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Lecciones desde Ignacio (2)

Hace unas semanas, mientras jugaba con Ignacio, vimos unas fotos en las que yo aparecía. Para mi sorpresa no le fue difícil a Ignacio reconocerme en ellas. Con mucha alegría me señalaba en las fotos y decía: “Papá”. Pero cuando le mostré una foto en donde él mismo salía no pudo reconocerse.
Hace unos días visité a una amiga. Mientras ella hablaba por teléfono con su hijo entablaron un juego que llamó mi atención. Ella le hacía preguntas como por ejemplo: ¿de qué color son tus ojos, tu cabello o tu piel? A cada pregunta se escuchaba que el niño corría a repreguntar, probablemente a algún adulto, cuál era el color de sus ojos, su cabello o su piel.
En un inicio a los niños les resulta más fácil mirar hacia afuera, reconocer a otras personas antes que reconocerse a sí mismos. Algo que la adolescencia trastoca por completo. En ese periodo los jóvenes empiezan a mirarse casi exclusivamente a ellos mismo y, lamentablemente poco o nada hacia el exterior, hacia otro ser humano. De hecho, si acaso miran a otra persona es en base a sus semejanzas antes que a sus diferencias. Lo diferente excluye.
Más lamentable es que este rasgo persiste hasta la adultez y peor aún que es mirada centrada en sí mismo es parcial. No se logra mirar los aspectos más flacos, los puntos débiles por decirlo de alguna manera. Se prioriza las fortalezas creyendo que son el aspecto central, lo que construye exclusivamente la identidad.
Pienso que mi labor como padre es precisamente es ser un espejo para Ignacio, devolverle sus gestos y sus miradas. Darle la oportunidad de verse a sí mismo a través de otra persona. Quizá de esa manera pueda hacerse una imagen más completa y, si cabe el término hasta más real.

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