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Maldita ternura

“Basado en hechos reales” es la etiqueta con la que se espera enganchar al lector o al espectador aun antes del inicio de la historia. El efecto, a mi parecer, es la intensificar la sensibilidad que el autor espera conseguir a partir de un redireccionamiento de la ficción de lo verosímil hacia lo real. En un drama, como en “Lo imposible”, el espectador está invitado no sólo a recordar las noticias sobre el terrible tsunami que asoló Sumatra en el 2004 sino que se apela a intensificar la empatía hacia esa familia que logró reunirse pese al desastre.

Al mismo tiempo, esa advertencia revela algo: la historia, al margen de la genialidad del director o del escritor, ya estaba ahí y ha sufrido algunas transformaciones hasta llegar a usted. La intención del autor podría ser la de comunicar aquella vivencia porque posee la carga suficiente de dramatismo y (anti)heroicidad que se espera.

En el prólogo de la segunda edición de Maldita Ternura, Beto Ortiz nos recuerda (o advierte) que lo que vamos a leer está basado en un momento complicado de su vida: las acusaciones de pederastia que se le imputaron a finales de los 90s. En un plano alejado de la literatura y para quien siguió esas noticias, podría coincidir conmigo en que éstas estuvieron marcadas por el manejo de una maquinaria periodística al servicio de una dictadura y especializada en destruir –con y sin razón- a quien haya sido designado desde el entorno fujimontesinista.

El mérito de Ortiz es escribir su versión, su intento de exorcizar sus demonios, con la sinvergüencería que lo caracteriza, esbozando a su personaje como un ser arrastrado por el amor e incapaz de hacer daño, incluso en desventaja frente a la malicia y viveza del resto de personajes. Es, por así decirlo, una defensa legal ficcional. Como en la escena inicial de la novela, el personaje de Ortiz es un (¿inocente?) palomilla (sexual) de ventana.

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