Cuatro años después; el don de un Papa “falible”
1:00 p m| 22 mar 17 (VI/BV).- La resistencia a su reforma, las sorpresas del cónclave que lo eligió y una perspectiva sobre lo que se viene, son algunos de los temas que plantea Gianni Valente del Vatican Insider, para perfilar un recuento luego de cuatro años de papado, que si bien inevitablemente mira el mensaje de Francisco, se enfoca más que nada en cómo se va construyendo una coyuntura que protagoniza y que surge desde el cónclave, después de la renuncia de Benedicto XVI. Valente presenta el especial en cuatro partes, para concluir con la pregunta, ¿Lo logrará Papa Francisco?.
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“Cuatro años de Bergoglio bastarían para cambiar las cosas…”. Hace cuatro años, a principios de marzo, un anónimo cardenal revelaba a un periodista amigo suyo sus esperanzas ante el Cónclave inminente. Cuando Papa Francisco se asomó por primera vez para saludar a la multitud reunida en la Plaza San Pedro, fueron suficientes menos de diez minutos que quedara claro que ya habían cambiado muchas cosas. Las primeras palabras que pronunció como Obispo de Roma, el recuerdo del “obispo emérito” Benedicto, las oraciones rezadas todos juntos (el “Pater”, el “Ave” y el “Gloria”, las más sencillas y las que usan los pobres”) y también la petición al pueblo de que invocara la bendición de Dios sobre el nuevo camino que habría que hacer juntos. Esos pocos indicios fueron suficientes para que muchos se tranquilizaran. Para que reconocieran que el Señor seguía queriendo a su Iglesia, Ecclesiam suam.
Las leyendas sobre el “Cónclave” manipulado
La elección de Papa Bergoglio, en más de un aspecto, pertenece a la categoría de los milagros. Ostentan un despiadado desprecio a la inteligencia y a la memoria ajena los “malos maestros” que tratan sin vergüenza de envenenar los pozos con el engaño del “Cónclave manipulado”.
Antes de la renuncia de Benedicto XVI y de la llegada a Roma de los cardenales para las Congregaciones generales antes del Cónclave, Bergoglio era para casi todos sus colegas solamente un anciano arzobispo a punto de dejar el gobierno de la diócesis de Buenos Aires. Desde hacía tiempo se estaba preparando para retirarse a la residencia diocesana para sacerdotes ancianos, liberando armarios y distribuyendo entre sus amigos y conocidos sus cosas. Desde hacía años, los periódicos de la ultra-derecha católica argentina hacían macabras alusiones a su voz “cada vez más débil”, que habría callado poco tiempo después y para siempre.
Los intentos de tejer soluciones “preconfeccionadas” para el Cónclave, acelerado por la renuncia de Papa Ratzinger, cuando existían, miraban hacia otras direcciones. Había algunos que actuaban creyendo que podían dar la impresión de que el Conclave se deslizaría en un plano inclinado hacia una dirección “natural” y “obligada”. Pocos días antes del extra omnes, un estratega “ruiniano” informaba todas las tardes a los vaticanistas sobre cuántos votos “seguros” ya había reunido el candidato que consideraba vencedor.
Esa noche de marzo de 2013
El 13 de marzo por la noche, la desorientación de los aparatos fue disimulada con frases hechas y se ocultó rápidamente en las sombras, para tratar de tomarle la medida al “marciano” a partir de entonces. Las fábricas de los conformismos anti-bergoglianos y bergoglianos todavía no habían comenzado a funcionar. Y así, antes de que se cristalizaran las máscaras y las definiciones, el Papa electo dijo, al dar los primeros pasos de su Pontificado, lo más importante: confesó a la Iglesia y al mundo que los milagros no los hacía él, que él era un pobrecillo, un “pecador a quien Cristo ha visto”. Era, en el mejor de los casos, como el dedo que señala la luna. Uno con sus límites, que no fue a vivir al Palacio Apostólico “por motivos psiquiátricos”. Uno que no quería ser Papa, porque “una persona que quiere hacer el Papa no se quiere bien a sí misma, y Dios no la bendice”.
