El debido proceso ha cobrado notoria actualidad. La actual judicialización de la política ha permitido que ello sea así. Hace 40 años en el Perú la persecución política desterraba a los opositores desarraigándolos de su hogar y de su tierra para –con un salvoconducto y 100 dólares en el bolsillo del pijama- ser embarcado a la fuerza en un avión con destino al país más cercano. Hoy la lucha política se ha sofisticado. Ya no se destierra o mata al contrincante; hoy se le hace un proceso.
El debido proceso nace al moderno derecho procesal con la V Enmienda de la Constitución de lo EEUU en 1791, y se relanza con la Enmienda XIV al final de su Guerra Civil en 1868. Se le puede definir, en síntesis, como un derecho fundamental que contiene principios y presupuestos mínimos de justicia, igualdad, legitimidad y razonabilidad que debe reunir todo proceso (sea judicial, administrativo, político, arbitral o privado, cualquiera en que el derecho de una persona, su restricción o afectación, deba ser jurídicamente determinada), para asegurar una declaración de certeza fundada en derecho y socialmente aceptable.
Denostado por unos y socorrido por otros, el debido proceso es un derecho heroico, ya que debe sortear las fauces de la arbitrariedad y el abuso y sobrevivir para garantizar que la justicia acompañe las siempre falibles sentencias con que los hombres y las mujeres juzgan a sus semejantes. Cuando se trata del poder, se acusa el abuso del debido proceso como presunto instrumento para eludir la responsabilidad y evitar la sanción. Cuando se trata del acusado, se le implora como última oportunidad de tener un juzgamiento justo, libre de presiones e influencias extrañas, que garantice el derecho de defensa, que permita salvar la inocencia cuando se es acusado indebidamente, o para garantizar una condena razonable para quien sea responsable.
La arbitrariedad, el despecho, la vendetta personal o la revancha política son pasiones humanas recusadas y atacadas por el debido proceso. Por eso se puede afirmar que el debido proceso es un “derecho circular”, ya que los que hoy lo denostan y recusan, serán quienes mañana lo exijan cuando la rueda de la política de su inexorable vuelta y los acusadores de hoy se conviertan en los acusados de mañana. Y allí estará el debido proceso, heroico al fin, para proteger a los unos y a los otros, sin distinción ni preferencia alguna.
Terminemos con una alegoría: el debido proceso es una garantía esencial destinada a todos aquellos que, para la determinación de sus derechos y bienes, de su familia y su honra, para la protección de sus derechos fundamentales, para la defensa de su vida, su integridad física o su libertad como dones más preciados universal e indiscutiblemente reconocidos al ser humano; deben pasar por el drama del proceso. A quienes se acercan a un tribunal de justicia con temor, con reverencia, con esperanza, con fe, con suspicacia, con pesimismo, con desesperanza. A los que deben transitar los estrechos pasillos del proceso, muchas veces estrechados por normas antiguas que deben aplicar seres antiguos, por normas nuevas que deben aplicar seres antiguos, por normas nuevas aplicadas por seres nuevos, normas que se tergiversan por el interés político, económico, social o venal de siempre. A todos los forzados actores del drama del proceso que con sus vidas y sus posesiones, sus ilusiones y esperanzas, sus desilusiones, angustias y frustraciones, le dan vida y contenido cotidianamente. A los esperanzados en la justicia y en el cumplimiento de la ley, y también para los agnósticos de la equidad en el proceso y la eficacia del derecho. Pero, por sobre todo, a los desesperanzados que desesperadamente rebuscan un resquicio de fe en la justicia y en el derecho, para la reparación de su honra o la recuperación de su libertad, en la defensa de sus derechos e ilusiones que la sociedad de hoy, y sus prójimos, les escatimamos diariamente.