Hace unos días tuve que llamar la atención de una alumna del colegio donde trabajo porque me pareció que estaba infringiendo una norma algo estricta pero norma al fin y al cabo. Le pasé la voz con la mayor amabilidad que pude y le pedí que dejara de hacer lo que estaba haciendo. Grande fue mi sorpresa cuando esta alumna me respondió, con bastante molestia, que no entendía el porqué de mi llamada de atención ya que para ella no había infracción alguna. Peor aún, su molestia la llevó a dejarme parado con la palabra en la boca. Ni siquiera me dio la oportunidad para decirle que a pesar de que entendía su malestar había una norma que cumplir ni tampoco se permitió escuchar que su molestia no era frente a mí sino frente a la norma.
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Desde el inicio, C. me plantea sus dudas: no está segura de que el cambio sea lo mejor para ella. Le pregunto el porqué de su cambio y me dice que no le ve sentido estudiar tanto algo que quizá no le vaya a servir más adelante. Luego añade que tampoco sabe que es lo que le gustaría estudiar cuando salga del colegio, incluso pudiera ser algo relacionado a las ciencias.
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Hola a todos!
Veo que me he perdido una primera parte de presentación en donde también han ido dando una primera forma a las diversas maneras como el malestar surge en nuestras instituciones. También empezamos a trabajar en torno a una cuestión: el desencuentro entre lo pulsional y la cultura.
En este pensar quisiera traer el malestar que más me ha interesado en la escena pedagógica: “¿Y esto para qué me sirve?”. Esta pregunta, que tantas veces he escuchado en alumnos de colegios y universidades, denuncia el sinsentido del quehacer educativo y demanda reflexionar sobre nuestra práctica pedagógica. Sin embargo, en su interior también hay una amenaza sumamente destructiva al sentido que nosotros, desde el lado de la pedagogía, hemos construido.
Si entendemos la pulsión como el acto sin pensamiento –tal como lo señala María Lemos-, resulta claro que, para construir la cultura, es necesario un espacio donde no solo se encuentre el pensamiento sino que se le de sentido al mismo.
Una forma de entender el surgimiento de este desencuentro nos la brinda un concepto de la Física: la inercia, en este caso entendida como la propiedad de las pulsiones a mantener su estado de movimiento (actuación) o de reposo (estructura). Así la inercia psíquica pudiera ser entendida como una indisposición al cambio (Kowalick, 1999).
Frente a este panorama la escena pedagógica se constituye en el momento en el que se construye la cultura, donde los sentidos ya construidos -valga la redundancia- pueden ser solamente trasmitidos y, dicho sea de paso, pensados. La manera como esta escena se dispone a ser objeto de proyección del malestar, en sus diversas manifestaciones que dependen tanto de la subjetividad como del campo social, nos remite a la imposibilidad de la educación que Perla Zelmanovich menciona y que nos recuerda que, “es sobre la base del reconocimiento de que no todo es posible, donde se abre una posibilidad”.
Saludos,
Jorge Rivas
Pd. Este post surge en torno a algunas reflexiones a partir del diplomado que estoy cursando. » Leer más
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