Extendió en los pliegues de su magisterio, en las imágenes repetitivas de sus intervenciones, lo que ya había sugerido en el breve discurso ante los cardenales, durante las Congregaciones generales antes del Cónclave: que la Iglesia misma, empezando por el Papa, no brilla con luz propia. Que la Iglesia se vuelve un cuerpo opaco y oscuro, con todos sus aparatos y sus prestaciones, sus antigüedades gloriosas y sus astutas modernidades, si Cristo no la ilumina con su luz. Y que solo Cristo, perdonándola, puede liberarla y hacer que la Iglesia salga de su inercia auto-referencial, del repliegue sobre sí misma. Porque “si Dios no perdonara todo, el mundo no existiría” (Ángelus del 17 de marzo de 2013).
Las cosas de siempre
En los primeros meses de Pontificado, las palabras y los gestos más propios e íntimos de la dinámica de la fe y de la vida cristiana, reducidos a sus características más esenciales (gracia, misericordia, pecado, perdón, caridad, salvación, predilección por los pobres) llenaban generosos los días y las intervenciones públicas del Papa Bergoglio. Eran las cosas y las palabras de siempre, sin embargo, para muchos, sonaban insólitas. Disipaban los velos de las objeciones, encendían las preguntas de muchos.
Y Francisco, para que llegara a muchos, se encomendó desde el principio al instrumento más ordinario y común, utilizado desde siempre en la vida de la Iglesia: las homilías matutinas, en Santa Marta. Cortar el pan del Evangelio cada día y nutrirse de él, en compañía de los hermanos. Eran esos que ya entonces ciertos “expertos” de política eclesiástica llamaban “los sermoncitos”. Para no crear obstáculos, para facilitar, para hacer lo más fácil posible el encuentro de cada uno y de cada una con Cristo.
El Sensus fidei del pueblo de Dios
Después de mucho tiempo volvió a aparecer en el horizonte eclesial el pueblo de Dios. Frágil y distraído, pobre y mal cuidado, reconoció inmediatamente la voz y el olor del pastor. Reconoció los acentos sorprendentes y al mismo tiempo familiares, la concreción de una promesa de humanidad y de felicidad que acoge pero al mismo tiempo sorprende, que supera cualquier expectativa. No los militantes de las siglas, los activistas de la movilización eclesial permanente, los fervientes de tiempo completo de las “minorías creativas” y de los círculos culturales, sino los “diletantes”, los bautizados “genéricos”, los que no tienen preparado el discurso. Esos en quienes se percibe una necesidad casi física de seguir siendo simples. Porque ser y decirse cristiano es ya un milagro, y no es necesario inventarse nada más.
Ellos advertían una consonancia instintiva con la Iglesia “elemental” propuesta por Bergoglio directamente. La Iglesia de siempre, la del Papa Benedicto y de todos los Sucesores de Pedro. No una Iglesia “nueva”, sino un nuevo inicio, siguiendo el camino de la fe de los apóstoles. En una historia siempre marcada por nuevos inicios, encomendada a las frágiles manos de hombres y mujeres que anuncian el perdón y la misericordia de Dios, solo porque lo han experimentado en carne propia.
La curiosidad de los “otros”
Pero las palabras y los gestos del nuevo Obispo de Roma también encendieron la simpatía entre las multitudes que no conocen o que ya no reconocen el nombre de Cristo, en todos ellos que consideran el cristianismo como un pasado que no tiene que ver con ellos y en todos los que le dieron la espalda a la Iglesia. Cayó la máscara del falso dogma de los círculos eclesiásticos que durante los últimos años se complacían mostrándose odiosos e insoportables al mundo entero, confundiendo ese desprecio con una medalla, un certificado de su identidad exhibida sin descuentos ni “buenismos”, opportune et importune.
