EL PENOSO JUEGO DE LAS SILLAS

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Acabamos de ver una nueva crisis ministerial, la que tiene lugar cada vez que se presenta la renuncia, voluntaria o forzada, de un Premier, lo que obliga al Presidente de la República a la renovación total de su Gabinete.

La Constitución señala que el Presidente designa, in péctore, al Premier. Y que, a propuesta de éste, debe designar a los demás ministros. Eso se hizo así desde la Constitución de 1979(D), en la medida en que el gran debate constitucional se daba acerca del reforzamiento del Premier, empoderándolo casi como un jefe de gobierno, para fortalecer al Presidente de la República al alejarlo, aunque sea un poco y suene contradictorio, de ese presidencialismo caudillista tan característico en nuestra historia republicana.

Sin embargo, desde 1980 hasta la fecha ello nunca fue bien entendido por los diversos Presidentes que desde entonces se han sucedido, generándose no pocos celos con los diversos primeros ministros (claramente visto con el Gabinete Ulloa en el segundo gobierno de Fernando Belaúnde), de manera que no se ha logrado amenguar el cesarismo presidencialista ni se ha logrado forjar la figura de un verdadero jefe de gobierno diferenciado, y prudentemente distanciado, del Presidente de la República. En los hechos, el presidente del Consejo de Ministros es un ministro más, con poca o nula capacidad de influencia en el Presidente de la República y ningún ascendiente con los demás ministros de los que debería ser, en realidad, una suerte de capitán de equipo. Un primus inter pares.

Pero, además, los cambios ministeriales casi siempre dan un espectáculo penoso. La salida de un ministro se empieza a forjar desde el mismo momento de su designación, ya que luego de haberse concretado las bolas acerca de los cambios, las renuncias y los nombramientos, donde cada cual sabe, o le han dicho, o le consta, la fija; surgen los principales cuchillos de los flamantes designados: sus viceministros o sus demás colegas ministeriales. Los viceministros porque siempre tienen vocación de ministros y calentarán el sillón hasta que se den las condiciones del caso. Y los colegas ministros, pensando en el enroque de puestos ministeriales como la solución para no abandonar el fajín, trocando despachos los unos con los otros. Es como el juego de las sillas, en que todos corren entusiastas alrededor, con algarabía, pero en el que al final de la música, dejara a uno sin la suya, debiendo abandonar el juego. O el despacho ministerial. Y luego, de nuevo a la ronda para sacar al siguiente.

No deja de ser un espectáculo penoso cada juramentación de un nuevo Gabinete: los flamantes nombrados emocionados y jubilosos, brazos en alto, y los recientemente defenestrados cariacontecidos tratando de ensayar la mejor sonrisita que demuestre su entereza y oculte su decepción por la reciente caída de la gracia del Olimpo. Cuando la piconería o suprema frustración es inmanejable, tienen a bien regalarnos con el desprecio de su ausencia, comunicando urbi et orbi su mayúsculo rechazo.

Y así transcurre nuestra democracia presidencialista en que el proyecto constitucional de tener reforzada la figura del premier es aún una meta por cumplir. Nuestra política doméstica piensa que si un Premier es muy fuerte o tiene gran ascendiente, o exhibe un gran carisma, opacará al Presidente y prontamente se convertirá en un “presidenciable”. La realidad demostraría todo lo contrario: preservaría la figura del Presidente de la República, fortalecería al propio Ejecutivo y nos daría mayor solidez institucional, como en Francia, por ejemplo. Pero claro, los celos, las pasiones y los complejos humanos en regímenes personalistas son pulsiones mucho más fuertes que las propias instituciones de la moderna democracia constitucional.

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