Metamorfosis I

Del consultorio al patio de recreo

Hace unos días tuve que llamar la atención de una alumna del colegio donde trabajo porque me pareció que estaba infringiendo una norma algo estricta pero norma al fin y al cabo. Le pasé la voz con la mayor amabilidad que pude y le pedí que dejara de hacer lo que estaba haciendo. Grande fue mi sorpresa cuando esta alumna me respondió, con bastante molestia, que no entendía el porqué de mi llamada de atención ya que para ella no había infracción alguna. Peor aún, su molestia la llevó a dejarme parado con la palabra en la boca. Ni siquiera me dio la oportunidad para decirle que a pesar de que entendía su malestar había una norma que cumplir ni tampoco se permitió escuchar que su molestia no era frente a mí sino frente a la norma.

Pero esto último recién he podido digerirlo mientras escribo estas palabras. Antes de ello, yo también me quedé con un malestar profundo e intenso.

Dentro de un espacio terapéutico he sabido manejar la molestia de mis pacientes porque he entendido que ésta respondía a una reacción frente a una palabra, un gesto o un contenido que representaba algo que estaba asociado con el malestar del propio paciente. Recuerdo el caso de un niño al que mis esfuerzos por evitar que siga destruyendo los legos le molestaba porque lo remitía a la manera como él vivenciaba a su propia madre: completamente punitiva y castradora. Cuando puse palabras a esa vivencia, su malestar hacia mi y mis palabras disminuyó significativamente.

Aunque la idea que daré a continuación no me resulta novedosa –la he leído hace unas semanas atrás en un texto psicopedagógico- he vuelto a ella con bastante sorpresa y ha adquirido una mayor claridad: los discursos educativos y psicoanalíticos apuntan a dos ámbitos distintos. El primero de ellos apela a la autoridad, el segundo a la subjetividad.

Como no he podido hablar con la alumna tengo que remitirme a mi propia experiencia.

Si algo me he podido dar cuenta es que en los últimos meses he ido aprehendiendo ese discurso de autoridad. Lo he notado cuando, hablando con otros alumnos, les he sugerido que hagan tal o cual cosa y ellos me han dicho que lo harán en otro momento, no en el que yo creía que era oportuno. Aunque sin el malestar anterior, ese tipo de respuestas me han hecho preguntarme por qué no hacen lo que yo les digo que deben hacer y cuando les digo que tienen que hacerlo. Indudablemente estoy apelando a la autoridad, me digo.

Todo lo contrario cuando, inserto en un espacio psicoterapéutico, me muevo sin memoria ni deseo. La importancia que cada proceso tiene en cada subjetividad me lleva a respetar cada paso, avance y retroceso que observo en mis pacientes.

Es esto lo que ha llevado a muchos a señalar que el encuentro entre la Educación y el Psicoanálisis no tiene posibilidades: pareciera que mientras que en las escuelas la norma ha de ser interiorizada, en los espacios psicoanalíticos esta es subjetivizada, es decir hecha sujeto.

A mi entender no hay la una sin la otra. Debemos de entender que no es posible pensar que al interiorizar no se haya producido algún tipo de subjetivización de la norma, alguna modificación de ella de tal forma que se adapte al sujeto. De lo contrario, solo estaremos moviéndonos en el plano del deseo, de nuestros propios deseos. Éste es precisamente el riesgo que implica el discurso de la autoridad.

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