Siempre se ha dicho que las grandes causas nunca son resueltas por los juzgadores con la cabeza, sino con el asiento, en la medida en cuán caliente este se pueda poner por causa de aquella, poniendo en riesgo su estabilidad, continuidad, autonomía y tranquilidad espiritual. En el mejor de los casos, serán resueltos con ambos…
Así ha sido la historia de la humanidad, en todos los lares y confines. Finalmente también los juzgadores son seres humanos que juzgan a otros seres humanos con sus propios temores, aprehensiones, ideologías, fobias, ambiciones y entorno personal. Como bien enseñó Ortega y Gasset, los hombres –y las mujeres- somos lo que somos, más nuestras circunstancias.
Cuenta el tradicionalista Ricardo Palma, en “Los tres motivos del Oidor”, que “El 27 de octubre de 1544 estaban los vecinos de Lima que no les llegaba la camisa al cuello. Y con razón, eso sí. Al levantarse de la cama y abrir puertas para dar libre paso a la gracia de Dios se hallaron con la tremenda noticia de que Francisco de Carbajal, sin ser de nadie sentido, se había colado en la ciudad con cincuenta de los suyos, puesto en prisión a varios sujetos principales tildados de amigos del virrey Blasco Núñez, y ahorcado, no como quiera a un par de pobres diablos, sino a Pedro del Barco y Machín de Florencia, hombres de fuste, y tanto que fueron del número de los primeros conquistadores, es decir, de los que capturaron a Atahualpa en la plaza de Cajamarca
Carbajal previno caritativamente a los vecinos de Lima que estaba resuelto a seguir ahorcando prójimos y saquear la ciudad, si ésta no aceptaba por gobernador del Perú a Gonzalo Pizarro, quien, con el grueso de su ejército, se encontraba esperando la respuesta a dos leguas de camino.
Componían a la sazón la Real Audiencia los licenciados Cepeda, Tejada y Zárate; pues el licenciado Álvarez había huido el bulto, declarándose en favor del virrey. Asustados los Oidores con la amenaza de Carbajal, convocaron a los notables en Cabildo. Discutióse el punto muy a la ligera, pues no había tiempo que perder en largos discursos ni en flores de retórica, y extendióse acta reconociendo a Gonzalo por Gobernador.
Cuando le llegó turno de firmar al Oidor Zárate, que, según el Palentino, era un viejo chocho, empezó por dibujar una † y bajo de ella, antes de estampar su garabato, escribió: Juro a Dios y a esta † y a las palabras de los Santos Evangelios, que firmo por tres motivos: por miedo, por miedo y por miedo”
Oidor fue la denominación de los jueces de las Reales Audiencias, tribunales colegiados originarios de Castilla, que se convirtieron en los máximos órganos de justicia dentro del Imperio español. Como tales, fueron trasplantados a las novísimas colonias de ultramar que, antes de los virreyes, también ejercieron funciones de gobierno. Su nombre proviene de su obligación de escuchar (oír) a las partes en todo proceso, particularmente en los alegatos.
Con la República, en el Siglo XIX, las Reales Audiencias cedieron paso a la creación republicana de la Corte Suprema de Justicia de la República mediante Decreto Dictatorial provisorio de Bolívar, de 22 de diciembre de 1824, en cumplimiento del Art 98° de la Constitución de 1823. Allí es donde a los integrantes del más alto tribunal de justicia de la nueva república se les denomina “Vocales”, cuyo genérico es el de “Magistrados”. Los magistrados -en general- tienen como antecedente histórico a los antiguos Oídores de la Colonia y, estos, al Iudícum (de donde la denominación de Juez) del derecho romano.
Hay una diferencia importante entre los magistrados de la Corte Suprema y los demás funcionarios que juzgan otras especialidades (administrativa, constitucional, arbitral, etc.) y es que –generalmente- los miembros de la Corte Suprema han empezado desde abajo, como amanuenses, secretarios, relatores, jueces de instancia, vocales superiores y, al cabo de una dilatada carrera, hoy por meritocracia vía concurso del CNM, alcanzan la máxima judicatura. En los otros casos casi siempre llegan (también por meritos personales y designación política) en paracaídas, sin la solera ni la experiencia necesaria en el decisivo arte de administrar justicia, que no es otra cosa que el divino don de juzgar a sus semejantes. Por eso son más susceptibles de presiones, temores y miedos, como magistralmente enseña –con la historia del Perú- Ricardo Palma.