EL PODER DE INFORMAR (III)

En resumen, un canal de televisión es una empresa que ejerce en grande el poder de informar. En manos de empresarios inescrupulosos, ese gran poder puede ser negociado y puesto al servicio del poder político. Desde luego esto es más difícil que ocurra cuando los propietarios son comunicadores de convicción y tradición, lo que no sucedió con los empresarios televisivos de los últimos años. Los dueños de los canales, como se ha indicado, no necesitan dar órdenes o ser demasiado obvios para que su personal, por una consecuente unidad en la línea editorial y objetivos de la empresa (por ejemplo, la gente de un canal dijo “que era un sentimiento”) crea que su labor respondió y responde a requerimientos profesionales respetables.
Y sin embargo, la información televisiva del período criticado fue una clara comprobación de lo que Giovanni Sartori describe como desinformación y subinformación. (Giovanni Sartori. Homo Videns. La Sociedad Teledirigida. Taurus. Buenos Aires. 1997. p.80)
La desinformación es cuando se distorsiona la información. La subinformación, cuando se informa poco o, lo que fue más común, no se informa.
Algunas de las manifestaciones de lo anterior se dieron en la televisión peruana cuando:
• Se ocultaron muchos de los sucesos protagonizados por los personajes contrarios al régimen fujimorista.
• Se dieron informaciones mínimas e incompletas sobre muchos hechos.
• Se ofrecieron versiones de una sola parte o de los ángulos más desfavorable de los opositores, en deshonesta manipulación informativa.
• Se postergaron a las últimas secuencias de los noticieros informaciones que no podían ocultarse. Jamás se destacaron u ocuparon los primeros minutos de los informativos.
• En las pocas entrevistas en vivo con políticos de oposición, los entrevistadores fueron implacables, animados por el deseo de desmerecer al entrevistado.
• Se concedió numerosas oportunidades de declarar a los voceros de la línea oficialista.

El Derecho de Decidir qué Ver
Siempre que se debate temas sobre la función y finalidades que debe atender la televisión, se insiste en el mensaje que transmite, ya sea información o los contenidos de los distintos espacios de su programación. Aquí es donde se le pone el mayor énfasis y se llega a plantear diversas soluciones, desde la más amplia libertad de los canales para transmitir lo que consideran conveniente, hasta el control de los mensajes que muestra una gama sumamente diversa: organismos reguladores sólo para velar por los horarios de protección al menor y proponer medidas, consejos para determinar contenidos y dar o quitar licencias y, por último, acción plena y total de los gobiernos, típica de países de regímenes dictatoriales o totalitarios. Hay que indicar que hasta hace una década también esta manifestación de absoluto control público o estatal se practicaba en la mayor parte de los países europeos que no podían ser calificados de dictatoriales.
Nadie puede desconocer que esa libertad absoluta de los canales- esa posición que se sintetiza en: dar a la gente lo que quiere- en manos de empresarios sin formación y convicciones sólidas de respeto a la familia, la formación de la niñez, da lugar a una televisión criticable y nefasta. Y si a ello se suma el afán empresarial de ganar sintonía y dinero a como dé lugar se completa un cuadro realmente deplorable e indeseable. Esta televisión es la que dio cabida en la televisión peruana a programas tan criticados como los de los cómicos ambulantes y a programas informativas truculentos y carentes de respeto a los principios periodísticos de objetividad, veracidad, imparcialidad, honestidad y responsabilidad.
Por otra parte, la segunda posibilidad controlista, sin duda alguna, es la que más se defiende en los medios académicos y algunos políticos. En el Perú, una calificada exponente es Veeduría Ciudadana. Su vocera, Rosa María Alfaro, declaró en una entrevista con el diario “La República”: Creo que es necesario revisar los contenidos periodísticos de los canales. La televisión debe mejorar su calidad”.
Hay que indicar que en cualquier conversatorio sobre estos temas, cuando hay opiniones contrarias a supervisiones o controles, los defensores de éstos apelan a un argumento que les parece definitivo: “Nosotros no queremos que la televisión peruana siga como en los últimos años”, intentando señalar a los contrarios como defensores de la detestable y corrupta televisión de la época fujimontesinista.
Es que en todas las discusiones al respecto, se olvidan de algo fundamental: el público, el televidente, es el dueño y señor de lo que quiere ver o no en la intimidad de su hogar. Para algunos académicos y políticos el televidente no cuenta en sus planteamientos en cuanto agente activo y decisivo. No tienen en cuenta el “derecho a decidir sobre lo que quiere ver” del público. Para ellos, el televidente es poco menos que un “minusválido” intelectual y espiritual. Un “minusválido” que requiere de tutores privilegiados que le indiquen qué es lo que debe ver. No conciben una situación en la que el televidente no reciba la orientación y supervisión de personas de sólida formación académica y cultural. En otras palabras, quieren un régimen televisivo en el que exista, en la cumbre, un grupo de élite que gobierne el desenvolvimiento televisivo. Es decir, que un puñado de privilegiados le digan a millones de televidentes peruanos qué es lo que deben ver y en qué horarios.

