía una inteligencia despierta y un corazón sensible. Su estilo era el de formular preguntas para que el oyente se contestara.

Entre la Tradición y la Modernidad

Pablo VI asumió plenamente su papel de pastor, su ministerio como obispo de Roma dentro de la más fina tradición eclesial. Como Papa, no fue uno de grandes revoluciones: un Papa de “rompe y rasga”. No. Él se veía a sí mismo como un eslabón más en la cadena de servidores que el ministerio petrino había tenido a lo largo de la historia.

La tan traída y llevada “revolución” del Papa Francisco, de la que no pocos hablan hoy, consiste –según Bergoglio le ha dicho al periodista Enrique Cymerman no hace mucho tiempo– en algo parecido: “Ir a las raíces y ver lo que tienen que decirnos hoy”. En esto coincide con el Papa Pablo VI. Los cambios solo se pueden hacer sin renunciar a la propia identidad: asumir lo esencial de la sana Tradición y dar respuesta, con el Evangelio en la mente y en el corazón, a los problemas de los tiempos nuevos.

Pero este volver la mirada a Cristo, este regresar a lo más puro de las fuentes, nos debería conducir siempre a “renovar y reformar la Iglesia”, para hacerla más brillante, más auténtica, más fiel a Jesucristo. Es lo que fue haciendo, al hilo de las decisiones del Concilio, el Papa Montini.

+ Pablo VI tuvo que preocuparse de ir dando respuestas prácticas a la renovación litúrgica, auspiciada por el Concilio. También en la liturgia (esto es, en lo relativo a la fe celebrada) Pablo VI se movió entre la Tradición (con mayúscula) y las nuevas exigencias del Pueblo de Dios.

+ Pablo VI tuvo que afrontar el problema de la colegialidad de los obispos, subrayado en Lumen Gentium, con esa visión de Iglesia, entendida no como rígida institución piramidal, sino como misterio de comunión.

+ Pablo VI tuvo que afrontar también el problema del ecumenismo (o el de la unidad de las Iglesias en la una y única Iglesia de Cristo), problema que, en la mente de Juan XXIII, había sido objetivo preferente del Concilio. El Papa Montini tuvo sus memorables encuentros con las Iglesias ortodoxas (sobre todo, con el patriarca ecuménico de Constantinopla,  Atenágoras I).

+ El Papa Montini, además, impulsó el laicado, desde una profunda convicción del papel de los laicos en la Iglesia. Montini impulsó el laicado en esta doble vertiente: creó organismos autónomos; ya como Pablo VI, no eludió el espinoso problema de la libertad religiosa, que en España, entonces, levantó sarpullidos en no pocos, sobre todo en los políticos más afectos al régimen del general Franco; pero también en algunos obispos que opinaban, como el cardenal Ottaviani –a quien gustaba llamarse “el carabinero del Papa”–, que “el error no tiene derechos”.

+ En cuanto al tema del diálogo con “otras religiones”, Pablo VI lo vio como una propuesta firme del Vaticano II, y él promovió encuentros y diálogos, antes inimaginables, con representantes judíos e islámicos, con sintoístas y budistas.

En fin, Pablo VI llevó a la práctica todo lo que los Padres Conciliares habían volcado en los documentos emanados del Vaticano II. Y tuvo, además, que dar respuesta a los problemas que él se había reservado, como el del celibato de los ministros de la Iglesia católica y el del control de natalidad. Problemas, hoy, parece que doctrinalmente clarificados, pero no resueltos en la práctica.

El estilo montiniano

¿Cómo fue haciendo todo esto el papa Montini? Con una sabiduría y un estilo “montinianos” (permítaseme el calificativo, aunque suene a obviedad y tautología): con un estilo y sabiduría muy propios, muy suyos, muy peculiares. En línea de continuidad con la mejor Tradición de la Iglesia, pero abierto siempre a los vientos que la Iglesia respira en cada momento.

Pablo VI aceptó sin remilgos el término “reforma”, aplicado a la Iglesia católica, y que el dominico padre Congar desarrolló y explicó en su obra Falsas y verdaderas reformas de la Iglesia, libro que en ciertas esferas vaticanas no debió de agradar a todos. El Papa Montini no dudaría en citarlo. Con el Concilio habían llegado aires nuevos para la “nueva teología” (la famosa nouvelle theologie).

Pero Pablo VI, en su aplicación del Concilio, en su ir, poco a poco, poniendo en práctica algunas de las reformas emanadas del Vaticano II, tuvo que sufrir la cruz de la contestación más salvaje que ha conocido ningún papa en los últimos 50 años.


