Juan XXIII: temas centrales de su teología y espiritualidad

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1.00 p m| LIMA 20 mar 12 (BV/PÁGINAS).- Este artículo de Felipe Zegarra pretende mostrar la relación entre el papa Juan XXIII, que convocó el concilio Vaticano II, el evento eclesial más importante de los últimos siglos, y el propio concilio.
Muchos saben que, cuando fue elegido sucesor de Pío XII, a los casi 77 años, se le consideró y se le trató en ciertos ambientes clericales como “un papa de transición”. Eso hace imaginar la sorpresa que tuvieron los cardenales, reunidos en consistorio en la basílica de San Pablo fuori le mura, cuando, el 25 de enero de 1959, manifestó su decisión de convocar el concilio Vaticano II.

Juan XXIII fue un cristiano cabal, un real bienaventurado (“beato”, se dice habitualmente). Le preocupó permanentemente la santidad, y ella fue su meta, a la que se orienta con un dinamismo constante. Por eso mismo manifestó a la vez su confianza total en la gracia de Dios y la conciencia de su propia debilidad humana.
“El secreto de mi ministerio está en el crucifijo… Esos brazos abiertos han sido el programa de mi pontificado: me están diciendo que Cristo murió por todos, por todos. Ninguna persona queda excluida de su amor y su perdón”. Nótese bien su insistencia en la universalidad de la gratuidad de Dios. Asimismo, si bien el texto se centra en Jesús crucificado, él autor asume la consecuencia para su propia vida … y para la de todo el que quiera ser digno del nombre de cristiano.
Puede decirse del papa Angelo Roncalli se consideraba simul iustus et peccator, como ha sido y es característico de los grandes santos.

Juan XXIII supo poner el acento donde debe estar puesto: “Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su evangelio, y en el evangelio sobre todo el Padre Nuestro en el espíritu y en el corazón de Jesús” (DA n. 426).

Juan XXIII nos remite a Francisco de Asís cuando habla del Evangelio “sine glossan, sin interferencias (JM p. 22). “La verdad que brota del evangelio, y que debe reducirse a la práctica en la vida”, dice sin vacilaciones (JM p. 80). Y lo dice comprendiendo que “no es que haya cambiado el evangelio, es que hemos comenzado a entenderlo me­jor”, como escucharon el cardenal Cicognani y monseñor Dell – Acqua, sus cercanos colaboradores.

Por eso es comprensible que se refiera al amor como el “vértice de la virtud humana y cristiana.

No cabe duda, después de lo transcrito, que a lo largo de su vida, Angelo Giuseppe Roncalli se alimentó directamente de las fuentes, de la Fuente: Jesús mismo.

El Papa nació el 25 de diciembre de 1881 en el seno de una familia campesina del norte de Italia (Sotto il Monte, Bérgamo), a la que siempre se mantuvo unido. A los once años entró al seminario y antes de los 23 fue ordenado sacerdote. Durante tres años sirvió como capellán en un hospital para heridos de la primera guerra, sobre todo tuberculosos. Hasta entonces, nada hubo de fuera de lo común.
Ecumenismo sin fronteras. Ocurre que, a los 40 años, Roncalli fue encargado para Italia de la Congregación de Propaganda Fide, el organismo vaticano que promueve el compromiso misionero de la Iglesia, y tuvo que hacer un largo viaje para cumplir esa tarea.

Probablemente, esa fue la experiencia a la que se debió que en 1925 fuese nombrado visitador apostólico en Bulgaria, país de mayoría ortodoxa, que carecía de relaciones con el Vaticano, y donde, desde 1931, fue el primer delegado apostólico.

EL PAPA DEL CONCILIO
Muchos saben que, cuando fue elegido sucesor de Pío XII, a los casi 77 años, se le consideró y se le trató en ciertos ambientes clericales como “un papa de transición”. Eso hace imaginar la sorpresa que tuvieron los cardenales, reunidos en consistorio en la basílica de San Pablo fuori le mura, cuando, el 25 de enero de 1959, manifestó su decisión de convocar el concilio Vaticano II.

Pero la sorpresa no correspondía a la claridad de intenciones del Papa. Fueron evidentes en la constitución apostólica Humanae salutis, por la que convocó el Concilio el día de Navidad: “La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas … Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del evangelio” (n. 3, citado en JM p. II9); el Papa, frente a aquello que ha definido como crisis, dice: “Nos, sin embargo, preferimos poner toda nuestra confianza en el divino Salvador de la humanidad, quien no ha abandonado a los hombres por él redimidos” (n. 4, JM p. 120). Su conocido optimismo tuvo fundamentos claramente cristológicos.

