Aunque suene a exiguo consuelo, lo mejor de la Cumbre de Cambio Climático que se realizó en Cancún es que no se retrocedió ni se cuestionó la idoneidad del proceso de negociaciones
El Comercio. Por: Augusto Townsend Enviado especial
Domingo 12 de Diciembre del 2010
CANCÚN. La Cumbre de Cambio Climático de Cancún cumplió plenamente con las expectativas, porque las que había apuntaban a que no iba a pasar mucho. Y así fue: solo se tuvieron tímidas mejoras en aspectos particulares. Lo que se prorrogó no fue el Protocolo de Kioto (pocos esperaban que ello sucediera) sino la indignación de las diversas ONG ambientalistas que se dieron cita en el enclave turístico mexicano, para alzar nuevamente su voz de protesta por la inacción de los gobiernos en torno a este problema. Por lo pronto, la posibilidad de alcanzar un tratado en materia climática, que sea a la vez omnicomprensivo y vinculante, sigue siendo elusiva.
LOS BUENOS Y LOS MALOS
El año pasado, en la Cumbre de Copenhague, Dinamarca, el Gobierno Chino fue sindicado como el villano que impidió que los resultados fuesen más ambiciosos. Como es natural en este tipo de encuentros, las delegaciones adquieren una personalidad propia y la prensa se ve tentada a separarlas por bandos: los buenos y los malos. Esta vez, el más malo de todos –según se apresuraron en concluir los medios– fue Japón.
El Gobierno Japonés declaró desde un inicio de las negociaciones que no apoyaría una extensión del Protocolo de Kioto, posición que secundaron Rusia y Canadá en términos más contundentes que los originalmente expresados por aquel. De hecho, el principal negociador ruso dijo que una ampliación no sería “científica, económica ni políticamente eficiente”.
La posición japonesa, aunque impopular a estas alturas, tiene asidero. El Protocolo de Kioto es el único instrumento vinculante que existe para controlar las emisiones de CO2, pero comprende a países que justifican solo el 30% de aquellas y deja afuera a los dos más contaminantes: China y EE.UU. (en ese orden). No es, por tanto, la solución al problema, aunque –es cierto– peor sería no tener nada. A la gran mayoría de los países en desarrollo lo que le preocupa es justamente esta hipótesis: que los países menos ávidos a comprometerse se traigan abajo el Protocolo de Kioto y nada lo reemplace.
DESENCUENTROS
Como se pudo ver otra vez en Cancún, China y EE.UU. siguen enfrascados en una pelea para no perder competitividad uno frente al otro. Washington sigue pensando en cómo exportarle más a Beijing en lugar de ver invadido su mercado por sus productos que son más baratos, no solo por el menor costo laboral y la subvaluación del yuan, sino por tener el gigante oriental una regulación ambiental más flexible.
China, en tanto, ha logrado aplacar las necesidades de su desbordada población gracias a un modelo exportador que se basa en esa mayor competividad artificialmente impulsada. En esa medida, sigue escudándose detrás de sus compañeros del bloque Basic (Brasil, India y Sudáfrica) para no perder la condición negociadora de ‘país en desarrollo’, pese a ser ya la segunda mayor economía del planeta y la más contaminante.
China rechaza –pese a haber propuestas de la India en ese sentido– cualquier sistema de monitoreo, reporte y verificación (MRV) internacional que permita saber cuánto viene haciendo en materia de reducción de sus emisiones, pues lo considera una violación de su soberanía. EE.UU., en respuesta, se escuda en ello y dice que no negociará su posición hasta que su competidor acceda a ser monitoreado. Como ello no ocurre, las discusiones sobre los temas más relevantes no se desentrampan.
Quizá ese sea el objetivo velado de ambos: diferir los acuerdos mientras se avanza en la agenda nacional –y se supera la turbulencia que todavía agobia a la economía global– para estar en condiciones de apoderarse a futuro del mercado de las tecnologías limpias, que posiblemente se convierta en el más importante de este siglo. Ello, mientras el mundo se convierte en testigo de excepción del potencial devastador del cambio climático.
DESARTICULADOS
La UE sigue teniendo en este debate una posición principista pero poco efectiva: ya ha puesto sus compromisos sobre la mesa y se ha quedado sin un as bajo la manga. La Alianza de Pequeños Estados Insulares trae a la discusión la voz de quienes están más amenazados pero que, a la vez, tienen menos cartas que jugar para inclinar las negociaciones hacia sus intereses.
Latinoamérica sigue siendo un conjunto desarticulado: Brasil, comportándose como un jugador de peso en pared con sus colegas del Basic, pero compartiendo su obstinación (no accede a que se monitoree su trabajo en materia de control de la deforestación); Bolivia acusando a los países desarrollados de ‘ecocidio’, aunque principalmente para buscar el aplauso de las graderías; el Perú hablando aún en voz baja, pese a ser uno de los tres países más vulnerables al cambio climático, según el Tyndall Center; por citar algunos casos.
Pero las cartas no están echadas. Aun cuando uno tenga que relajar la exigencia al evaluar los resultados de esta cumbre, siempre consuela –mínimamente, es verdad– el saber que pudo ser peor. El entrampamiento de las negociaciones pudo llevar a que se cuestione la idoneidad de la ONU para conducir este proceso, como se hizo en Copenhague.
El mérito de haber evitado esto último radica en la solvencia del Gobierno Mexicano y, en especial, de su ministra de Relaciones Exteriores, Patricia Espinoza, quien fungió de presidenta de la cumbre. La muñeca diplomática mostrada por el anfitrión fue digna de elogio (de hecho, recibió una ovación de pie). Incluso, cuando se deslizó el rumor de que había un “texto escondido” que se quería imponer al caballazo a los países en desarrollo (como pasó en Copenhague), Espinoza salió rauda a aclarar que el texto sí existía, pero que había sido repartido a todas las delegaciones, salvaguardando la transparencia y la confianza en el proceso.
Sudáfrica podría –debería– traer consigo logros más significativos a finales del próximo año, en la Cumbre de Durban. Esperemos ver una mayor voluntad de compromiso, que sea consecuencia de un escenario económico más favorable antes que de una mayor incidencia de estragos climáticos. Sigue leyendo