Un Papa crucificado

Pablo VI fue un papa que sufrió dura oposición y áspera “contestación”, el primer papa moderno ampliamente “protestado”. Sobre todo, tras la publicación de su última encíclica: la controvertida Humanae Vitae, titulada Sobre la regulación de la natalidad (julio de 1968), una de cuyas finalidades, en la línea de la Gaudium et Spes, no era otra que “defender la dignidad de la persona humana”.

El Papa sufrió en silencio los golpes, y fue muy parco a la hora de reflejarlos, aunque era consciente del disenso suscitado en muchos sectores de la propia Iglesia. Pablo VI tuvo que llevar con pulso firme el timón de la barca de Pedro entre los “inmovilistas”  (por ejemplo, los lefebvristas) y no pocos “innovadores radicales” (como algunos de los que protagonizaron el Concilio Pastoral Holandés).

En el centro estaba el Concilio Vaticano II: la brújula que orientó siempre al Papa. Como buen navegante, él se atenía siempre a esta brújula. Pero las embestidas de los que rechazaban el Concilio Vaticano II y de los que parece que querían ir más lejos obligaron a Pablo VI a mantener un equilibrio difícil, que a veces se manifestaba en los surcos de su rostro preocupado, envejecido, y en ciertos titubeos comprensiblemente humanos.

Pablo VI fue hombre moderado, equilibrado, que sabía buscar siempre el punto medio. El Papa Montini no era ni dubitativo ni patológicamente angustiado, como algunos han dicho. Mucho menos, ardientemente apasionado. Tampoco era frío, distante. Afrontaba decididamente los problemas. De talante más bien abierto, incluso avanzado. Su estilo era conciliador, y su deseo de abrir puertas y ventanas a una Iglesia que había vivido demasiado tiempo de espaldas a la Modernidad se reflejaba en las lecturas que él frecuentaba y que –según dijimos– había cultivado desde los años de su más temprana juventud.

Así fue como Pablo VI no solo condujo a buen puerto el Concilio Vaticano II, sino que supo guiar a la Iglesia del posconcilio hasta 1978, fecha de su muerte. Y lo hizo en delicada fidelidad a lo acordado y aprobado en aquella magna asamblea. También en esto fue un Papa fiel y ampliamente comprensivo y generoso, no sin sacrificio de su vida, no sin cruces ni sufrimientos.

La imagen de un Papa con las huellas del sufrimiento en el rostro, arrastrando las piernas, debido a la dolorosa artrosis que le aquejaba, lamentando excesos y extremismos en la Iglesia, estuvo presente en los últimos años de su vida. Algo comprensible, teniendo en cuenta los huracanes que se desataron en la Iglesia.


Cinco propuestas para después de una beatificación

Si me lo permiten, llamaré “montinianas” a estas cinco propuestas que –a modo de conclusiones– recojo a continuación en este apartado final. Son las mismas o parecidas  que hemos oído a los últimos papas. Por otra parte, me parecen urgentes y siempre actuales:

El desafío de la evangelización para un tiempo nuevo

Hay que recuperar el impulso que nos lleve a evangelizar una Europa descristianizada. ¿Se han desarrollado todas las fuerzas e iniciativas que Pablo VI y el Concilio proponían de cara a la evangelización? Los papas posteriores han seguido insistiendo en la prioridad de “evangelizar”. No deja de ser elocuente que una exhortación apostólica como la Evangelii nuntiandi, que Pablo VI sacó a la luz hace casi cuarenta años, en 1975, en el décimo aniversario del Vaticano II y después de un Sínodo, siga estando de actualidad.

Las Iglesias están para la misión, para anunciar a Cristo. Esta es su única razón de ser. Por eso, sería una pena que las Iglesias anduvieran tan ocupadas (y distraídas) en solo “mirarse a sí mismas” y que olvidaran la misión. El Papa Francisco tiene claro que los misioneros de hoy deben urgentemente “salir”; es decir, ir a las periferias, a las fronteras, allí donde la misión es urgente. Por su parte, la Iglesia católica debe recordar constantemente aquello del Concilio Vaticano II y de Pablo VI, cuando nos propusieron “volver a las fuentes”: retornar a la sencillez y transparencia, volver a la simplicidad de aquel Espíritu que movió con fuerza a unas recién estrenadas comunidades cristianas.

Recuperar la imagen de una Iglesia, “experta en humanidad”

Pablo VI, ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), habló de una Iglesia “experta en humanidad”. La Iglesia tendió una mano al mundo contemporáneo, al convocar y llevar adelante un Concilio, pero algunos (no pocos) han rechazado con ira y hasta con desprecio, como si se tratara de una enojosa intromisión, las propuestas éticas que, en nombre del cristianismo (“experto en humanidad”), les ha tendido la Iglesia.