Casos Concretos
En los 32 años de experiencia televisiva, tuve ocasión de viajar a diferentes países. Ello me permitió algunas observaciones valiosas sobre la acción televisiva y algunas medidas de control del medio.(“Tres Década en el Periodismo Televisivo. Experiencias y Testimonios”. Escritura y Pensamiento. Año IV, Nº7, 2001, p. 127-154.)
En 1970, cuando aún gobernaba Francisco Franco a España, la televisora estatal, la única existente, tenía que programar a las 9 de la noche, horario superestelar en todo el mundo, documentales sobre la caza y la pesca. Preguntado un colega de la televisión española del por qué de tan insólita programación, su respuesta en voz baja, como si temiera ser escuchado, fue: “Es la única hora en que el Generalísimo puede ver televisión y a él siempre le ha encantado cazar y pescar”. Es decir, millones de televidentes ibéricos, si querían mantener encendidos sus televisores, tenían que “soplarse” los aburridos documentales. Con seguridad, la mayoría de ellos apagó sus aparatos.
En el Perú, por esos años también ocurrió un caso bastante parecido. Se había realizado una gran manifestación y desfile popular ante palacio de Gobierno. El General Juan Velasco presidió el acto de varias horas, desde un gigantesco estrado. Fue en la noche de un jueves que se prolongó hasta la madrugada del viernes. Por supuesto, todos los canales, en poder de los militares, transmitieron en vivo la multitudinaria demostración de las masas de la llamada Revolución Peruana. La gente del gobierno quedó muy complacida por lo que ellos consideraron su profundo arraigo popular. Pero, al día siguiente, el general Velasco manifestó su deseo de ver cómo había sido captado el acto por las cámaras. Agregó que, seguramente, mucha gente no había visto las últimas horas por haber sido de madrugada. La reacción de muchos áulicos fue inmediata: debe retransmitirse la concentración en el mejor día y a la mejor hora. Consecuencia, los televidentes peruanos enfrentaron una sola programación de cinco horas, nada menos que un domingo, a partir de las ocho de la noche. Posiblemente, fue el domingo de más televisores apagados de la historia de los canales.
Unos años antes, el notable Luis Alberto Sánchez, cuando fue presidente del Senado, quiso dirigir un mensaje al país. Pidió a Panamericana su mejor horario para ello. Era el de las 10 de la noche en que se transmitía la telenovela gringa “Peyton Place”, con un arrollador éxito de sintonía. Al día siguiente, Sánchez publicó un artículo en un diario en el que afirmaba: “Anoche me han visto y oído 500 mil personas, pues esa es la cantidad de televidentes que sintoniza el canal a esa hora”. Ingenuamente, el presidente del Senado creyó que las amas de casa, interesadas en las truculentas historias amorosas de la telenovela, iban a permanecer en la sintonía de su mensaje político. Esa noche, los teléfonos del canal se congestionaron con las protestas de los televidentes.
También en la década de los 70, aprecié en Alemania otra anécdota reveladora. En ese país actuaba lo que se llamaba el Consejo de Derecho Público de la Televisión. Su finalidad era determinar prácticamente la programación de las tres cadenas de televisión, ninguna privada. Una noche en que estaba en el salón de televisión en un hotel-academia de una fundación germana, observé el noticiero más sintonizado, en compañía de unas universitarias berlinesas de turismo que estaban haciendo sus prácticas en el lugar. Habían terminado su labor porque era las 8 de la noche. Terminado el noticiero, la cadena dio paso a una ópera de Wagner. De inmediato, una de las estudiantes cambió de canal para encontrarse con una obra de teatro de Ibsen; siguió cambiando de canal y, en el tercero y último, apreció una opereta de Strauss. Reacción final de las muchachas: se retiraron de la habitación. ¿ Qué había ocurrido? Ese famoso Consejo había decidido que en ese horario el televidente alemán debía recibir cultura. Le conté el episodio a uno de nuestros intérpretes. Su respuesta sobre la decisión final de las estudiantes: mejor que la gente no vea televisión.
En 1989 viajamos a la antigua Unión Soviética para informar sobre la Perestroika y la Glasnot que estaba aplicando Gorbachov. Es decir, sobre medidas que estaban dando algo de libertad económica, cultural e informativa al inmenso país socialista. En Leningrado-ahora nuevamente con su nombre zarista de San Petersburgo- vi una noche, en el hall del hotel, a un nutrido grupo de personas- más hombres que mujeres- que estaba alrededor de un televisor siguiendo con gran atención lo que se veía en la pantalla. Por supuesto, me acerqué a comprobar qué es lo que veían los soviéticos y algunos turistas finlandeses. Mi sorpresa fue realmente notable. Estaban viendo un capítulo de la telenovela brasileña “Isaura la Esclava”, ya apreciada en Lima hace algunos años. Se trataba de una versión traducida periodísticamente – se escuchaba el portugués en el fondo- es decir, muy imperfecta técnicamente. Por supuesto llamé a nuestro camarógrafo para que captara varios ángulos de la escena. Cuando terminó la telenovela a las 9 de la noche, la televisora estatal dio paso a su noticiero central: nadie se quedó ante el televisor, salvo yo deseoso de ver cómo hacían los rusos su programa.
Al día siguiente, averigüé los detalles sobre este fenómeno televisivo. Me enteré que la telenovela brasileña estaba batiendo todos los récords históricos de sintonía de la televisión soviética. Se afirmó que tenía más del 80 por ciento de telespectadores. Alguien dijo que hasta en el Kremlin se suspendían todos los actos oficiales en el horario de la telenovela, cuyos capítulos se repetían a las 10 de la mañana del día siguiente (las empleadas de limpieza dejaban su labor para seguir la historia de la esclava blanca).
Gracias a la Glasnot, la televisión soviética había sido autorizada para comprar esta producción televisiva del otrora despreciado mundo occidental. Setenta años de severo régimen marxista, que trató de formar a un ciudadano ajeno a los usos y costumbres capitalista, no pudo impedir que el televidente soviético se dejara ganar por la producción brasileña, distinta y sin los mensajes políticos que dominaban las producciones de casa. Se confirmó, así, que el alma humana es una sola, cualquiera que sea el país, y que si tiene oportunidad de decidir qué ver lo hará sin las restricciones ideológicas que se le quieran imponer. Poco después, “Isaura la Esclava” repitió el éxito en China, una realidad social e ideológica más severa que la soviética.

