La democracia supone la primacía de la voluntad de las mayorías sobre las minorías, ya que es un proceso cuantitativo que tiene una traducción política cualitativa. Pero eso significa que la mayoría esté autorizada a aplastar o desaparecer a la minoría, ya que eso, pudiendo ser legal, no resulta ni legítimo ni democrático. Es, más bien, antidemocrático. Ahí están las experiencias numéricamente mayoritarias del nazismo, del facismo o del comunismo que, so pretexto del bien de una mayoría, intentaron desaparecer a las minorías de sus sociedades, con las consecuencias que todos conocemos.
Y es que mayoría y minoría forman parte de un todo democrático. La exclusión de cualquiera de ellos (la minoría se impone sobre la mayoría o la mayoría aplasta a la minoría) excluye al resultado de un verdadero valor democrático. Pedro de Vega enseñaba que la verdadera democracia no es aquella donde todo piensen y sientan de igual manera, monocorde; sino aquella sociedad en que el conjunto de gentes puedan pensar y sentir diferentes y sin embargo compartir un espacio y una sociedad de modo igualitario sobre la base de un común denominador y de valores e ideales mínimos de respeto por todos.
El Tribunal Constitucional (TC) acaba de sentenciar un importante caso. En el, dejando de lado una posición doctrinaria anterior (que no era precedente vinculante) ha determinado que una persona (nacida biológicamente como hombre o mujer) tiene derecho a solicitar al Estado el reconocimiento del cambio de sexo, y que ese nuevo género sea ingresado a su ficha en el RENIEC a fin de que la sociedad, el Estado y el sistema legal le reconozca y de trato con el nuevo género voluntariamente escogido.
Hay tres posiciones frente al llamado “derecho de género”. En la primera la determinación es absoluta: la biológica. Se nace cromosomática y genéticamente como hombre o mujer (XX XY) y eso lo determina la biología y la naturaleza, y eso no se puede alterar. O se es hombre o se es mujer, y eso además se demuestra con la existencia de los genitales que corresponden a uno u otro género. Por lo tanto, resulta antinatural –por la razón que fuera- que a lo largo de su vida esa determinación natural no puede ser alterada por la mano humana ni por las leyes del Estado. En la segunda posición, al extremo opuesto, el derecho del género explica que la determinación del sexo ya no es una marca genética, ni biológica, sino una “adquisición cultural”. Si bien las personas nacen en principio como hombre o como mujeres, será en entorno social, cultural, familiar y el medio ambiente el que determine finalmente el género que se quiera adoptar. Por lo tanto, el sexo sería una “determinación social y cultural” perteneciente a la esfera de la intimidad de cada persona, por lo que independientemente del sello biológico con el que se nazca, una persona a lo largo de su vida puede desarrollar la conducta, forma y maneras del otro sexo, y tienen derecho a que ello se reconocido, admitido y protegido por el Estado.
En la posición intermedia es donde la Sentencia del TC (dada en mayoría) se ha estacionado. En esta posición ecléctica se determina que las personas nacemos con una sexo determinado por la biología humana, y por una carga cromosomática. Y eso es definitivo. Pero, también reconoce que algunas de estas personas van a desarrollar un comportamiento correspondiente al género opuesto. Y eso que antes se consideraba como una patología, y se deja fuera del reconocimiento estatal, ahora (reproduciendo nuevos conceptos de la Organización Mundial y de la American Psychological Association (APA)), y tomando como base precedentes de la Comisión Interamericana de DDHH, de la Corte Interamericana de DDHH, del Tribunal Europeo de DDHH y del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los DDHH, se descarta la concepción patológica en el cambio de sexo, adoptándose aquella que determina que es una “disforia de género”, anteriormente llamada trastorno en la identidad sexual, lo que constituye un diagnóstico psiquiátrico asignado a las personas que sienten una discordancia significativa o distrés entre el sexo asignado al nacer, con el que no se identifican ni sienten como propio, y la identidad de género adoptada voluntariamente en su vida consciente.
Esto es lo que ha reconocido como nueva posición doctrinaria el TC, dejando de lado sentencias anteriores en que negaban esta posibilidad. Pero, el TC se ha lavado las manos y ha determinado, en posición mayoritaria, que ese no es un derecho que haya que pedir al TC, ni que la vía del amparo constitucional sea la idónea para ello, sino que ha indicado que ese derecho a la determinación de un género diferente al determinado en el nacimiento hay que solicitárselo al juez del poder judicial, como cuando se hace una rectificación de partida o cambio de nombres.
Sin duda alguna es un cambio y un avance que el TC, en mayoría, ha reconocido. También es verdad que la nueva composición del TC ha facilitado ello, donde visiblemente dos de sus actuales integrantes comulgan evidentemente con estas ideas, haciendo inclusive su defensa púbica. La comunidad LGTBI constituye una minoría (y no dejará de serlo) cualitativamente significativa como para carecer de reconocimiento del Estado o como para que sus integrantes no vean satisfechos de modo pleno el respeto y disfrute de sus derechos fundamentales.
Hay fundamentos y lugares comunes en la justificación a la esclavitud, o para negar la igualdad de razas, o para negar el sufragio a las mujeres, o a los analfabetos o a los militares y policías. Tienen un común denominador. Es el miedo atávico del ser humano a lo desconocido. El avance social en la comunidad de ideas es imparable en el desarrollo de la humanidad y en la consolidación de un verdadero ideal de democracia.