Papa Francisco le recordó a todos que el cristianismo no funciona así. Que vence al mundo por delectatio, como decía San Agustín; “por atracción”, como repite siempre él mismo citando al Papa Ratzinger. Que las multitudes no estaban maravilladas y no eran atraídas por las invenciones ni por las estrategias de los sacerdotes, sino por Cristo, que desde el principio pasaba por el mundo haciendo el bien para todos, para los pecadores, para las mujeres, para los malhechores y para los que no pertenecían al pueblo elegido.
El interés de los poderes del mundo
Los gestos y las palabras del Papa pescado casi “al fin del mundo”, y el aliento que parecían inspirar en la Iglesia, fueron advertidos también por los que tienen el poder. El primer Papa americano se alejaba de las líneas del pensamiento eclesiástico que a partir de los años ochenta, en el derrumbe de las ideologías secularizantes, propusieron la pertenencia religiosa como factor de identificación político-cultural y apostaron por reafirmar (política o geopolíticamente) la centralidad hegemónica de los aparatos religiosos en la vida colectiva. Al mismo tiempo, la “conversión pastoral” que Bergoglio ha sugerido a toda la Iglesia no era una manera para retirarse a un mundo paralelo, el mundo “de la Iglesia” separado del mundo de los hombres.
Tenía, en sus rasgos más netos, la preocupación por toda la familia humana, por el destino de los pueblos y de las naciones. Papa Francisco no llegó a la Cátedra de Pedro con la intención de aplicar un plan geopolítico. Su Secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin, ha afirmado que los objetivos de la diplomacia pontificia consisten en “construir puentes, promover el dialogo y la negociación como medio para solucionar conflictos, difundir la fraternidad, luchar contra la pobreza, edificar la paz. No existen otros “intereses” ni “estrategias” del Papa ni de sus representantes cuando actúan en el escenario internacional”. Una actitud al servicio del bien común “global”, sin intereses propios o “ejes preferenciales” que hay que cuidar. Y esto explica, por lo menos en parte, la atención y el crédito que se ha ganado el Pontificado de Bergoglio entre los sujetos geopolíticos más dispares.
Hasta ahora, mientras se revelan claramente las incógnitas en las relaciones con Donald Trump, la atención de los líderes globales y nacionales por los gestos y las palabras del Obispo de Roma ha sido constante y transversal. Desde Vladimir Putin hasta Barack Obama, pasando por Angela Merkel, la reina Isabel, Benjamin Netanyahu, el rey de Bahrein, Hamad bin Isa Al Khalifa. Todos han querido pasar por el Palacio Apostólico o por Santa Marta para escuchar al Papa y para que él los escuche.
El partido de los devotos
Además del pueblo fiel, además de las multitudes globales, distraídas y afanadas, además de las élites de los que tomas las decisiones y de quienes tienen el poder, se dejó sentir también una parte de las élites eclesial-mediáticas que en los últimos lustros, mientras iba avanzando por todo el Occidente la deforestación de la memoria cristiana, lucraron posiciones de poder (incluso eclesiales) con base en la afiliación a la línea ideológica muscular-identitaria y “teo-con”, la “vencedora”, la que volvió a descubrir el “orgullo católico”.
Los sectores que habían creado una clave de lectura “orgánica” para aplicarla a los últimos dos Pontificados, de carácter sustancialmente político-ideológica, construida completamente en las dicotomías conservador-progresista, liberal-ortodoxo. Con el tiempo, lograron afinar instrumentos y redes globales capaces de imponer las propias consignas como unidad de medida de la ortodoxia católica, criterios de conformidad con respecto a la Tradición de la Iglesia. En estos sectores comenzó a aumentar inmediatamente el nerviosismo. Y también las operaciones mediático-clericales creadas y difundidas por los canales y los agentes “de confianza”, según los típicos clichés de las luchas de poder que habían marcado los anteriores periodos eclesiales: “Quejarse y despotricar es su fuerte. Ellos refunfuñan, mascullan, regañan. Están de pésimo humor y, lo que es peor, nutren rencor” (Charles Péguy).
