Estados Unidos de América y la Organización de Estados Americanos (OEA)

Imagen: medios cubanos antes del acuerdo de Cuba con USA

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Estados Unidos de América es miembro de la Organización de Estados Americanos (OEA) desde los inicios de esta organización internacional. En concreto, Estados Unidos ratifica la Carta de la Organización de Estados Americanos el 19 junio de 1951. Únicamente establece la siguiente reserva a la Carta:

“El Senado de los Estados Unidos aprueba la ratificación de la Carta con la reserva de que ninguna de sus disposiciones se considerará en el sentido de ampliar los poderes del gobierno Federal de los Estados Unidos o de limitar los poderes de los distintos Estados de la Unión Federal con respecto a cualquier materia que la Constitución de la Unión Federal con respecto a cualquier materia que la Constitución reconozca como comprendida dentro de los poderes reservados a los distintos Estados.”

Cabe destacar que Estados Unidos no ha ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José). Por este motivo, Estados Unidos está únicamente sujeto a la jurisdicción de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su condición de institución de la OEA. Estados Unidos, por tanto, no está sujeto a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos ni tampoco a la Comisión cuando ésta actúa bajo sus funciones de órgano de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

Graciosa caricatura que resume la situación de los EE.UU. respecto de su participación en la Corte IDH

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Sitio Web Misión Permanente de Estados Unidos en la OEA

En: universitat pompeu fabra

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CASO 2141 – ESTADOS UNIDOS DE AMERICA – 6 de marzo de 1981 

RESOLUCION No. 23/81 – CASO 2141

El ciudadano ante el Estado

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No solo se trata de acción colectiva, se trata del lugar que realmente le corresponde al ciudadano como individuo frente a las decisiones que tome un Gobierno y que se concreta en el funcionamiento del sistema estatal. En este ámbito, la provisión de servicios (delivery) al ciudadano por parte del Estado implican que también se tome en cuenta la opinión de aquél sobre su nivel de satisfacción, críticas y sugerencias respecto de dicho servicio público.

Si bien es cierto que una ciudadanía organizada es la mejor vocera del sentir u opinión de algún sector de la sociedad, no es menos cierto que también se debe considerar la opinión de quienes no son contados o tomados en cuenta por dichas organizaciones. Así como el consumidor de un producto puede quejarse sobre un bien defectuoso o un mal servicio ante el mismo empresario o alguna entidad especializada para recibir su queja o reclamo, un ciudadano también puede manifestar su disconformidad respecto de cualquier producto o servicio público colectiva o individualmente.

En democracia “todos somos iguales” (al menos formalmente), y la opinión individual del ciudadano goza de un valor tan igual como lo puede tener un colectivo u organización cualquiera. Amas de casa, usuarios de servicios públicos, contratistas del Estado, hinchas de fútbol, etc Todos los individuos tienen derecho a pronunciarse sobre las decisiones que el Estado tome y que afecta tanto directa como indirectamente a cualquier colectivo social.

El ciudadano, indivividualmente, no es la última rueda del coche y por ello, su opinión debe ser tomada en cuenta. No por nada existen las redes sociales que pueden tirarse abajo la popularidad de un político más rápido que lo uno puede imaginar. El peso actual de la opinión ciudadana, bien encausada, es otro pilar del poder ciudadano frente a alguna situación que quiera reformarse legal o culturalmente.

Si bien es un aspecto individual, no es menos cierto que se trata de un tema ligado a la sociedad civil, la movilización de colectivos sociales, la formación de alianzas y mucha comunicación tanto interna como externa, en suma, su organización para hacer valer sus intereses frente al Estado.

Recordemos que la política maneja códigos distintos a los que utilizamos los ciudadanos, por lo que, una mentira que es repudiable en el ámbito personal, no lo será tanto en el ámbito político. Por ello siempre he escuchado que muchos políticos cuando la malogran, declaran que han “cometido un error político”

El siguiente texto, es un punto de vista sobre la ciudadanía en Francia, interesante, porque nos brinda una perspectiva del rol del ciudadano ante el Estado.

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El ciudadano ante el Estado

El ciudadano de la República es un personaje ambivalente. En efecto, es un elemento de la nación una e indivisible, pero sólo puede actuar a través de sus representantes, y su poder acaba la noche de las elecciones, pues a partir de ahí sus representantes hablan y actúan en su nombre. Con la V República, sin embargo, el ciudadano adquiere un mayor protagonismo en la instituciones gracias a la multiplicación de las citas electorales (elecciones presidenciales, legislativas, regionales, cantonales, municipales, europeas), la aparición del referéndum constituyente y legislativo (aunque su aplicación sea muy limitada: nueve en cuarenta años), y el llamamiento a los electores para dirimir conflictos mediante la disolución de la Asamblea Nacional (en cuatro ocasiones).