Una Propuesta Personal de Solución
Luego de mi larga experiencia profesional y las múltiples observaciones hechas en el país y en el extranjero, puedo atreverme a plantear una solución al problema de la televisión. Como la democracia, puede no ser perfecta, pero en mi concepto es la menos mala de todas las soluciones.
En primer término la televisión no puede estar en manos de empresarios corruptibles o corruptos, que la ven como un negocio más, tal como ocurrió en los últimos años en el país, y no como un compromiso distinto con la sociedad.
En segundo término, no es conveniente la existencia de organismos reguladores, supervisores, o controlistas. Su existencia deviene en excesos y en la consideración de que los televidentes no tienen criterio propio y deben ser cuidados o tutelados.
Por ello, la única posible solución, según mi criterio, es poner a la televisión en manos de personas de toda solvencia profesional, moral y económica, regidas por severos códigos públicos de ética que permitan que la opinión pública denuncie a los nuevos broadcasters en casos de incumplimiento de ese código.
Por otra parte, hay que señalar que en unos pocos años, con el indetenible proceso de digitalización tecnológica, el televidente peruano, como ya está ocurriendo con televidentes de otras partes del mundo, podrá tener acceso al doble o triple de canales de televisión. Y cada canal requerirá de nuevos empresarios, con otra mística y propósitos.
En conclusión, la televisión no puede seguir como está, pero tampoco ser regida por organismos ajenos. La nueva televisión debe tener empresarios dignos, calificados, honorables, de moralidad intachable. Si quisiéramos resumir: la televisión debe estar en manos de responsables padres de familia, que no quieran que los hijos de los televidentes vean lo que ellos no quieren que vean sus propios hijos.

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