La fe de los simples y las operaciones anti-Francisco (2a parte)
El ruido y los ataques, el ritmo obsesivo-compulsivo de la ofensiva en equipo, con conexiones y frecuencias coordinadas a nivel internacional, de verdadera “guerra de liberación”, en contra del actual Sucesor de Pedro por parte de individuos y redes coordinadas mediático-clericales tiene motivaciones prosaicas. Cuando Francisco hizo saltar por los aires los automatismos relacionados con ciertas sedes episcopales tradicionalmente “cardenalicias”, quedaron desorientadas las laboriosas estrategias con las que los grupos eclesiásticos “vencedores” ya habían comenzado a situar futuros grandes electores para los Cónclaves de los lustros y décadas del futuro. También los primeros nombramientos episcopales importantes dieron a entender que ya no tenían lugar los juegos y las afiliaciones con los que desde hace tiempo era seleccionada la mayor parte de los obispos. Pero esto no explica todo.
En cierto sentido, los ataques coordinados y sin tregua de las redes en contra del Papa Francisco siguen siendo un misterio, pertenecen al misterio mismo de la Iglesia. En ciertas operaciones que han llevado a cabo los aparatos clericales-mediáticos (interconectados y bien equipados) en contra de Bergoglio se advierte un odio religioso en contra del actual obispo de Roma que no tiene que ver con el nivel “fisiológico” de las objeciones, de las críticas o de los malestares que normalmente se pueden comunicar a un Papa. Parece, por analogía, revelarse la “revelación de los corazones” narrada en los Evangelios, esa de los hombres religiosos que secuestraban incluso la Ley de Dios para alejar la autoridad de Jesús del pueblo, y le tendían trampas para que se contradijera.
Rigorismo doctrinal secularizado
Este inédito desprecio hacia el Papa por parte de los nuevos y auto-elegidos santos oficios virtuales, que están cazando sus presuntos “resbalones” doctrinales, es el signo de que justamente en esos mismos sectores, doctrinalmente tan aguerridos, la familiaridad “instintiva” con la experiencia cristiana y con la misma doctrina católica ha sido sustituida tácticamente con una ideología religiosa, adornada con palabras y fórmulas cristianas, que ha atrofiado el más esencial y germinal “censos fidei”. Una secularización íntima, escondida bajo las demostraciones de fuerza del rigorismo doctrinal, que es más devastador que todas las que favorecen los condicionamientos culturales de matriz mundana (incluidos el relativismo y el nihilismo), justamente porque se da a la sombra de la ideología “cristiana” (Rémi Brague).
La campaña orquestada y sin tregua de las brigadas anti-Bergoglio, cuyas raíces son misteriosas, se mueve estratégicamente por líneas patentadas. Los puntos sobre los que concentra sus ataques se pueden identificar con facilidad. En primer lugar tratan de exasperar la polarización pro/contra Papa Francisco, de concentrar la atención y de fomentar la batalla alrededor de su persona. Quieren que pase la idea de que en la actual estación eclesial todo se reduce, en última instancia, a una cuestión de “gustos”, opiniones e inclinaciones personales sobre la personalidad de Bergoglio, y que, la partida global en acto, consiste en alinearse u oponerse a las “ideas” del Papa argentino, a sus orientaciones individuales íntimas e incluso a sus defectos y necedades… (click aquí para leer el resto de la segunda parte).
A quién le conviene el Papa “Súper estrella” (3a parte)
Papa Francisco repite a cada paso (lo acaba de hacer con “Die Zeit”) que es un pecador falible. Los pobres del Pueblo de Dios advierten que también esta confesión les hace compañía y los consuela, porque recuerda a todos que el Papa va por su camino solamente porque va abrazado sostenido por la misericordia y por la bendición de Dios.
