Buen tiempo atrás me empezó a doler la espalda. No podía agacharme o enderezarme sin sentir que me partía en dos. Incluso tuve días en los que no podía levantarme de la cama. A veces, a escondidas y sin mucha responsabilidad, cuando el dolor era muy intenso, tomaba uno o dos relajantes musculares para soportar el dolor.
Y así estuve por días, semanas y meses hasta que me cansé y fui a ver a un especialista.
Él me pidió que me acostara en una camilla y que abrazara mi rodilla, metió su mano entre mis brazos y rodillas y me hizo tronar la espalda tan fuerte que realmente me asusté de haberme roto la espalda, pero no. En realidad, después de eso me sentí muy bien.
Aprendí a cuidarme un poquito más. Antes de cualquier actividad deportiva, estiraba la espalda; empecé a agacharme doblando las rodillas y controlar mi peso porque eso podía disparar el dolor.
Hace unos meses, volvió el dolor, pero esta vez era distinto.
A veces el dolor era como una piedra en la espalda; otras era la huella de un golpe. Lo que había aprendido ya no me servía. Los estiramientos, el descanso e incluso los relajantes dejaron de funcionar. El dolor empezó a extenderse: a veces sentía un jalón en el glúteo, otras veces un hormigueo.
De vuelta fui a una consulta médica. Probaron lo de siempre y otras cosas nuevas, como la acupuntura. El dolor se redujo, pero nunca se fue. Volvió a hacerse crónico. No me incapacitaba y no me abandonaba. Pensé que quizá debía acostumbrarme.
Hasta que un día noté que cuando caminaba sentía que pisaba más fuerte con una pierna que con otra. Entonces volví a consulta.
Otro día podré contar sobre el tipo de dolor que conocí en esa primera sesión porque ahora quiero contarte que al salir volvió a pasar que descubrí la vida sin dolor. Como la primera vez, cuando me crujieron la espalda, sentí que volvía a la normalidad, pero esta vez, quizá por la edad o que sé yo, lo he sentido con mucha más consciencia.
Al día siguiente me fui a nadar y por primera vez -después de meses- nadé sin problemas, sin sentir que sostener la postura horizontal me requiriese mayor esfuerzo. Entonces, noté que había nadado muy mal solo por no poder sostener la postura porque no tenía la espalda bien. También noté que dormir (sí, dormir en tu cama) no tenía que ser sinónimo que al día siguiente, levantarse tome 2 o 3 minutos de preparación mental, de anticipación del dolor. Y así, muchos otros pequeños detalles.
Y aquí viene lo más raro.
Después de unos días, empecé a extrañar el dolor.
Y es que el cuerpo y la vida se ordenan en torno a ese dolor, a esa limitación. Caminaba evitando ciertos trechos para no sentir dolor, dejé de nadar en estilo mariposa para no sentir dolor, bajé el ritmo de mis salidas en bicicleta para no sentir dolor y qué otras cosas más me habré excusado de hacer o de dejar de hacer por evitar sentir el dolor. De pronto, estaba libre de esa excusa. ¡Oh, demasiada libertad!
Así que ahora hablo de un dolor físico como excusa y quizá como metáfora para no hablar de un dolor que no es físico. ¡Qué locura que extrañe mi dolor! ¡Qué locura que extrañe lo que me hizo doler!
Como diría Homero Simpsons: Veo la luz ¡Y quema!