Como lo evidencian numerosos documentos conciliares, sobre la revelación (Dei verbum), la Iglesia (Lumen gentium) y su misión (Ad gen­tes) y la liturgia (Sacrosanctum concilium), el Papa quiso poner claros y comprensibles fundamentos doctrinales: “Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz”.

MATER ET MAGISTRA
Terminada la Segunda Guerra Mundial, se inicia casi de inmediato un gran movimiento de descolonización en Asia y algo después en África. Surge la problemática del subdesarrollo.

Precisamente, al grave problema de la relación entre los países económicamente desarrollados y los países subdesarrollados -gentilmente conocidos como “en vías de desarrollo”- dedicó Juan XXIII su primera encíclica social, Mater et magistra, el 15 de mayo de 1961. “El problema tal vez mayor de nuestros días es el que atañe a las relaciones que deben darse entre las naciones económicamente desarrolladas y los países que aún están en vías de desarrollo económico: las primeras gozan de una vida cómoda; los segundos, en cambio, padecen durísi­ma escasez … Dada la interdependencia progresiva que actualmente sienten los pueblos, no es ya posible que reine entre ellos una paz du­radera y fecunda si las diferencias económicas y sociales entre ellos resultan excesivas” (n. 157).

PACEM IN TERRIS
El II de abril de 1963 Juan XXIII recibió el premio Balzan por la Paz, gracias a la encíclica Mater et magistra y a su actuación durante la crisis de Cuba entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Ese mismo día apareció su última encíclica, Pacem in terris, en la que el Papa expresó su preocupación por la convivencia internacional y la paz.

Al mismo tiempo que reconoció la importancia de la Organización de las Naciones Unidas, hizo sugerencias sobre una actuación más decidida y reafirmó sus convicciones previas sobre el tema de los derechos humanos.
Desde entonces, la visión de la Iglesia católica sobre esta problemática se basa en la dignidad humana: “En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto” (n. 9). A ello se agrega que “a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna” (n. 10).

Por otro lado, el Papa hizo un esfuerzo muy grande para señalar que la convivencia entre las personas, la relación de los ciudadanos con su país, las relaciones entre las naciones y las que se dan en el pIano internacional deben guiarse por cuatro “valores” espirituales: la verdad, la justicia, el amor y la libertad (n. 35).

Tres conceptos complementan lo hasta ahora resumido:
Cada persona y cada sociedad debe ser considerada como protagonista de su propia realización: “La dignidad de la persona humana requiere… que el hombre, en sus actividades, proceda por propia ini­ciativa y libremente… Cada cual ha de actuar por su propia decisión, convencimiento y responsabilidad, y no movido por la coacción o por presiones” (n. 34). Esta afirmación se hace expresa respecto a los trabajadores (n. 40), a las mujeres (n. 41) y a todos los pueblos que -se especifica- “han adquirido ya su libertad o están a punto de adquirirla” (n. 42).

Ya se han mencionado, de paso, los “grupos intermedios” (supra, n. 53) que han ido apareciendo en las diferentes naciones, movidos por el principio de la libre asociación, y que constituyen realmente el “tejido social”; vale agregar que el Papa señala que han de ser promovidos: “De la sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de reunión y de asociación; el de dar a las asociaciones que creen la forma más idónea para obtener los fines propuestos; el de actuar dentro de ellas libremente y con propia responsabilidad y el de conducirlas a los resultados previstos … Es absolutamente preciso que se funden muchas asociaciones u organismos intermedios, capaces de alcanzar los fines que los particulares por sí solos no pueden obtener eficazmente” (ns. 23-24).

Y, en tercer lugar, el planteamiento de una “autoridad pública general” (n. 137), que hace poco fue relanzado por Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate (ns. 57 y 67) y más recientemente, el 24 de octubre del 20II, por el Pontificio Consejo Justicia y Paz. Escribió en 1962 el papa Roncalli: “Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza… Es menester que sea imparcial para todos, ajena por completo a los partidismos y dirigida al bien común de todos los pueblos” (n. 138).
Me he extendido más de lo esperado. Espero que pueda comprenderse mejor que santidad y bienaventuranza, preocupación por la Iglesia y hondo sentido de la realidad política no se oponen, sino que, en casos como el de Juan XXIII, van de la mano.

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