EL ESTADO Y EL SISTEMA DE JUSTICIA

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AQL-BLOG Palacio de Justicia
Hace unos días, un envalentonado Vice Ministro del Interior, arropado por trágicas circunstancias, la presión mediática y el oportunismo, preguntó a viva voz qué carajo había habido en la mente del juez que, en Huaral, había dispuesto la libertad de una banda de comprobados responsables de muy graves delitos. Ciertamente el proceder de este juez fue profundamente equivocado y no solo generó un justificado malestar en la sociedad, sino que causó un directo perjuicio que se va a reflejar cuando esos angelitos vuelvan a delinquir afectando la vida, la integridad física o el patrimonio de un inocente ciudadano.

La desazón fue tal que, con toda justificación el juez fue destituido en el acto.  El problema es que el anuncio de ello no lo hizo el presidente del Poder Judicial, como correspondía, sino el Presidente de la República, quien prestamente se subió al carro de ese fugaz oportunismo.

Pero más allá de la pregunta del “valiente” ViceMinistro, la verdadera interrogante que los gobernantes deben hacerse es: Qué ha hecho el Estado por mejorar verdadera y sinceramente el sistema de justicia en el Perú.  La respuesta está pronta y breve: nada o muy poco.  Y ese es, en el fondo, el verdadero responsable de que un trasnochado juez “supernumerario” de una zona aledaña a Lima suelte a la calle a una banda de ranqueados delincuentes, a fin de que sigan delinquiendo, con grave perjuicio social.

Entre muchos otros, es Basadre quien cuenta que en el Siglo XIX habían dos funcionarios del Estado que estaban devaluados en cuanto a reconocimiento y paga: los jueces y los militares.

En un Estado democrático de derecho el sistema judicial es esencial para su estructuración.  Sin justicia no hay paz, ni desarrollo, ni economía, ni libertad, ni respeto a los derechos fundamentales, ni respeto a la propiedad, ni menos aún desarrollo empresarial.  Cuando la justicia es feble se abren las compuertas del delito y de la autotulela con la que los ciudadanos tienen que protegerse a sí mismos, con más violencia, como en los linchamientos que no nos son tan ajenos ni en el tiempo ni en la geografía.

Y por sistema judicial hablamos de todos el aparato del Estado puesto al servicio de la administración de justicia, directa o indirectamente: Poder Judicial, Ministerio Público, Consejo de la Magistratura, Academia de la Magistratura, Defensoría del Pueblo, Tribunal Constitucional, Jurado Nacional de Elecciones, entre otros.

Si algo abunda en el Perú son los estudios, diagnósticos, comisiones, reuniones, cónclaves, encuentros, etc., para analizar el estado de la justicia y las posibilidades de solución.  Hay bibliotecas enteras que pueblan sus estantes con los productos de tantas elucubraciones, cada una más audaz que la otra.  Pero lo que no hay, ni ha habido, son acciones directas y concretas que verdaderamente hayan dado un intento serio de solución a esta inveterada problemática que nació con la república misma.

Comisiones de reforma judicial, de restructuración del Ministerio Público, de la Academia de la Magistratura, etc., se han sucedido unas a otras, sin resultado eficiente. ¿Por qué? Porque en verdad al Estado (y a sus gobernantes) nunca les ha interesado la mejora estructural de la justicia en el Perú.  Las reformas, sus comisiones y demás artificios sólo han sido utilizadas para obtener el control político del sistema judicial, nunca para su fortaleza ni mejora.  En la ciencia política la premisa es muy simple: un sistema judicial sólido, prestigioso, seguro y confiable siempre es independiente del poder de turno y va a tender al control de ese poder de turno. Y al poder nunca le gusta ser controlado.

Esa es la explicación por la que tanto un candidato PPK, como un presidente PPK expresa, sin convicción ni saber, la necesidad de reformar el Consejo de la Magistratura sin tener un planteamiento concreto para ello.  Su justificación: “fue una idea, nada más…”.  Es algo que cree que podría ser, algo que se le pasó por la cabeza, algo intrascendente que no merece meterle el diente a fondo hasta lograr un verdadero cambio.

Y es que el segundo gran problema sumado a la necesaria decisión y voluntad política es el costo de esta reforma estructural.  La verdadera reforma de la justicia cuesta dinero -y no poco- al Estado, y el Estado tiene otras prioridades hasta que un malhadado juez provinciano suelta a la calle a una banda de destructores y el Estado frunce el ceño por ello, soltando un valiente carajillo por allí, aprovechando la ocasión para hacer política pasando por encima de la autonomía del Poder Judicial. Por eso el Presidente anunció: “le han dado de baja a ese juez…” en presencia de las más altas autoridades del sistema judicial, sometidas al quehacer del Presidente(¿?). Con ello la sociedad no reconoce a la autoridad judicial como empoderada, como autoridad, si es el Presidente quien anuncia la “baja” de un mal juez.

Ya bastante hizo la Constitución de 1993 al quitarle al Presidente la designación de todos los magistrados y fiscales de la república, otorgándosela al Consejo de la Magistratura, lo que ha permitido retirar la indeseada politización en las nominaciones, que fue pan de todos los días en todos –absolutamente todos- los gobiernos en el Perú: democráticos, antidemocráticos, dictatoriales, autoritarios, etc.  En eso siempre hubo un común denominador.

Lo que ha ocurrido es que el sistema de selección de los jueces de jueces, como se definen los Consejeros, no ha garantizado que lleguen los mejores al Consejo, de manera que el resultado de la selección de magistrados y fiscales no ha sido el mejor, no por problemas de politización, sino por problemas en el control de calidad en el producto seleccionado.  Y a la vista están sus consecuencias.

La pregunta que el gobierno debe hacerse, si  en verdad quiere legar a nuestra sociedad un sistema judicial inédito, mejorado, empoderado y que sirva a nuestra consolidación democrática es: qué carajo ha hecho el Estado, a la fecha, por mejorar nuestro sistema judicial.

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