EL SALARIO DEL MIEDO O LA LEY DEL CANGREJO

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Constituye un obvio paradigma que el sueldo del Presidente de la República deba ser el más alto de la administración pública.  Es una posición, si bien prevista en la ley, que no resiste análisis técnico o jurídico alguno.  La eficiencia en el funcionamiento del aparato del Estado, con sus estamentos políticos, técnicos y profesionales requieren de una reevaluación de estos conceptos.

Tomemos como ejemplo México: desde la reforma de su Constitución en 1994, en que reperfiló su Corte Suprema, y la justicia federal en general, sus Magistrados ganan más que el Presidente de México y el presupuesto de la justicia federal está apoyado con un canon del petróleo que produce Pemex. Y a nadie se llama a escándalo por eso.  La premisa mexicana fue que la justicia federal es esencial en su desarrollo político, social, económico y democrático, sobre todo de cara al TLC con los EEUU.

Nadie puede señalar que el cargo de juez de la Suprema Corte sea “mejor” que el del Presidente de la nación (como ingenuamente compara nuestro nativo Ministro de Economía al negar el incremento salarial a nuestro Poder Judicial).  No necesariamente el salario del Presidente debe ser el más alto de la administración pública. No se necesita que ello sea así.  Los científicos de la Nasa y los técnicos atómicos, en los EEUU, tienen un mayor salario que el Presidente Obama, y a nadie le da la tos por ello.

Para tener técnicos adecuados y ser competitivos nacional e internacionalmente debemos ofrecer buenas condiciones de trabajo.  Y la principal de ellas es ofertar una apropiada remuneración.  Ese es un axioma que no resiste análisis en contrario.  Pensar que un funcionario público va a realizar del mejor modo sus labores, empleándose en el máximo de sus esfuerzos, trabajando fuera de hora y dando lo mejor de sí para cumplir con el servicio público para el que ha sido designado sólo por patriotismo o amor a la patria, es retórica utópica que no funciona en ninguna parte del mundo. Ese funcionario tiene familia, aspiraciones, necesidades e hijos que mantener, alimentar, educar y recrear.

¿Cómo se puede convivir eficientemente en una economía de mercado, signada por la ley de la oferta y la demanda, cuando la oferta en el servicio público está deprimida artificialmente por razones populistas? Es un contrasentido, y es necesario comprender que el Estado debe participar en el libre mercado ofertando condiciones decorosas para sus altos funcionarios.

La ley del cangrejo enseña que cuando uno de ellos quiere salir del balde, es jalado hacia abajo por el que viene atrás, de manera que ninguno sale y todos quedan atrapados. Deprimir el salario de los altos funcionarios porque hay pobreza, debido a que policías, maestros, militares y trabajadores del país están mal pagados, no es la mejor de las prácticas gubernamentales.  Sólo hará que tengamos una alta burocracia empobrecida, haciéndole flaco favor al país, no será atractiva para los más calificados y mejores preparados para quienes envolverse en la bandera nacional al asumir un cargo no será suficiente para abordar su proyecto de vida.  No todos los altos funcionarios tienen las posibilidades de un PPKUY.  Y el empobrecimiento de la alta dirigencia no traerá como relación directa la mejora o bonanza de las clases menos favorecidas, generándose el caldo de cultivo a una perniciosa ecuación: mediocridad y corrupción.

Por razones propias de la naturaleza humana, en particular en la sociedad peruana, los salarios y los viajes producen envidias y escozores en la opinión pública que son exacerbadas por la prensa. Pero hay razones técnicas fundamentales que deben primar sobre una generalizada opinión contraria.  Los efectos en el mediano plazo se percibirán con claridad y permitirán el ascenso económico y social de los demás estamentos sociales al lado del desarrollo nacional de cara a nuestro mejor futuro. Deroguemos la ley del cangrejo.

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