La Iglesia es, sin duda, “madre y maestra”, experta en humanidad; pero la Iglesia también debe ser humilde (y penitente), ya que ella también tiene sombras, deficiencias y pecado en sus miembros. Desde una sencilla humildad, la Iglesia, hoy, debe proponer (más que absolutizar) verdades que, por otra parte, como enseñanzas de la Iglesia, son bien conocidas.

Practicar decididamente el diálogo humilde con la increencia

Creyentes y no creyentes no están tan lejos unos de otros como pudiera parecer. Todos comparten la oscuridad del camino que hacen. La vida del creyente, por poseer la fe, no es más fácil que la del no creyente. La fe no es visión clara y luminosa de las verdades que sostenemos y que nos sostienen. Las luchas son similares para todos. La fe tiene mucho de confianza, de entrega, hasta de certeza, si se quiere decir así; pero siempre, en la travesía de los creyentes, existe también la oscuridad del que avanza entre tormentas y sombras.

Quizás el gran problema, hoy, sea el de la indiferencia religiosa. No pocos, aun entre los que se dicen creyentes, viven de espaldas a Dios; se comportan “como si Dios no existiera”. Pero, desde luego, ni todos los ateísmos ni –mucho menos– todos los ateos son iguales. La propuesta del diálogo está en marcha con la iniciativa de Benedicto XVI, conocida como Atrio de los Gentiles.

Cultivar el diálogo interreligioso

En Norteamérica se invocó a Dios para hacer la guerra en Irak. Y, en el mundo entero, los radicales islámicos siguen practicando la yihad o llamada “guerra santa”, incluso el suicidio terrorista y otras matanzas de inocentes. Hay que reconocer que no pocas veces el ateismo –según dijo ya el Concilio (y subrayaba Pablo VI)– ha surgido como reacción ante la imagen desfigurada de un Dios que, tal y como le presentábamos los creyentes, resultaba poco atractiva. Nuestros propios defectos o pecados, más que revelarlo (o desvelarlo), lo que hacían era velarlo, oscurecerlo, ocultarlo (GS, 19).

Seguir con las reformas impulsadas por el Concilio

El espíritu de los que vivimos el Concilio, en líneas generales, estuvo alentado –no me cabe la menor duda (más allá de algunos excesos)– por una confianza inmensa y una fe inquebrantable en Jesucristo, en la novedad de su Evangelio, y por un deseo de renovar y reformar la Iglesia. Nadie, excepto los lefebvristas (y sus amigos) pensaron en rupturas o desobediencias con las nuevas enseñanzas de la Iglesia que manaban de una buena fuente: la fuente de la verdad que el Espíritu ponía en nuestros labios.

Es verdad que el Vaticano II no definió dogmas fundamentales  (ni lo pretendió), pero Juan XXIII sí habló, en el discurso de apertura, de nuevas formulaciones de las verdades de la fe. Y el beato Pablo VI, con buen pulso, abrió caminos para la mejor comprensión de una Iglesia corresponsable en su gobierno. Optó por el diálogo con el mundo moderno, por el progreso en el diálogo ecuménico, por la reforma litúrgica e impulsó una nueva evangelización.

Después del ‘Papa breve’ (Juan Pablo I), que estuvo en el pontificado apenas un mes, otro papa (San Juan Pablo II), esta vez “venido del Este”, siguió, cerca de sus hermanos en el episcopado, pilotando la nave de Pedro en singladuras no menos difíciles. Después llegó el ‘Papa teólogo’, Benedicto XVI. Y hoy, el Papa Francisco abre caminos nuevos con un estilo diverso y cercano.

Los últimos papas han sido muy conscientes de que el ministerio petrino es un servicio. Una vez desempeñado, solo se debe esperar no más que el salario que corresponde a cualquier criado fiel y cumplidor.

La Cruz es el faro que ilumina los sufrimientos de la humanidad. Él supo abrazarse a ella con generosidad. Desde esta Cruz, podemos contemplarlo,
hoy “transfigurado”, eclesialmente reconocido; más aún, subido o exaltado a los altares. Él, de haberlo sabido, se hubiera ruborizado. Era tímido.

Santos y beatos deberían movernos en la Iglesia no solo a “ponerles una vela”, para después olvidarlos, sino a saber retomar con nuevo empuje aquel programa de vida que, como al beato papa Pablo VI, le impulsó a sacrificarse de lleno por Cristo y su Iglesia.


Fuente:

Extracto de pliego publicado por la Revista Vida Nueva

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