Pero sin dones particulares, en los aparatos eclesiales no es posible permanecer durante mucho tiempo suspendidos en el “vértigo” del milagro, encomendados a la aparente precariedad de la gracia. Rápidamente surgen los que se equipan para “cosechar ganancias”, los surfistas que están listos para cabalgar la ola evangélica que transmite el nuevo Papa al cuerpo eclesial. Los aspirantes a arquitecto que siempre tienen listos proyectos para “dar nuevo impulso” o para “cambiar a la Iglesia”. Listos para adaptar al nuevo contexto los reflejos condicionados ya ensayados en otras estaciones eclesiales.
Nuevas consignas
A una parte de los aparatos clericales que se formaron en las últimas décadas no les parece verdadero poder reciclar en nuevas partituras y nuevas consignas la instrumentalización con la que contaban principalmente durante la larga época wojtyliana. La que trata al Papa como “psicopompo” de la Iglesia (singular fórmula utilizada ya hace tiempo por Giuseppe De Rita), una especie de Rey taumaturgo, el “motor primero”, el sujeto primordial capaz de infundir energía vital a la máquina eclesial. “Cuando me idealizan me siento agredido”, repite, sin que se le escuche, el Papa Francisco.
Jugando con el ícono pop papal, bendecido por el mainstream mediático, e incluso con la polarización fomentada por los “apaleadores” virtuales anti-Bergoglio, muchos aficionados al Risk eclesiástico-clerical realínean sus frentes bajo las banderas de un nuevo (paradójico culto al Papa-justiciero) héroe solo contra el mundo que liberará a la Iglesia de los malos.
Con respecto al pasado reciente, en el fondo, se trata solamente de afinar un poco más a la izquierda las consignas del nuevo clericalismo. Los “wojtylianos de izquierda”, después de lustros de perder partidos contra los “wojtylianos de derecha”, a menudo están dispuestos de buen grado a repetir como pericos las frases célebres del Papa Francisco sobre los pobres y la “Iglesia en salida”, en el caso de que sirviera para balancear las relaciones de fuerza entre los grupos clericales.
La obra de la reforma
Las distancias más alarmantes y objetivas entre el sensus Ecclesiae confesado por Papa Bergoglio y ciertas dinámicas operativas puestas en marcha en su nombre se advierten en la obra de las reformas. En donde los objetivos y los recorridos delineados hasta ahora parecen siempre tener como fundamento y criterio la naturaleza propia de la Iglesia y la acción que le conviene, pero a veces parecen copiados de los parámetros de eficiencia y “éxito” de las compañías que dictan el ritmo de la globalización occidental.
Mientras el Papa tiene en mente a la Iglesia “extendida” que vive en cada una de las diócesis y en cada una de las parroquias del mundo, alimentada localmente por al eucaristía, los dicasterios romanos, en lugar de perseguir reducciones “sustanciales”, son fundidos con lógicas que acabarán reduciendo el personal con el tiempo, pero, mientras tanto, los delinean como súper-ministerios dotados de “una relevancia mayor” (discurso a la Curia del 22 de diciembre de 2016), centrales más eficientes en el ejercicio de ciertas pretensiones de dirigir a la Iglesia universal, según los cánones más actualizados de la “business organization” empresarial… (click aquí para leer el resto de la tercera parte).
¿Lo logrará Papa Francisco? (última parte)
A veces se lo preguntan muchos de los que ven con agradecimiento su magisterio cotidiano. Entre esperanzas y trepidaciones, sin respuestas descontadas, encomiendan a un suspiro de oración incluso el deseo de un tiempo de camino distendido y prolongado, vivido en compañía de un Papa que ayude a todos a volver a descubrir y saborear día a día la auténtica naturaleza de la Iglesia. Esa naturaleza de “madre fecunda” que vive solamente de la “confortante alegría de anunciar el Evangelio”, según la imagen que usó el cardenal Bergoglio en su breve discurso durante las Congregaciones generales antes del Cónclave.
