Mi primera experiencia con 101 experiencias de filosofía cotidiana

Leo. A veces solo leo. Otras leo mucho.

A veces escribo.

Ayer empecé 101 experiencias de filosofía cotidiana de Roger-Pol Droit. Lo compré en Sur junto con una serie de libros sobre filosofía y educación en filosofía para niños pero eso será otra historia.

Cuando leí la primera experiencia propuesta iba en un bus. Cerré el libro y decidí hacer lo que el libro planteada lo mejor posible así que recién hoy lo intenté. Reemplacé el medio de la sala por mi cuarto, el sentarme en el piso por sentarme en mi cama y cerrar las puertas por dejarlas abiertas y me llamé.

La primera experiencia te dice que, en un lugar cerrado, primero escuches el silencio y te prepares unos minutos para romperlo. Debes llamarte. No pronunciar tu nombre. Debes llamarte como si se tratara de una persona que conoces pero que está a lo lejos y que quieres llamar su atención. Te recomienda que sostengas la experiencia y que hagas algunas variaciones de entonación, volumen y dicción.

El libro, en su introducción, sugiere que la experiencia es la misma para todos pero que la vivencia de la experiencia misma es distinta.

La mía fue interesante.

Para empezar pocas veces escucho mi nombre completo. Y tampoco me llamé con todos mis nombres y apellidos. Solo Jorge Rivas.

En el colegio no me llamaban ni por mi nombre y pocas, por no decir nunca, por mi apellido. En la universidad me llamaban por mi apellido y en el trabajo –recién caigo en cuenta- pocas veces por mi nombre. Si son colegas, el impersonal. Si son alumnos, el profesor.

Así que pronunciar mi nombre me ha resultado doblemente extraño y ahí coincido con lo que el autor sugiere que puede pasar. Hay una doble extrañeza en este ejercicio pero, a diferencia de lo que Droit sugiere, no se produce en mí un distanciamiento. Mi nombre no me resulta extraño porque para este ejercicio nació extraño. Todo lo contrario. Mi nombre empezó a sonarme familiar, cercano y hasta querido. Las últimas veces que me llamé casi lo hice con una sonrisa, al punto que casi no he querido parar de pronunciarme.

Así que si me pongo medio simbólico diré que si me pronuncio, existo.

A nivel de escucha mi experiencia ha sido más sensorial. El inicio ha sido inquietante. He descubierto que mi apellido, que acaba en una fricativa, es como una exhalación. También que tiene cierto ritmo casi de novela. Mi nombre pudo ser el de galán de novelón de las 8. Mexicana o venezolana.

Pero también tiene algo de mantra.

Repetir mi nombre tantas veces le quitó la carga de identidad y se volvió un mantra. Un sonido que resuena, que golpea mis tímpanos desde adentro. Con pausas o sin ellas, con voz alta o baja, pronunciando exageradamente o ligereza; mi nombre se vuelve un sonido con cierta constancia, con una forma más o menos definida. Sus cambios son matices pero su esencia la misma. Así que algo de identidad mantiene.

Curiosamente la siguiente experiencia que proponen es la de desposeer a una palabra de su sentido pero eso será otra historia.

 

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