Cada vez más solicitado, el ciudadano elector ejerce su función con renuencia, ya que el voto, en Francia, es voluntario. Las últimas décadas han estado marcadas por el aumento de la abstención, pero también del voto en blanco, así como por una movilidad electoral que se caracteriza por la pérdida de influencia de los compromisos tradicionales (religioso, social, generacional) y por el cambio de voto según el tipo de elección del que se trate. Al mismo tiempo, la ciudadanía europea, que permite a los ciudadanos de la Unión Europea participar en las elecciones municipales y europeas, ha abierto una brecha en el estrecho vínculo existente en Francia -a diferencia de ciertas democracias escandinavas, por ejemplo- entre nacionalidad y ciudadanía.

Sin duda el régimen representativo se ha hecho más democrático al conceder al ciudadano un mayor poder de designación y de control político, pero donde se ha producido una auténtica revolución ha sido en el estatuto de las relaciones del ciudadano con el Estado y su administración. De ser un administrado obligado a actuar dentro de un marco preestablecido por el Estado y sus funcionarios y a atenerse estrictamente a él, el ciudadano ha pasado a convertirse en el siglo XX en usuario de una administración que, a su vez, se ha transformado en un servicio público, un cambio que sin duda abrirá el camino hacia una evolución permanente ya que implica que la administración ha de prestar continua atención a las preocupaciones y necesidades de los usuarios de los servicios públicos. La ampliación del campo de intervención del Estado a terrenos sociales y económicos supone un giro radical en la concepción del servicio público que, de puramente administrativo, pasa a asumir también una función social, industrial o comercial. Así, en una sociedad que desde los años sesenta evoluciona hacia una sociedad de consumo, el usuario se convierte también en consumidor de las prestaciones y los productos ofrecidos por los servicios públicos, sólo una parte de los cuales siguen siendo de carácter administrativo.

La introducción en los años ochenta de una lógica de gestión empresarial en el Estado, el desarrollo del derecho concurrencia derivado del derecho europeo y la influencia de las teorías liberales tienden a hacer que se conciba al ciudadano como un cliente ante servicios que compiten entre sí, a lo que también coadyuva el fin de los monopolios y la privatización de una parte del sector público. La evolución de los servicios públicos, a causa de la privatización de algunos de ellos o de la creciente influencia del modelo empresarial, no ha hecho sino acelerar esta tendencia. Por influencia europea, el propio concepto de servicio público se ha llegado a poner en cuestión en beneficio de una concepción más flexible: el Tratado de Roma (1957) hablaba de «servicios de interés económico general», reemplazados en los años ochenta por la idea de «servicios universales». Asimismo, la distinción entre servicios de carácter comercial y no comercial tiende a difuminar los rasgos específicos del régimen jurídico de los servicios públicos a la francesa y, por lo tanto, su relación con el usuario.

Ya se relacione con los servicios administrativos como administrado o como cliente, el ciudadano no desaparece sin embargo del sector público, aunque su participación directa en la gestión y en el control de los servicios no está resultando fácil: las asociaciones de consumidores, fuera del ámbito de la educación, no son muy activas en Francia. La ciudadanía interioriza los servicios públicos sobre todo a través del reconocimiento de los derechos del consumidor, derechos que afectan esencialmente al administrado: recurso al Defensor del pueblo (1973), acceso a los documentos administrativos (1978), motivación de las resoluciones administrativas (1979), derecho a un proceso contradictorio (1983) y, más genéricamente, derecho a la información (ley del 12 de abril de 2001 sobre los derechos de los ciudadanos en su relación con la administración). Evolución que es tanto más necesaria cuanto que los usuarios tienden cada vez más, en caso de conflicto con la administración, a recurrir sistemáticamente a la vía judicial, ante los tribunales administrativos en primer lugar, pero también ante la jurisdicción ordinaria, especialmente la penal.

Las transformaciones que se están produciendo en la administración, las dudas sobre el futuro de los servicios públicos y sobre las relaciones entre lo público y lo privado, entre el Estado y las colectividades territoriales, han roto la aparente armonía del modelo administrativo francés y su relación con la ciudadanía. Todo ello, sin embargo, no ha llegado a poner en entredicho sus fundamentos, que constituyen uno de los elementos de la identidad nacional.

En: Francediplomatie

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