La misma pregunta (pero con un tono amenazador y aderezado con sonrisitas irrisorias o con poses de analistas de relieve) se ha convertido en el mantra del que parten casi todas las consideraciones sobre el actual papado de monseñores superficiales y de grupos de agentes del mainstream mediático-cultural comprometidos en el frente vaticano.
La medida mundana empresarial
Las dos perspectivas desde las que se plantea la pregunta predicen escenarios diferentes. Las digresiones mediáticas sobre el futuro de las reformas que ha puesto en marcha el Papa Bergoglio normalmente no toman en cuenta la naturaleza propia de la Iglesia como criterio base para juzgar cada una de las decisiones tomadas, los objetivos esperados ni las perspectivas de fondo. Se aplican mecánicamente al Papa las categorías y los criterios de análisis reservados a los administradores delegados contratados para salvar mega-empresas insolventes.
El Pontificado es descrito, de esta manera, como una violenta carrera de obstáculos, marcada por éxitos “fulgurantes”, por los enfrenones obligados y los fracasos “humillantes” del Papa administrador global. La medida mundana empresarial que se utiliza para interpretar los años del Papa Francisco (los que ya pasaron y los que el Señor querrá todavía repararnos) es un callejón sin salida. El frenesí con el que se evalúan los rendimientos y dividendos de cada una de las operaciones lo deja a uno literalmente sin aliento.
El discurso del “Papa-héroe solitario”
La reforma narrada como empresa del Papa-héroe solitario en contra de los males de la Iglesia parece haber sido confeccionada a medida para desembocar irremediablemente en el poco amable final del propio naufragio. A la merced de los saboteadores que se exaltan con cada tropiezo, sembrando divisiones y dubia en el pueblo de Dios (para luego decir que el Pueblo de Dios está dividido y que tiene dudas).
Esa narración de la reforma también está cargada con los narcisismos más o menos interesados de todos los aspirantes a colaboradores, que venden como apoyo a las decisiones de Bergoglio los libros sobre las orgías de los sacerdotes, o que amplifican como en un espectáculo la lucha contra la pederastia y la caridad para las personas sin hogar. Los mismos que en la actualidad pretenden cada vez más del Papa octogenario podrían esgrimir dentro de poco el arsenal de los lugares comunes sobre el Papa “reformista” que pierde batallas y “comienza a desilusionar”.
Los circunspectos comentadores que analizan la Iglesia como un juego palaciego de equipos tal vez ya tienen lista la columna con la que describirán el fracaso del Papa don Quijote que no pudo lograrlo y que ha perdido su batalla contra los molinos de viento (de la Curia, de los cardenalones, del oscurantismo clerical, de los lobbies financieros, etcétera).
¿Cuál es la reforma que le interesa a Francisco?
Puesta en estos términos, Francisco no podrá lograrlo. Sin embargo, a pesar de todas las ocurrencias sorprendentes para que su presencia se vuelva “viral” en las redes sociales, la reforma de carácter mundano empresarial que le endosan como prueba obligada para entrar al Salón de la fama de los súper-líderes globales parece fuera de su alcance. En realidad nadie ha dicho que le interese. Tal vez, teniendo en cuenta las cosas que él mismo dice, el eventual éxito de una reforma concebida en esos términos y bien lograda podría parecerle una desgracia.
La reforma, tal y como la describen muchos analistas de cuestiones vaticanas (e incluso uno que otro documento programático), seguirá siendo un proceso de reestructuración de los aparatos y procedimientos, según los criterios de la eficiencia funcional. Acredita la imagen de una Iglesia que cambia y se refunda con sus fuerzas, con procesos de automaquillaje eclesial copiados de las prácticas de los departamentos que se ocupan de la gestión de recursos humanos, con una embarrada de fervor postizo sobre la “conversión misionera que quiere Papa Francisco”.
Pero el actual Sucesor de Pedro le ha querido sugerir a todos los que lo escuchan de verdad, y de todas las maneras posibles, que las auténticas reformas eclesiales se nutren de otra fuente y tienen objetivos diferentes.
Las reformas por la salvación de las almas
Desde antes del Cónclave, en el breve discurso que pronunció a sus colegas cardenales reunidos en las Congregaciones generales, el entonces arzobispo de Buenos Aires identificó justamente la autoreferencialidad como una enfermedad de la Iglesia, además del “narcisismo teológico”. Y añadió precisamente que al alejarse de la imagen de la Iglesia mundana y autosuficiente, “que vive en sí y para sí misma”, se habrían podido sugerir las posibles reformas “que hay que hacer para la salvación de las almas”.
El dominico Yves Congar, gran teólogo del Concilio, constataba hace tiempo que “las reformas logradas en la Iglesia son las que se han hecho en función de las necesidades concretas de las almas”. También el Concilio Vaticano II propuso y aprobó las reformas con el deseo de que la luz de Cristo brillara con mayor transparencia sobre el rostro de su Iglesia: se trataba de escombrar los obstáculos y los pesos inútiles, cambiando incluso instituciones y prácticas, solamente para resaltar que la Iglesia “no posee más vida que la de la gracia” (Pablo VI, “Credo del Pueblo de Dios”).
Hacia dónde dirige su mirada el Papa
Hay dos posibles caminos para los procesos de reforma que han comenzado con Papa Francisco: el camino mundano empresarial (que se ha tomado debido a los impulsos y las inercias casi mecánicas de los aparatos) y el camino que no se rinde a los procedimientos de ingeniería institucional, que deja las puertas abiertas a la acción eficaz e histórica de la gracia, y que tiene como fuente efectiva la alegría del Evangelio, la “confortante alegría” de anunciar el Evangelio (Evangelii gaudium).
La predicación real del Papa Francisco, sus gestos con los que sugiere a toda la Iglesia la vía de la “conversión pastoral”, dejan intuir sin dudas hacia dónde dirige su mirada el actual Sucesor de Pedro; mientras continúa confesándose pecador y “falible”, no parece condicionado por ninguna angustia como para cosechar éxitos y entregarlos a las fauces de los medios y de los críticos que lo culpan de la confusión de demasiadas “obras abiertas”. Francisco ha reconocido desde el principio (y sigue haciéndolo con cada uno de sus gestos) que las cosas no dependen de él. Que el Señor “primerea”, actúa primero.
El destino de las reformas actuales
Las circunstancias concretas del tiempo vivido en la Iglesia hacen que sea fácil reconocer que el destino de las reformas “bergoglianas” tampoco depende de la sagacidad de los proyectos o de las estrategias, sino de la gracia. Tiene que ver con los años de intenso trabajo que el Padre Eterno querrá otorgarle al Papa Francisco.
Depende de sus sucesores, que podrán tener o no la voluntad para proseguir por el mismo camino o cambiar de dirección; y depende también de la eventualidad de que florezcan en el mundo otros pastores, cada uno con sensibilidad e historia propias, llamados a dilatar, por la gracia, el aliento de una Iglesia sin espejos, que no se admira a sí misma, que no se curva sobre sus imperfecciones. Y que sale de sí misma no para hacerle honor a las consignas sobre la “Iglesia en salida”, sino solo para ir al encuentro de Cristo, en los hermanos y, sobre todo, en los pobres.
Por todo ello, la mirada de Bergoglio puede seguir el camino de las reformas con paciencia y sin angustias, permaneciendo fiel al principio (tantas veces propuesto por él mismo) de que “el tiempo es superior al espacio”, por lo que conviene poner en marcha y acompañar procesos, en lugar de ocupar posiciones.
Una posibilidad para que todos lo ayuden
Mientras incluso sacerdotes y monseñores elevan invocaciones para pedir su fin terreno, todos los que quieren a Papa Francisco, y que desean favorecer las reformas que ha comenzado, pueden aprovechar una oportunidad al alcance de todos: tomarlo seriamente, sobre todo cuando le pide a todos que recen por él. (María, Madre de misericordia, a él cuídalo tú.)
Fuente:
Vatican Insider